“La peste, otra majestad,
ven y pódanos por todos lados
y su cosecha promete ser hermosa:
ella deambula y se enfurece, día y noche,
golpea los azulejos con una pala
¿Qué hacer? ¿Dónde encontrar ayuda?”
Alexander Pushkin, Banquete en tiempos de la peste
“Humana cosa es tener compasión de los afligidos”
Bocaccio, Decameron
1. Bloqueo sobre bloqueo
Esta peste ha venido a agravar nuestro mal endémico, el del país partido en dos. Ahora, aún partido en más trozos. Hemos estado bloqueados para lograr un gobierno y la actual situación está lejos de solucionar el problema. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo en estas circunstancias tan difíciles, que exigen dejar a un lado ideologías y prejuicios, nacionalidades y reivindicaciones, no tendremos remedio ni como sociedad ni como país (aunque para algunos sea un conjunto de países). En este contexto siempre me acordaré de Melchor Rodríguez, el ángel rojo –del que escribí un libro e hice un documental–, que en plena locura de la Guerra Civil se dedicó a salvar la vida de sus enemigos. Era anarquista, pero salvó a miles de personas de derechas, porque puso la vida por encima de la ideología. Ojalá tuviéramos ese mismo espíritu, en vez de utilizar todo como arma arrojadiza. Los responsables primeros de lo que ha pasado, de ese caos en el sector sanitario, han sido los gobiernos anteriores de derecha, pero también ha habido imprevisión, torpeza y otros factores achacables al gobierno actual y a los de varias comunidades, que han agravado el problema. A todos se les infló la boca alardeando de que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo mientras que enfermeras y médicos tenían que emigrar a otros países europeos ante los míseros sueldos, los pobres equipamientos y la falta de oportunidades. De acuerdo, el responsable último ha sido la política de ajuste de déficit impuesta por Europa (y no nos olvidemos, firmada por el PSOE y el PP que la incluyeron en la Constitución), pero dentro de esas políticas otros países europeos han dedicado el doble del porcentaje del PIB al sector sanitario, a diferencia del nuestro, donde, además, imperan 17 sistemas sanitarios, uno por cada comunidad autónoma, que al menos al principio, no han estado coordinados. Era patético ver cómo competían entre ellos por las mascarillas y las pruebas de detección en los mercados internacionales.
Siempre he creído que no nos merecíamos los políticos que teníamos, aunque a veces dudo de eso y, en realidad puede que sean nuestro propio reflejo. En una sociedad fragmentada, compleja, donde impera el individualismo y el egoísmo del pequeño clan, enfrentar estas crisis con posibilidades de éxito en un tiempo razonable lleva aparejado que funcione la solidaridad entre todos, no la competencia o el reproche. Una vez más, es la ciudadanía, la gente anónima –la inmensa mayoría, no la que presume en estas fechas de comprar ropa por mensajería– la que está dando el do de pecho y sacando al país adelante. Otra cosa es que tanto en las redes como en algunas tertulias de medios de comunicación aparezcan expertos de todo tipo. Es el síndrome del cuñadísimo, o del entrenador de la selección nacional: todo español lleva uno dentro, ya se sabe.
Esta crisis, tan total, puede ser una bendición a la vez que una maldición para un gobierno. Me explico. Cualquier cosa que haga será criticada, todo estará mal, pues no tendremos perspectiva hasta dentro de mucho tiempo. En algo, desde luego, se fallará en esta situación excepcional, nadie lo haría perfecto. Aunque una cosa son las torpezas, evidentes, que se cometen –Alberto Garzón diciendo que había bajado el tema de los juegos, la insensibilidad del ministro de Cultura, etcétera– y otra la impericia o la oportunidad. Los apóstoles de la derecha se olvidan a conciencia de que, si no se ha actuado antes, ha sido por razones económicas, por no parar un país, mientras no se tenía la certidumbre y la naturaleza del peligro. En Italia ocurrió lo mismo. La presión de la patronal, sobre todo de la zona de Bérgamo, la de mayor concentración industrial del país, con los políticos, evitó que se tomaran medidas drásticas hasta que ya era demasiado tarde y el número de muertos era escandaloso. Eso, espero, quedará sobre su conciencia.
