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De Colombia a Cataluña. Independencia en suspensión

Hace cinco años tomé un avión desde Bogotá con destino a Barcelona, ciudad en la que vivo actualmente y en la que he visto crecer el independentismo a pasos agigantados. Dejé mi país por muchas razones, entre ellas el agotamiento que me causaba el interminable ciclo de odio y venganza, impulsado por una lectura simplista de la realidad. Una lectura binaria que divide el conflicto colombiano en dos bandos: el de los buenos y el de los malos. Nunca imaginé que en España terminaría inmersa en otra espiral sin fin, alimentada por los errores de las elites políticas en su lucha por el poder.

 

 

Otoño

 

Domingo, 1 de octubre de 2017

 

No paro de mirar mi teléfono y de recibir mensajes, noticas, fotos y memes sobre el referéndum por la independencia, el tema más comentado es la violencia policial contra los votantes. Me genera sospechas una imagen de bomberos y policías enfrentados en una batalla. Parece falsa. Aún así imagino a Barcelona convertida en un campo de guerra. Toda crisis actual que se respete está precedida por una avalancha de información digital. Las horas vuelan mientras escudriño páginas webs, desde ara.cat y TV3, pasando por El Periódico y La Vanguardia, hasta Abc y El Confidencial y, por si me estoy perdiendo algo, también leo la prensa internacional.

 

Salgo de casa porque mi novio me anima a votar. Me pregunto por qué quiere hacerlo. No se sentía representado ni por partidos unionistas, ni por partidos independentistas. Sin embargo la represión violenta del Gobierno central durante las votaciones terminó por inclinar la balanza.

 

Cruzo Carrer de Sants y bajo por Sugranyes hasta Canalejas. En la Plaça de l’Olivereta hay familias conversando mientras se toman una cerveza y los niños juegan en el parque. Todo se ve normal. Estamos lejos de Plaça Catalunya, donde se celebran las principales manifestaciones. Ese domingo la única excepción es la cola de personas que sale por la puerta del colegio Lluís Vives y llega hasta la esquina de la calle. Una mujer anima a los votantes con un megáfono: “Avui és un dia molt important per a Catalunya, sé que estan cansats, però demà ho agraira”. Mañana lo agradecerán… Esas palabras resuenan en mi cabeza porque son el principal argumento de muchos ciudadanos para sustentar la independencia: la ilusión por un futuro mejor. Un futuro lejos de España, ese país malvado que los oprime, los victimiza, no solo hoy, sino históricamente desde tiempos inmemoriales, como difunde el discurso independentista que se propaga por las redes sociales. Sin darse cuenta que los límites no son tan claros, porque ese país también son ellos y sus políticos, los mismos que lograron salir de la crisis económica sin perder el poder utilizando la bandera del nacionalismo.

 

En septiembre de 2017 el Papa Francisco visitó Colombia para celebrar la firma de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En su discurso hizo referencia al famoso personaje de Cien años de soledad, el coronel Aureliano Buendía, quien libró incontables guerras, pero no ganó ninguna. Según el Papa, esto le enseñó una lección: es más fácil comenzar una guerra que concluirla. Y más difícil aún cuando un sector político se beneficia de ella.

 

Tras una jornada violenta que dejó heridos, el president anuncia que ganó el en el referéndum. El mundo espera que en unas horas declare oficialmente la independencia, pero el discurso se hace esperar. Dicen en los diarios que no puede controlar el territorio y que no están listas las estructuras para manejar el nuevo Estado. Dicen que el referéndum fue una estrategia suicida, una táctica al corto plazo que no contaba con el rechazo del poder económico ni de la Unión Europea. Como cada noche, a las 22:00, hora de la cacerolada, mi barrio estalla de tensión: algunos vecinos golpean sus ollas, otros les gritan que se callen. Las discusiones suben de tono y se entremezclan gritos de “¡fascistas!” con otros de “¡viva España!” o con cantos más creativos como “¡Rajoy mamón, saluda a Puigdemont!”.

 

 

Sábado, 6 de octubre de 2017

 

Barcelona amanece en calma. El silencio solo es interrumpido por los chillidos de las gaviotas o por la voz juguetona de un niño que despierta. Mientras me bebo un café abro la ventana y entra un aire fresco que anuncia la tímida transición del verano al otoño. La vista da a un pequeño patio bordeado por edificios que mantiene el tradicional diseño de cuadrícula de la ciudad. De un apartamento cuelga la bandera independentista. Sus colores azul, amarillo y rojo resaltan entre las paredes blancas.

