Mientras leía el libro de Ignacio Sánchez-Cuenca La superioridad moral de la izquierda se me hacía presente que yo que lo leía era una mujer, que el libro era muy interesante y que justamente Sánchez-Cuenca escribía con voz propia, como hay que hacerlo. Irremediablemente soy feminista, lo que declaro con la alegría de tener también yo voz propia y con la conciencia de que no puedo sortear esa necesidad.
Las tesis y las demostraciones que encierra este libro giran en torno a la práctica política, práctica en la que, no nos olvidemos, las mujeres somos unas recién llegadas. Nombro algunas de esas tesis: que la política tiene raíces morales que pueden ser trascendentes, que la izquierda tiene valores superiores porque el comunismo es una proyección política del imperativo categórico kantiano, que la no superioridad moral de la derecha la hace, sin embargo, intelectualmente superior.
La trascendencia de la moral, su anterioridad como principio, está en el origen de la política democrática que se nutre de los discursos de la Ilustración, el momento de la autoconciencia de la libertad. Los filósofos y pensadores ilustrados establecieron sus razones para criticar las desigualdades humanas y la falta de libertad, la necesidad de los humanos de tomar sobre sí la tarea de realizar un mundo que se pareciera más a ellos mismos, a lo mejor de ellos mismos, que se alejara del autoritarismo, de la ignorancia, de los dogmas. Y todo ello, como un viento potente, insufló los movimientos revolucionarios que se generaron en América, en Europa. Ahí nace la izquierda, y de ahí nace su sentimiento de superioridad, de esa razón, de esa verdad que se propone encarnar.
Ni qué decir tiene que los pensadores ilustrados fueron varones, con algunas mujeres en torno, con algunas suficientemente fuertes y decididas como para elevar su voz y decir la suya. A veces aspiraron a poco, otras lograron poco, otras fueron acalladas, reprimidas, incomprendidas, olvidadas. Por encima de todo eso, flotó, y aún flota, la opinión, que el propio Sanchez-Cuenca sostiene, de que el discurso ilustrado es universal, o sea válido para todos, hombres y mujeres, de este o de aquel continente, de esta o de aquella raza.
Sánchez-Cuenca apela a una línea de continuidad de la grandeza moral: la regla de oro de la empatía, ya presente en el cristianismo (“No le hagas a los demás lo que no quieras que hagan contigo”) alcanza su formulación filosófica en el imperativo categórico kantiano (“Actúa según una máxima que puedas desear al mismo tiempo que se convierta en ley universal” o “Actúa de tal manera que tomes la humanidad como un fin y nunca como un medio”). Formulación perfecta, si no fuera porque el punto débil está en aquello a lo que se refiere con la palabra “humanidad”. El propio Kant aborda esta cuestión en su famoso escrito ¿Qué es la Ilustración? Comienza su artículo denunciando la cobardía y la ignorancia en la que se encuentran sumidos los humanos: se comportan como menores de edad. Pero esa situación no es necesaria, dice Kant, los humanos pueden atreverse a pensar por sí mismos, no son menores de edad por naturaleza aunque se comporten como tales y por eso pueden salir de esa condición; ahora bien, eso mismo no sucede con las mujeres porque ellas son menores de edad (“la totalidad del bello sexo”, dice Kant, supongo que para dorarnos la píldora) y por eso siempre necesitarán tutores de su desvalimiento intelectual y vital.
Así pues la humanidad que puede liberarse, que puede avanzar, que puede tomar las riendas de su propio destino porque es capaz de pensar por sí misma, organizando la vida social y política de modo más racional y humano, es la humanidad adulta, a la que accederán los menores de edad varones, pero de la que están de entrada canceladas las mujeres porque ellas siempre serán menores de edad.
Se me puede decir que el discurso universalista kantiano puede ampliarse a las mujeres, negando el supuesto de minoría de edad, como las mujeres han demostrado poder hacerlo a lo largo de los últimos cien años, y todo seguiría siendo válido, la Ilustración seguiría siendo un ideal hermoso, nos incluimos en él y seguimos adelante. Y sin embargo tengo mis dudas.
Ya Hannah Arendt, una mujer filósofa, puso en tela de juicio que el imperativo categórico kantiano sirviera como vacuna contra la ignominia, al denunciar que muchos filósofos e intelectuales alemanes, la mayoría de los cuales pertenecían a la escuela kantiana, inventaron sofisticadas teorías para justificar el nazismo. Les bastó negar humanidad a una parte de la humanidad, a saber: a los judíos, homosexuales y gitanos.
También Gramsci puso un contra-ejemplo aplastante: el varón que maltrata, golpea, asesina a una mujer por adúltera actúa de tal manera que desea al mismo tiempo que la máxima que encierra su acción se convierta en ley universal, a saber: que todo varón debe actuar para dejar a salvo su dignidad de varón, castigando a la mujer que la mancilla. Y, en efecto, los varones la han convertido durante demasiado tiempo en ley universal, esa ley no escrita que todavía hoy insufla a veces las sentencias de los jueces. En este caso, el desmentido del imperativo kantiano aún se hace más contundentemente porque las mujeres no somos una parte de la humanidad, somos una cualidad de la humanidad. La humanidad se presenta como varón y como mujer. Un judío, un negro, un homosexual, un africano es antes que nada varón o mujer (y si no lo tiene claro, se planteará cuál es su identidad de género, y si no quiere identidad de género, negará la dicotomía varón/mujer, pero siguen siendo esos los dos sexos básicos de la humanidad).