Pero si hay algo que contamina más que el virus, es Vox. No se puede ser más ruin, caer más bajo en la escala humana. Les importa un bledo el sufrimiento de los demás y este país, no tienen más que odio y suciedad en la cabeza. Viene al pelo una frase de alguien al que estoy leyendo en el encierro: “Una de las grandes atracciones del patriotismo es que da realidad a nuestros peores deseos” (Aldous Huxley, Ciego en Gaza). O la de Samuel Johnson (1709-1784), una de las citas más utilizadas e interpretadas de la historia: “El patriotismo es el último refugio de un canalla”. Johnson (qué distinto de otro, de nombre Boris), un gigante de las letras inglesas diferenciaba entre el verdadero amor a la patria del falso patriotismo que muchos han esgrimido en muchos tiempos y lugares para ocultar y ocultarse tras sus propios intereses. Veo la foto de la Gran Vía y los ataúdes arteramente manipulada por Vox (que entre otras cosas que parecen nimias, roba la fotografía en la que se basa el montaje a un profesional que ya lo ha denunciado) y no sé realmente ya a qué puede recurrir esa extrema derecha, que no es un problema político, sino siquiátrico, o sicopático, para soltar su basura ideológica. Espero, deseo con todas mis fuerzas, como el resto de gente normal de este país (independientemente de su ideología) que las maldades que han escupido les pasen factura y les hagan retroceder, poco a poco, a la cloaca llena de inmundicias de dónde han salido. Si hay que tener distancia social para la profilaxis, lo que deberían hacer los hombres y mujeres de este país con buena voluntad es aislarles para siempre, que se cuezan en su propio jugo. Lo siento, quizás no merecían tanto espacio, ha sido un desahogo.
2. Confines
“Del uno al otro confín”, decía ‘La canción del pirata’ de Espronceda que aprendí en mi infancia. Confines, extremos del mundo, rincones exóticos y lejanos. Hoy, otra palabra derivada de la misma raíz se ha convertido en habitual de nuestro vocabulario: confinamiento, que quiere decir exactamente lo contrario. Encerrados en un espacio pequeño, en un tiempo en bucle, en un sinfín de cosas que parecen no tener fin. Esos son nuestros confines ahora, y para alguien como yo que, aunque sea muy andariego, pasa mucho tiempo en casa, leyendo y escribiendo, no suponen mayor problema. Al menos, durante un tiempo. Pero está claro que estos confines son barreras, fronteras, contenedores, que encierran en ellos lo que contienen, y que solo pueden burlarse con la imaginación, con un ejercicio que los supere, como un dron mental: nuestra mente se eleva, como si se tratara de un vuelo astral, en este caso un vuelo confinal.
Lo peor es el confín mental, un peligro alimentado por las aplicaciones que están ahora mismo en la mente de muchos gobernantes. Volviendo a la canción del pirata: “Que es mi barco mi tesoro, / Que es mi dios, la libertad, / Mi ley, la fuerza y el viento, / Mi única patria, la mar”.
En cualquier caso, la imagen del pirata de Espronceda era la de un héroe romántico, cuyo máximo valor es la libertad, más que hacer presas. Los piratas actuales están muy lejos de ese cliché, son más bien gente perversa, carroñera, que se alimenta de lo peor de la condición humana y ve negocio donde hay muerte, confusión y, sobre todo, miedo del que obtener provecho.
3. Anda suelto Satanás
Citando una canción maravillosa del recién desaparecido Aute, permítanme compartir una imagen en estos momentos: el diablo abriendo los tejados de las casas madrileñas para mirar en ellas, en El diablo cojuelo. Personaje legendario de algunas zonas de España, es un diablo travieso, el espíritu más rebelde y díscolo del infierno, al que no meten en vereda ni sus propios compañeros demoníacos. Su leyenda afirma que es el inventor apócrifo de danzas, música y literatura picaresca y satírica. El primero en levantarse en rebelión contra los cielos y en caer a los infiernos, con lo cual soportó sobre sus lomos la caída de sus congéneres, de ahí que le dejaran algo tullido y con el apodo de Cojuelo. Quizá por el recuerdo de ese aplastamiento es un diablo veloz y ágil, aunque no por eso se escapa de ser invocado en los conjuros de las brujas. El dramaturgo Luis Vélez de Guevara recogió sus andanzas en el siglo XVII, reflejadas en refranes, que destacan su faceta más galante, propiciadora de gozos, quereres y malas pasiones. Todo eso me viene a la cabeza porque ese demonio saltarín está actuando dentro de muchos hogares. (El sexo es una buena alternativa para liberar estrés). Es posible que como resultado de su acción se produzcan en todo el mundo una oleada de nacimientos a finales de este año y principios del siguiente. En ese caso sería como si la naturaleza quisiera equilibrar a los que se han ido, como si Némesis, la diosa de la desmesura, intentara paliar los efectos de la muerte, la gran segadora.