 

Esa mañana una de las noticias más comentadas es la decisión del Banco Sabadell de trasladar su sede social a Alicante y se espera que La Caixa, la otra gran entidad bancaria de Cataluña, pronto comunique una decisión similar. El dinero es el primero en huir cuando las cosas van mal. La prensa habla de personas que han cerrado sus cuentas temiendo por sus ahorros y por la posibilidad de un corralito.

 

Esa tarde voy a comer a casa de mi suegra y mi novio me pide no mencionar el tema político delante de su madre. Teme reavivarle fantasmas del pasado. Consuelo, de 93 años, está sentada en su sillón y lleva un vestido azul marino con estampado de flores que ella misma se hizo hace muchos años. Sonríe al verme, me mira con cariño y con dificultad intenta levantarse para saludarme, aunque siempre le digo que no es necesario. Sus manos temblorosas inspeccionan las costuras de mi chaqueta por delante y por detrás: “M’agrada l’estampat de pota de gall”, dice en catalán refiriéndose al estampado de pata de gallo.

 

Consuelo nació en Aguaviva, un pueblo de Aragón, en los límites con Cataluña. En esta zona de frontera no se comparte el sentimiento independentista, aunque la historia es similar y se habla un dialecto catalán conocido como chapurreau. La Guerra Civil es uno de los recuerdos más vivos que Consuelo tiene de su tierra. Durante el franquismo las expresiones lingüísticas diferentes al español fueron duramente perseguidas, se mantuvieron gracias a la clandestinidad, a su uso en el ámbito íntimo de los hogares, a la sociedad civil.

 

Al igual que Barcelona, Aguaviva también sufrió la ira de Franco. Los bombardeos aéreos destrozaron la casa de Consuelo, pero ella tuvo suerte: logró refugiarse con su familia en una cueva. Entre las montañas construyeron un campamento improvisado donde vivieron durante semanas o meses. Sus recuerdos son borrosos. Como cicatrices físicas queda la metralla de las bombas en algunas estructuras de su antigua casa hoy reconstruida.

 

 

Miércoles, 10 de octubre de 2017

 

Finalmente, después de diez largos días, Puigdemont anuncia que pronunciará el esperado discurso de independencia. En el trabajo estamos todos nerviosos e intentamos no hablar de política para no calentar más los ánimos. En especial los que venimos de fuera y sentimos que no tenemos cartas en el asunto. Uno de los jefes escogió una mala semana para dejar de fumar y nos dice en broma: “No quiero escuchar discusiones políticas. El que traiga una bandera se la quito, la enrollo y me la fumo”. Un helicóptero que no para de zumbar como una mosca sobre nuestras cabezas hace que aumente la tensión.

 

Una compañera me cuenta que se irá temprano para escuchar en vivo y en directo a su president: “Hoy se declarará la república independiente de Catalunya y esto no me lo voy a perder por nada”. Por su parte, otro de mis compañeros opta por el aislamiento: “Voy a escuchar a Julio Iglesias”, dice entre risas mientras se pone sus cascos.

 

Salgo de trabajar y camino rápidamente por la Diagonal hasta la Rambla de Catalunya. Poco a poco empiezo a disminuir el paso distraída por los turistas que toman fotos, por una chica cargada de bolsas de Zara y Mango que observa una vitrina, por un señor que vende revistas y periódicos en un quiosco y por una mujer árabe con un pañuelo que cubre su cabeza y sostiene un cartón que reza: “Tengo tres hijos tengo hambre”.

 

En la taquilla de la estación del metro veo una pegatina del si. Mi mente vuelve a la independencia y acelero el paso para no perderme el discurso. Bajo al andén corriendo, pero el metro se acaba de ir. Un anuncio de la empresa de mensajería estatal llama mi atención por lo inconveniente: “Creer que el metro siempre llega al andén de enfrente. Algo muy nuestro, como Correos”.

 

Llego a mi casa justo a tiempo. Veo el discurso y cuando termina mis padres me escriben por WhatsApp desde Colombia en un grupo familiar: “Papá: Ya se declaró el estado independiente. Mamá: dijo sí pero no, o más bien no pero sí. No entendí”. La televisión muestra imágenes de personas que gritan, lloran, se abrazan y ondean banderas. Pienso en mi amiga celebrando entre toda esa gente.

 

Mientras tanto el grupo Planeta anuncia que traslada su sede social a Madrid y los debates empiezan en las noticias. ¿Qué pasará después, qué hará Rajoy, declarará el 155 e intervendrá el Gobierno catalán, dialogará o hará lo que mejor sabe hacer, es decir, brillar por su ausencia? La pelea encabezada por Rajoy y Puigdemont va para largo y los próximos meses prometen ser intensos.