Sánchez-Cuenca habla del libro negro del comunismo, en el que estarían consignadas todas las barbaridades que se han hecho en nombre del comunismo. No se podría escribir un libro negro del machismo porque sería el libro del mundo, la Historia. Por eso creo que la superioridad moral que cree la izquierda poseer se redimensionaría con sólo pensar en lo que durante estos dos últimos siglos han hecho y han justificado los varones socialistas y comunistas en cuanto a su relación con las mujeres. Y eso es bueno, es muy bueno, porque si seguimos el razonamiento de Sánchez-Cuenca la causa de la inferioridad intelectual de la izquierda se encuentra en sus excesos de ideologización, y si tomamos el punto de vista de Íñigo Errejón, en su prólogo a este libro, la derrota de la izquierda hay que atribuirla a la creencia de que existe una verdad moral anterior a la política.
La ideología, dice el autor, es una especie de guía para la acción. Sin duda, en abstracto, que unos valores morales indiquen qué se debe hacer y cómo se debe hacer nos parece una cosa valiosa. El problema es que esta guía ofrece sus líneas y propuestas de acción como un paquete de propuestas, solidarias unas con otras. Si analizamos el conjunto de esas propuestas no encontraremos argumentos válidos para sostener que necesariamente tienen que ir juntas. ¿Por qué –se pregunta Sánchez-Cuenca– una persona de izquierdas tiene que estar a favor del aborto y de los impuestos progresivos? Su respuesta se basa en las ventajas que tiene para el individuo poder orientarse y organizarse en el mundo, y eso lo facilita la adhesión a una ideología. Aunque no emplea la palabra pertenencia creo que está describiendo este fenómeno: la seguridad, la fuerza, la tranquilidad de pertenecer a un colectivo ideológico, de poder decir nosotros. La filósofa Simone Weil sostenía que las ideologías eran doctrinas, dogmas, como los de una iglesia y por eso se atrevía a llamar a los partidos políticos “pequeñas iglesias profanas”. Esa apreciación está en sintonía con lo que Sánchez-Cuenca expone, a saber, que cuanto más ideologizada está la persona, más segura de su percepción del mundo se vuelve, más intolerante se muestra con los que están fuera de su “iglesia”, y es más incapaz de recibir información que no sea la que confirma sus prejuicios (y para ello, internet es un instrumento diabólico).
Pues bien, la solidez de los principios morales en los que se asienta la ideología de izquierdas, la superioridad moral de la que se creen investidas las personas de esa ideología, la razón que siempre piensan que les asiste, tiene como resultado la debilidad intelectual que se muestra en no investigar situaciones ni soluciones a los problemas por fuera de lo que ya saben y consideran verdadero. La derecha, por el contrario, menos interesada en trascender este mundo y luchar por otro mejor, no corre el peligro de ideologización extrema y se vuelve más pragmática, más partidaria de poner en funcionamiento, por ejemplo, institutos de ideas e innovaciones, think tanks, encargados de estudiar los procesos económicos. La izquierda acaba por saber poco de economía y no consigue transmitir a los votantes la seguridad de que sabrá gobernar los asuntos importantes.
Sánchez-Cuenca ofrece una solución: considera que la socialdemocracia se encuentra a mitad de camino entre la trascendencia moral de la izquierda que desea superar los límites de lo existente y la actitud de la derecha que se conforma con gestionar lo que hay, haciendo una política de la inmanencia. No lo voy a discutir, sino que quiero hacer pensar en algo más o en algo distinto. El mundo plural del feminismo es transversal porque revisa justamente esos paquetes cerrados que las ideologías elaboran. Una feminista estará a favor del aborto, pero puede disentir en cuanto a los impuestos progresivos. Lo que el último 8 de marzo hizo visible fue justamente eso. La pluralidad del feminismo es una garantía de que no incurrirá en el defecto que hace fracasar a la izquierda, el de sentirse en posesión de la verdad.
Pero lo quiero decir con las palabras de Errejón, que elabora a su modo los tres ejes por los que tiene que discurrir una política ganadora que no renuncia a cambiar el mundo.
Uno, hay que enamorarse de la trascendencia, entendiendo por trascendencia la capacidad de imaginar un mundo que justamente trasciende los límites de este. Pero es fundamental que sepamos pensar un mundo que también se parezca a las mujeres, por supuesto que a lo mejor de nosotras mismas, y no sólo a los hombres. Porque nosotras somos otra cualidad de lo humano.
Dos, no hay que creer que existen principios morales generales cuya posesión determina una situación de superioridad. La Historia y la experiencia de las mujeres nos ha hecho a las feministas muy escépticas con los grandes principios, ninguna iglesia ha tomado en consideración la libertad y la felicidad de las mujeres, tampoco las “iglesias profanas” de izquierdas.
Y tres, la verdad no pertenece al mundo de las ideas sino al de las realidades políticas, las verdades terrenales. Una de esas verdades terrenales que nos puede hacer sentirnos orgullosas es que la revolución feminista no ha dejado tras de sí ni un sólo muerto, quizá justamente porque nunca ha tenido en mente una idea abstracta.
El libro se declara como ensayo. Un ensayo es un ejercicio del pensamiento. Nada puede gustarme más que esa idea de experimento, de prueba, que está encerrada en esa palabra. Escribir con libertad –lo decía Foucault y lo pueden decir todos aquellos que lo hacen– es una actividad crítica del pensamiento, para ver si es posible pensar de otra manera, pensar otra cosa. En eso estamos.