Pero también será cuestión de divorcios, separaciones, incapaces de resistir la presión de una convivencia prolongada y con estrés. No es cuestión baladí. El amor, el sexo y el desamor van a estar flotando en el aire, más que un virus, cuando se acabe la cuarentena y por fin, demos la bienvenida a la primavera en nuestra sangre, aunque sea tardía, más bien veraniega, casi otoñal.
4. Película y películas
A veces pienso que estoy dentro de una película, creo que es algo común a muchos estos días, el estar dentro de una distopía, como si hubiera caído dentro de El ángel exterminador, de Luis Buñuel, en la que un grupo de gente de la alta sociedad mexicana se queda encerrada en una mansión sin poder salir y sin razón aparente, simplemente no pueden franquear la puerta. En este caso la razón es un bicho microscópico. También se mezcla La ventana indiscreta y películas de encierro y reclusión, es inevitable. Y en mis noches de insomnio o en mis pesadillas –es difícil dormir bien con el mundo patas arriba–, algunas escenas de Nosferatu, de Werner Herzog, esas del banquete final que parecían inspiradas en el Banquete durante la peste, de Pushkin. Aunque puestos a elegir, preferiría ser Steve McQueen en La gran evasión.
5. Estirar el tiempo
Y de pronto, el tiempo comenzó a correr de otra forma. A veces parecía desbocado, tragedia tras tragedia, número a número escalando posiciones en la escala de la muerte, ranking macabro de imposible seguimiento sin angustia. En ese tiempo llegaban noticias de muertes de familiares de amigos, de contagiados cercanos, compañeros de yoga, una antigua pareja, diversos amigos, que se superponían a las noticias, a los informes, a los reportajes. Cantidad y calidad. Iban muriendo personas y personajes conocidos, junto con la plebe de los anónimos, esos ancianos de las residencias, que impresionaban, por su desamparo, por su soledad, por haber quedado inermes ante la amenaza, que se sabía que iba a buscarles.
Otras veces el tiempo se remansaba, cuando se apagaba la televisión, cuando enmudecía el teléfono, reducido al silencio, costumbre defensiva ante la llegada masiva de mensajes. Iban los mensajes como por oleadas, sin razón aparente, salvo las alas del miedo o de sus secuelas que transportaban esos gritos, esos susurros, esas llamadas que servían para situarnos, para situar el mundo, para anclarlo, como los afectos. Cuando el tiempo se hacía elástico llegaban los recuerdos, y aparecían imágenes, y la memoria era un meandro laberíntico donde transitar y recorrer con lentitud, degustando maravillas pasadas, evocando otros espacios y otras épocas.
Tiempo elástico, nunca tan relativo su paso en el corazón de todos nosotros.
6. Estado de aporía
No, no estamos en un estado de alarma, sino en un estado de aporía, de perplejidad creciente y militante. Cuando se quiebra todo bajo nuestros pies, o el cielo puede caer sobre nuestras cabezas. A los fans de Ásterix y Obelix seguramente les suena esta última frase. Y el hecho es que es rigurosamente histórica. Unos mercenarios galos fueron llamados por Alejandro Magno para felicitarles por su valentía en el combate y preguntarles qué era lo que les había motivado. Alejandro suponía que lo que más valoraban era haber luchado bajo sus órdenes, pero los galos, se ignora si con la ayuda de la poción mágica o no, respondieron: “No tememos a nada salvo a que el cielo se caiga sobre nuestras cabezas”. Ahora, hasta eso es posible. Muchas consecuencias veremos en el tiempo que se avecina, pero una, la primera quizá, no desdeñable, es que todo puede suceder: estallidos sociales, guerras, empobrecimiento general, hambre, injusticia, pérdida de libertad, un meteorito que caiga sobre la Tierra… (Pasa cerca el día 29, creo que la oposición le va a echar la culpa al gobierno, por no haberlo previsto). ¡Y uno que creía que ya no tenía tanta sensación de asombro! La vida, desde luego, te da sorpresas.