 

 

Primavera

 

Lunes, 16 de abril de 2018

 

De camino a clases de catalán veo la ciudad cubierta de parafernalia independentista. Hay grafitis y pegatinas por todas partes: paredes, pasos de cebra, botes de basura, estaciones de metro… Ni siquiera la lluvia primaveral consiguió borrar los rastros de la manifestación de ayer, cuando miles de personas tomaron las calles, tiñéndolas de amarillo, con globos, pancartas, carteles y banderas. Entre los diversos líderes de la marcha estuvo Elsa Artadi, la portavoz de Junts per Catalunya (JxCat), quien expresó así la razón de la congregación: “Hoy estamos aquí porque hay 16 personas que están en prisión o en el exilio por defender unas ideas políticas que representan a dos millones de personas”.

 

En clase de catalán somos unos 20 alumnos que venimos de diferentes partes del mundo, como Honduras, Nicaragua, Perú, Venezuela, Marruecos y Pakistán. Uno de mis compañeros es Rodrigo, un psicólogo madrileño, que lleva gafas y el cabello despeinado al igual que su barba. Estudia el idioma porque le gusta aprender otras lenguas. También habla italiano, francés e inglés. Además, porque es una forma de integrarse a la ciudad que le permite tener una mejor calidad de vida: “Yo tenía un trabajo en Madrid, pero peor pagado y con peores condiciones”.

 

Otros compañeros están en la clase para regularizar su situación legal en España. Este es el caso de Hassan, un marroquí de 24 años, alto, con largas pestañas alrededor de sus ojos negros y un pequeño espacio entre sus dientes delanteros que deja entrever cuando sonríe. Me explica que es obrero y para obtener un permiso de trabajo debe asistir a 45 horas de catalán. Hassan quiere obtener este permiso porque le gusta todo, o casi todo, de Barcelona: “Aquí si te vas al médico es gratis. En Marruecos es caro y el sistema público es muy malo”. Saca su cartera y me muestra dos tarjetas sanitarias: “Primero me dieron esta que caduca en 2019, y después la cambiaron por esta que no tiene fecha, ¿y sabes lo que eso significa? Que tengo salud para siempre”. Voltea la tarjeta por lado y lado para comprobarlo: “Ves, no tiene fecha, es para siempre”.

 

Las clases de catalán son una manera de integrar a los inmigrantes sin papeles que llegan a Cataluña, me explica Montse, nuestra profesora. Hoy lleva una camisa roja, azul y blanca con la bandera de los Estados Unidos estampada. Le pregunto sobre la situación política actual y responde: “Te advierto yo soy independentista”, y me enseña el lazo amarillo que lleva amarrado en su bolso como forma de protestar por el encarcelamiento de los políticos. “Franco no és mort, solo lo han camuflado, el Gobierno actual es fascista, nos ha tumbado todas nuestras leyes y no eran para enriquecernos, eran sociales para guarderías, colegios, hospitales”. La situación actual de España le produce vergüenza y ella no quiere seguir perteneciendo a este circo.

 

Por su parte María, de Honduras, ve el vaso medio lleno y se declara enamorada de Cataluña: “En mi país no hay trenes, en mi país no hay tranvía, aquí vine a probar todo eso y me encanta”. Por las mañanas trabaja cuidando personas mayores y limpiando por horas por las tardes. Pronto iniciará estudios de enfermería. Me cuenta que emigró de su país porque quiere crecer profesionalmente aquí: “No es más fácil, es más duro, pero más rápido. En mi país se trabaja y con lo que se trabaja se come. En cambio aquí puedo combinar, trabajar en el día y estudiar en la noche. En mi país si haces algo en la noche vas con miedo, con intranquilidad”.

 

Piensa que el independentismo es un problema político que está contaminando toda la sociedad: “Está arrastrando a la gente, de que la gente no se lleve con otra gente, de que tú tengas tu bandera y yo tenga la mía, está afectando muchas cosas, es una división total”. Le preocupa el futuro de los inmigrantes como colectivo que, en su mayoría, no puede votar y por eso no entran en el radar de los políticos: “Nunca hablan del inmigrante, pienso que si ellos quieren algo de independencia es porque crecerán ellos, el inmigrante importará poco, ya de por sí importa poco, pues ahora con este tema menos”.

