Corría el año 1938 y en Europa eran los días de los nacionalismos delirantes, de las certidumbres incontrovertibles y de los simbolismos totalizantes, como los que habían definido, estilísticamente, los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, documentados con fidelidad estética y envidiable viruosismo por Leni Riefenstahl en su Olympia. Precisamente allí, en las que se conocen como las Olimpíadas de Hitler, se habían reconciliado, más por motivos financieros que de cualquier otro tipo, las posturas del Comité Olímpico y de la FIFA, permitiendo el regreso del fútbol a los Juegos, por primera vez desde la aparición de la Copa Mundial de Fútbol, en 1930.
En aquella oportunidad, Italia, siempre de la manos del gran Vittorio Pozzo, había conseguido la medalla de oro, tras disputar la final en el Estadio Olímpico de Berlín ante 85.000 espectadores contra la selección de Austria, hermana amateur de aquel Wunderteam de Hugo Meisl, y entrenada oficialmente por el innovador Jimmy Hogan. Cabe destacar que Austria no ha debido llegar tan lejos en el torneo, pues en los cuartos de finales se enfrentaron al combinado peruano, con el “Mago” Valdivieso entre los palos, y el “Lolo” Fernandez y Alejandro Villanueva al ataque, quienes remontaron un 0-2 inicial para empatar a 2 en 90 minutos, y luego encajar cinco goles más durante la prórroga, de los cuales tres fueron anulados. Pero pocos minutos antes del final algunos hinchas peruanos, extáticos por el triunfo (4-2) de su selección, invadieron el terreno de juego, por lo que el árbitro, Thoraif Kristiansen, suspendió el encuetro y decretó que habría que jugarlo nuevamente.
Era la Edad de Oro del fútbol italiano, el cual, organizado según el método del autocrático Pozzo, había conseguido ya las Copas Internacionales de 1930 y 1935, y también la Copa Mundial de 1934. Aquellas victorias, así como la de los Juegos Olímpicos de 1936, las había conseguido la squadra azzurra vistiendo su tradicional azul rey, y, a partir del ’34 una camiseta azul celeste. Sin embargo, en la Copa Mundial de 1938 la selección nacional se vio obligada, por órdenes directas de “Il Duce” Mussolini, a vestir el negro que tradicionalmente identificaba a los militantes de su grupo armado.
De hecho, el mundial del ’38 tiene una naturaleza que trasciende al fútbol: esa copa fue un esfuerzo más político que deportivo. En teoría, le correspondía a América (y concretamente, a Argentina, que era la gran potencia en producción de futbolistas de la época y que poseía, salvo Inglaterra, los mejores estadios del momento), pero la situación política en Europa era crítica y Jules Rimet, siempre fiel a sus principios fraternizantes que dieron pie a la primera Copa Mundial de Fútbol de 1930, decidió organizar el torneo en Europa, concretamente en Francia, con las esperanzas de fortalecer las relaciones diplomáticas.
Evidentemente, la ingenuidad de esos muchachos era superior, pues pensaban que a Hitler lo iban a apaciguar con un Mundial. !Figúrese! Lo cierto es que ni Argentina, ni Uruguay, que eran los grandes sudamericanos, participaron. De hecho, es probable que de haber asistido eso dos equipos a los Mundiales del ’34 y el ’38, Italia no tendría cuatro copas mundiales.
Pero la historia es como es, e Italia, en realidad, era la mejor selección de un torneo al que las grandes potencias de la época, exceptuando a Hungría y a Checoslovaquia, no acudieron. España se encontraba en medio de una Guerra Civil, y Austria había desaparecido por el Anschluss. De hecho, la cosa fue tal que participaron selecciones como Cuba, Indias Neerlandesas (Indonesia) o Noruega. La Alemania Nazi, bajo el mando del mítico Sepp Herberger, fue derrotada en la primera ronda por una Suiza que ya jugaba al “Catenaccio”, con un líbero por detrás de la línea defensiva. En tanto, Brasil, con el gran Leónidas da Silva, lograba conseguir protagonismo por primera vez: La anécdota cuenta que en un partido de primera ronda contra Polonia, que ganó Brasil 6 a 5, Leónidas jugó un rato descalzo, hasta que el árbitro se dio cuenta y le mandó a ponerse los tacos.
El próximo encuentro de “La Canarinha” sería de los más violentos jugados jamás en competiciones del mundo: conocido como ”La batalla de Burdeos”, Brasil se enfrentaba en cuartos de final contra uno de los favoritos, Checoslovaquia, y, ante la superioridad técnica de los eslavos, apeló por la violencia. No habían pasado 15 minutos y Zezé ya había visto la roja por una entrada sobre Oldrich Nejedly, quien acabaría el encuentro con una fractura. Fracturado también salió el gran portero Checo, capitán de la selección y uno de los grandes de todos los tiempor, Frantisek Planicka. El partido terminó con un empate a 1 y una ronda de puñetazos que le costó la roja a Riha (Checoslovaquia) y a Machado (Brasil). Pero Brasil, con Leónidas, pudo más en el partido de repetición que una Checoslovaquia sin Planicka ni Nejedly.
Fue precisamente en otro encuentro de los cuartos de final, entre Italia y Francia, en el que Italia se vería obligada a cambiar su azul celeste por las camisas negras de Mussolini. El resultado fue favorable para Italia, quien se convertía en el primer seleccionado en eliminar al equipo de casa en la historia de los Munidales, tras vencer a Francia 1-3. Italia volvería a su celeste característico para la semifinal contra Brasil, en la que el once carioca perdería sin Leónidas, y también para la final, contra el otro gran equipo del torneo: Hungría. Para esas alturas ya no importaba quién ganara el torneo, la verdad –el mundo se encaminaba hacia una trágica encrucijada y declarar a Italia bicampeón del mundo no iba a cambiar nada al respecto.