7. Las tensiones controladas
En eso se basaba la sociedad democrática y de mercado en la que vivíamos: las tensiones controladas. Se admitía cierta pugna, cierto dinamismo conflictivo no sólo entre clases (cada vez más desdibujadas de las clásicas del marxismo: burguesía y proletariado) sino entre sectores de las propias clases, entre individuos y colectivos, entre partidos, funcionarios, instituciones. Todo dentro de un orden, sin cuestionar el poder omnímodo del dinero. El peligro, para nuestro mundo más cercano, es que las tensiones se descontrolen, que empiece a saltar todo por los aires con el miedo y el convencimiento de que muchos creen que ha llegado el sálvese quien pueda. Lo que es un error, porque aquí nos salvamos todos o nos hundimos todos. (Negrín, el último presidente de gobierno republicano lo dijo así al final de la guerra y tampoco funcionó: se hundieron todos). Por mucho que se salve uno individualmente, lo que hay que salvar es cierta organización, cierto orden social, cierta humanidad. En una posible sociedad donde mande el más fuerte, el que más dinero tenga, el que más controle, no quedará nada por lo que merezca la pena vivir. Y ya que estamos en eso, es algo muy preocupante lo que pasa en Estados Unidos, esa compra masiva de armas. Supone que se cree que el verdadero enemigo es el prójimo, en vez del virus. Perversión de un sistema que ha exacerbado hasta el delirio el individualismo y el neoliberalismo, un determinismo social que puede matar más que la enfermedad.
8. Pérdida de memoria
Perdemos la memoria, toda una generación que sobrevivió a la guerra y al fascismo. Es increíble cómo han caído, de un golpe, muchos de esos referentes de la memoria colectiva, niños de la guerra de España, Rafael Gómez, el último superviviente de la Nueve, tantos testigos del pasado inmediato. Esta es también una reflexión sobre la manera en la que tratamos a los más mayores, a los que poseen esa trayectoria, esa perspectiva, que, desde luego, ya no es productiva, pero que sigue siendo muy rica para la sociedad. La propia dinámica del sistema siempre los ve como una carga, como alguien que disfruta de una pensión que se les sigue racaneando, después de toda una vida de sacrificios. Los aparcamos en residencias, los sacamos de la circulación, como si su tiempo ya hubiera periclitado y no fueran capaces de ofrecer nada. Una generación que nació sufriendo una guerra, que sufrió una postguerra y una dictadura, y que, en democracia, han sido los primeros en caer porque no se les ha protegido lo suficiente. Esa es una de las consecuencias más terribles de la crisis. No hemos sabido proteger a nuestros mayores, porque no protegemos la vida pasada, la vida consumida, la vida ofrecida a una comunidad con trabajo y dedicación. Vivimos más en el futuro que en el presente y mientras, olvidamos el pasado. Ley del eterno retorno, Sísifos perpetuos…
Lo peor de todo es no poder enterrarlos con la dignidad que se merecen. Ese duelo inexistente, del que se lamentan ahora muchos, es el mismo que han sufrido los familiares de las víctimas de la Guerra Civil y la postguerra. Un duelo suspendido desde que los asesinos se llevaron a su familiar y lo abandonaron, tras asesinarlo, en algún lugar ignorado. Nuestra cultura es una cultura que da importancia a la muerte, y exige que los que caen sean dignamente enterrados, donde pueda celebrarse su memoria y se pueda acudir a poner unas flores. Hoy, ni eso se puede. Espero que los que se oponen a la recuperación de los cuerpos de los caídos en la Guerra Civil que aún están en las cunetas y en el campo, piensen también en ese duelo postergado, en esa dignidad que se les debe.
9. Hoy me siento blues
Ha sido mi refugio en días duros y difíciles, el blues. Siempre lo defino como una canción triste que hay que cantar con alegría. Música hecha por gente que fueron esclavos, que saben lo que es sufrir durante generaciones, que todavía sufren, de muchas maneras (no hay más que ver cómo están cayendo los afroamericanos en Estados Unidos, como los hispanos, las etnias más vulnerables por posición social). No nos pueden quitar la alegría, ni el virus, ni los políticos, gobiernos, multinacionales, los poderes fácticos y oscuros, lo peor del corazón humano. Ya basta de tanto dolor. Tengo el blues. El corona blues. Y es contagioso. Cantemos esta canción triste con la alegría de los vivos, para despedir a los muertos, para curar nuestro cuerpo y nuestra mente.