 

Angelo, venezolano, el más aplicado de la clase, trabaja como ingeniero en una empresa de grifería y entre sus múltiples planes está hacer un máster en gerencia y dirección industrial. Cuenta por qué emigró de Venezuela: “Soy joven, tengo 27 años y no tengo ningún futuro profesional en mi país. Toda la gente de mi edad se está yendo, a estudiar, a trabajar, a buscarse la vida a otros sitios”. Recuerda que escuchó hablar sobre el independentismo unos meses antes de viajar: “En octubre es cuando ocurren las famosas manifestaciones, las votaciones, el conflicto con la policía, la violencia y las agresiones en las calles, esto llegó a muchos rincones del mundo. De hecho recuerdo que algunos familiares y amigos me decían: tú te vas a ir de tu país que está en conflicto a otro que también está en conflicto”. Afirma que como extranjero que recién llega a España prefiere no meterse en política, ni tomar posiciones, hasta que pueda formarse un criterio propio: “Soy como el invitado que llega a una casa y están los dos hermanos discutiendo. Entonces uno como invitado no llega a meterse en la pelea, uno se queda callado”.

 

En cambio a Rodrigo, el psicólogo madrileño, este conflicto sí le afecta de manera personal y le produce “mucha pena, mucha tristeza”. Añade: “De alguna manera intento no pensar en ello, es algo que me cuesta entender”. Se siente ambivalente, como entre dos mundos, porque no quiere que Cataluña se independice, pero considera que los catalanes tienen derecho a expresar su opinión en las urnas. Debe existir un marco legal, unas reglas de juego, pero estas no pueden favorecer a nadie: “Tiene que haber una legalidad, pero no se puede utilizar esa legalidad como arma defensiva de bloqueo constante y frustrante, sin dar una respuesta real a lo que está pasando, obviando que existen por lo menos dos millones de personas a favor y que hay una población dividida”.

 

Percibe al Gobierno central como corrupto e ineficiente, un mal común que afecta a todos los españoles. No entiende por qué hay personas que le continúan votando sin darse cuenta que los está llevando al abismo: “De momento creo que Cataluña se independizará si seguimos con esta política de no, no, no. Va a ser un camino inevitable”. Continuará el progreso exponencial de los últimos años y de la mano los peligrosos discursos nacionalistas y polarizadores: “Yo el nacionalismo no lo entiendo, ni el de la banderita española ni el de la banderita catalana… Yo me identifico más con esta cosa de no fronteras, no muros, ni entre México y Estados Unidos, ni entre Aragón y Cataluña. No veo el sentido a eso. Sea lo que sea, aprovecharé el momento ahora, esta experiencia que estoy viviendo”. Tal vez en futuro cercano le toque “hacer el pasaporte” para vivir en una ciudad que culturalmente considera igual, donde lleva casi la misma vida que en Madrid, eso sí, excepto por los calçots y alguna cosa más.

 

 

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Vicenç Fisas, reconocido analista catalán de conflictos y procesos de paz, celebró la firma de los acuerdos entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la ex guerrilla de las FARC explicando que lograr un pacto como este no es cualquier cosa y “mucho menos bajo el acecho de la oposición, con la desinformación de los medios, las crisis internas y externas, y en medio de una extrema polarización”. Este acuerdo contiene los cimientos para construir la paz en Colombia, después de más de medio siglo de conflicto armado que ha causado 7,1 millones de personas desplazadas, 260.000 muertos y más de 60.000 desaparecidos.

 

En unos días se celebrará la segunda vuelta de las primeras elecciones presidenciales que definirán el futuro de la implementación de este tratado que ha generado tanta polémica y tiene al país dividido: 49,79% votó a favor del acuerdo, 50,21% votó en contra. Muchos de los ciudadanos que votaron en contra lo hicieron como resultado de una campaña de desinformación y manipulación generada por políticos como Álvaro Uribe, ex presidente y actual senador, vinculado a casos de corrupción y paramilitarismo.

 

Vicenç Fisas también tiene una opinión sobre el conflicto catalán. Para él los máximos cargos políticos, como la presidencia de la Generalidad o del Parlamento, son solo aptos para personas con vocación de servidoras públicas que tienen en cuenta a toda la población, aunque provengan de un partido determinado. No se puede mandar para una mitad y desatender a la otra. “El arte de la política es de una extrema generosidad, una búsqueda permanente del bien común”, no debe agravar y cronificar una situación de polos opuestos en una sociedad ya polarizada y dividida en temas fundamentales. Esperemos que España no caiga en una espiral de odios y divisiones entre buenos, malos, blancos, negros, nosotros, ellos, todo o nada, sin intermedios, ni áreas grises, alentada por unos dirigentes políticos en su lucha por el poder, porque, como bien aprendió el coronel Aureliano Buendía, siempre será más fácil iniciar un conflicto que salir de él.

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