Hablando del blues, ha sido otro de los asideros, el poder ver y degustar, durante el encierro, la serie Treme, sobre la reconstrucción de Nueva Orleans después del Katrina. Algo de lo que se puede aprender. Aquello fue una catástrofe natural, aumentada la violencia del huracán por el cambio climático y el fallo criminal de los diques y estructuras anti inundación de la ciudad. En la serie, trufada de una inmejorable música de Nueva Orleans –swing, rhythm&blues, blues, jazz, etcétera– una serie de personajes, con un guion magnífico, pretenden salir adelante, sacar la cabeza y recomponer y recomponerse, con todas las dificultades (falta de ayuda estatal, delincuencia, especulación). Los poderes públicos siempre van por detrás de las necesidades de los ciudadanos, como podría pasar aquí, y en el fondo, solo quieren salvar su culo y su responsabilidad. Y lo peor, siempre vendrán buitres a sacar partido de la carroña. No sé por qué esto me suena tan cercano.
10. Conciencia
La vida no tiene ética ni moral, somos los seres humanos, las sociedades, las civilizaciones, quienes las hemos creado, quienes hemos jugado con ese concepto, como los de justicia, equidad, reparación, dignidad. Pensamos en la vida con una construcción y un andamiaje ideológico en el que se mezclan los conceptos cristianos, marxistas, filosóficos o morales. A nada de eso atiende la vida. Hay que pensar si realmente su función, ese milagro en este planeta –que no nos olvidemos no es más que una mota de polvo azul flotando en un universo inabarcable–, desde que apareció, es crear conciencia del ser, de nuestro papel en ese escenario infinito donde somos criaturas finitas.
Degradados de la realidad, nos han mandado al cuarto de pensar por un buen rato. Pero somos chiquillos traviesos, volveremos a las andadas, aunque quizá los tocados por las alas del ángel de la muerte y que se han salvado de su fatal abrazo, cambiarán su visión y su misión en la vida.
11. Centro de gravedad
Con tanta información nueva y cambiante –por ejemplo, sobre el origen del virus, aún hay sospechas de que ha sido creado en un laboratorio chino y que ha pasado a la población de forma accidental, me niego a creer que sea intencionada, eso sería un horroroso crimen–, es difícil tener un centro de gravedad permanente, como dice la canción de Franco Battiato, en este imperio del bulo y la confusión, y la falta de información. Sea o no culpa de los chinos, está claro que han mentido –también lo hicieron con otro virus anterior, el SARS–, no sólo en el número de casos (se sabe que las incineradoras de Wuhan han trabajado de manera intensiva) sino en la fecha de aparición. Los cálculos hablan de que podría estar circulando desde agosto pasado. El profesor Agustín Estrada-Peña, de la Universidad de Zaragoza (Departamento de salud animal, facultad de veterinaria), en uno de los mejores textos que están circulando sobre la crisis –y que debieran leer todos los del síndrome del cuñadísimo y entrenadores de fútbol– cree que va para largo y que acabaremos infectados todos, pero también que se puede producir una inmunidad natural o que, en un plazo prudencial, llegue la vacuna.
Escribir es la manera que tengo de enfrentarme a una realidad difícil, hiriente, cuando, además, lo que se pide es una actitud pasiva. Menos mal que se han inventado los aplausos desde los balcones y ventanas, que canalizan parte de la emoción y la frustración: así pensamos que estamos haciendo algo, que el sonido no cae en el vacío, que los ruidos llenan las calles, que, aunque están a nuestros pies, permanecen ajenas a nuestra presencia. Se pasea por ellas como el que hace una incursión en territorio enemigo, mirando de soslayo a los que nos cruzamos, no solo por la distancia, sino por la sospecha. ¿Qué hará fuera, qué pensará que hago yo? Viandantes en busca de comida o medicamentos que nos miramos como escapados de un sueño o una pesadilla, náufragos en el vacío de una ciudad que aguanta, como puede, la respiración. Los que pasean con perros no cuentan. Nunca como hasta ahora los ignoramos, privilegiados de tener un animal y la posibilidad de salir. Escribir pues, como antídoto, más que para curar la soledad, como intento de explicación, como notarios de nuestros cambios, la curva de nuestro ánimo, que a veces parece estar desbocada y otras aplanada, como la del contagio del puto bicho.
A pesar de que algunos virólogos lo desaconsejan, por los virus que pueden saltar al aire, los aplausos sí sirven, al menos a los sanitarios, empleados de tiendas, mercados y supermercados, transportistas, miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, agricultores, profesores, creadores, etcétera. Todos los que están trabajando y exponiéndose para que todo siga adelante, para que la vida de un país no se detenga, para que todo sea más llevadero.
12. Cristalización del dolor
El dolor como catalizador. Todos sabíamos que la sociedad era injusta, que la riqueza del mundo estaba mal repartida, que había mucho sufrimiento generado por lo material, o por ser más preciso, con la falta de lo material en muchos colectivos, naciones, zonas geográficas. En nuestro mundo, y sobre todo en España, esta crisis no ha hecho más que agudizar esa sensación, y aunque se ha suavizado por el poder del Estado, que ha puesto a disposición de los ciudadanos una buena parte de sus recursos, deja de manifiesto la sensación de que no es posible volver a la misma casilla de salida, que hay que cambiar ciertas reglas del juego, un sistema que prima el dinero, la acumulación, la injusticia en suma. No es que yo crea, a estas alturas, en la bondad natural del ser humano, como decía el enciclopédico Jean-Jacques Rousseau, y que la sociedad le corrompe. A menudo hay tantos sinvergüenzas, criminales y gente insolidaria entre los más desfavorecidos como entre los privilegiados. Es la condición humana, recurrir al crimen, al atajo, la corrupción, para obtener ventajas. Pero eso no quita para que se debiera limar, al menos, las aristas más duras del sistema, que se intenten equilibrar las injusticias. Veremos a ver si es otra esperanza frustrada. El dolor, a este respecto, ha sido un catalizador, el fermento de una reacción química de algo que parecía estar en el aire, en las mentes, en el corazón de cada uno. Pero el dolor lejano es menos dolor. El que hiere, desde luego, es el cercano, cuando puedes sentir la punzada de la pérdida. Y no sólo de los seres queridos, sino de otras pérdidas, aunque no sean tan agudas o lo sean temporales, como la libertad, el trabajo, las relaciones…
Es un hecho que cualquier situación de esta índole se magnifica cuando el dolor es múltiple. Aquí no se diluye el dolor en la tragedia de los otros, antes al contrario, aumenta por una parte, aunque por otra, esta sensación de muerte repartida hace el dolor más soportable. Contaría a este respecto, una anécdota de cuando cubría la guerra del Líbano para TVE, con mi gran compañero, el operador de cámara Evaristo Canete. En esos tiempos de guerra, la verdadera tragedia para las familias libanesas era que alguien muriera de un accidente de automóvil, cosa bastante común en una ciudad en la que todos apretaban el acelerador por esas calles vacías para escapar de las bombas.
Todo tiene un tiempo. Sabemos que la situación es extraordinaria y temporal, que tiene una duración determinada. De eternizarse sería otra cosa, se insensibilizaría la gente –como ocurre en las guerras a las que no se ve un final– el dolor se enquistaría y no afligiría tanto.
Esa multiplicación que supone el dolor está flotando en el viento y es tan persistente como el virus, esa emoción que sube a la garganta y que nos hace estar sensibles muchos momentos del día y con muchas cosas, sobre todo con la generosidad, con la valentía, con el desprendimiento, con el sacrificio. De todos esos valores este pueblo ha dado sobradas muestras a lo largo de la historia, sobre todo en nuestro último siglo. Lo extraordinario vivido por todos tiene una épica, algo en lo que estamos inmersos y a la vez la sensación de que nos sobrepasa, de que está por encima, de que nos hermana en su complejidad, en su vastedad emocional.
La diferencia de estos días respecto a las primeras semanas del estado de alarma es que ya hemos recibido esas noticias, hemos hablado con esos amigos que han perdido a sus seres queridos, que viven en un momento de dolor, solo mitigado por las oleadas de cariño que reciben. Pues si ya el hecho de la muerte –por más que lo sepamos y lo supongamos sobre todo en la generación que nos precede– es una onda que nos remueve todo, la certidumbre de que no vamos a tener esas imágenes de despedida es absolutamente demoledora.
De todas maneras, y esto funciona con los desastres naturales, en los accidentes de transporte con muchos muertos, la oleada de cariño, comprensión del dolor, reconforte y empatía hacia los sufrientes, hace que esa pena se mitigue un tanto.
Cierro aquí este capítulo. Hay muchas notas más, muchos apuntes, pero el tiempo dirá lo que tiene salir o lo que no. De momento, como diría Kapuscinski: “un día más con vida”. Valoremos ese milagro.