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De experiencias lésbicas va el asunto

“A mi lo que más me gusta es que me coman el coño”. Con esta frase comenzó nuestra conversación sobre sexo. Marta lo dijo a bocajarro, pillándome totalmente desprevenida. Estábamos en Menorca, en una cala de ésas del anuncio de la cerveza Estrella Damm que son tal y como aparecen en el reclamo publicitario: un paraíso. Me gusta ir a Menorca en verano: adoro sus playas limpias, sus aguas color turquesa, sus perro flautas (que hay muchos), pseudo hippies y demás tribus entre las cuales siempre hay tíos buenos, de esos que no te complican la vida y con los que se puede pasar un buen rato jadeando. Pero lo que iba. Resulta que un día, cuando a punto estaba de recoger mi toalla, libro y demás enseres playeros, se puso a mi lado un grupo de chicos que acudía a la playa a la mejor hora: la del atardecer. Llegaban muy animados, con varias mochilas con bebidas y un buen rollo que invitaba a quedarse. Así que, como sólo llevaba unos días en la isla y mi sonar aún no había detectado ningún tío bueno de los que hablaba anteriormente, decidí quedarme. Intenté proseguir mi lectura (la magnífica Tigre Blanco, del indio Araving Adiga) pero sus conversaciones sobre las relaciones hombre-mujer me lo impidieron. Que si no voy a seguir con él porque ya no es lo de antes, que si después de estar toda la noche invitándola a copas, la tía se marchó a su casa y me dejó con el calentón, que si no hay quien les entienda… Los chascarrillos terminaban en risas y las carcajadas eran contagiosas. De esta forma me uní a ellos, para divagar sobre lo complicadas que resultan las relaciones humanas, sobre los deseos frustrados, lo que esperamos del otro, los egoísmos, los miedos… Enseguida congenié con Marta: tenía más o menos mi edad, era de Barcelona y trabajaba en un laboratorio científico intentando averiguar cómo entraban determinados virus en las células. Se podrán imaginar que a mí, modesta plumilla, el tema me pareció fascinante. Fueron pasando las horas y la cerveza corría rápido de mano en mano. También los porros, de hachís, que la marihuana siempre me ha generado dolor de cabeza. Ojo: que fumásemos sustancias alegales y bebiésemos no significa que fuésemos los responsables de ninguna catástrofe, que luego la gente se confunde: ve a unos hippies fumando en la playa y se les acusa de provocar un incendio.

Bien entrada la noche algunos nos bañamos desnudos en el mar algo que yo no hacía desde mi juventud cuando en las noches de verano bajaba con mis hermanos y primos al río del pueblo a lo que denominábamos le bain de minuit, el baño de medianoche, un acontecimiento que con el paso del tiempo acabó convirtiéndose en un ritual.

Refrescaba y los cuerpos iban acercándose de forma natural, en busca del calorcito de la piel ajena. Marta y yo seguíamos enfrascadas en todo tipo de conversaciones: la manida crisis, las desigualdades entre los países, nuestras relaciones con los hombres y, por supuesto, el sexo. “A mi lo que más me gusta es que me coman el coño”, dijo Marta. Yo pensé, “anda, qué casualidad, como a mi”. Contaba la chica que su último amante era un hacha en lo que a sexo oral se refería: por lo visto, cuando el tío le comía el coño lo hacía con tal maestría, metiéndole la lengua y la nariz de tal forma que le hacía ver las constelaciones: las conocidas y las todavía por descubrir. En una ocasión tuvo incluso un orgasmo cromático (he de buscar en San Google el término, para ver si es científico, en todo caso, así lo definió ella). Estaba él reconociéndole con la lengua los ángulos de su sexo cuando a ella le llegó el orgasmo, tan intenso que abrió los ojos y vio que el techo del salón del apartamento que él tenía en la playa estaba pintado de un bonito color azul marino. Al terminar la faena ella le dijo: “qué bonito el techo” pero él no pareció entender. Entonces Marta levantó la vista y comprobó que el firmamento estaba pintado de un anodino blanco… “No lo pude explicar, pero es la única vez que me ocurrió”, confesó mientras le daba otra calada al porro.

Y en éstas nos encontrábamos cuando, sin previo aviso, deslizó su mano bajo mi vestido playero para acariciarme las tetas. Sus dedos jugueteaban con mis pezones, ya erectos, mientras acercaba generosa su boca a la mía. Para mi sorpresa, yo, que de experiencias lésbicas ando bien corta, empecé a mojarme y en ese momento recordé las palabras de un amigo experto en juguetes eróticos quien me confesó que la mejor mamada de su vida se la había hecho un chico. Y argumentó: “Nadie mejor que un tío para conocer la verga de otro tío”. Total, que esa noche yo pensé: “Bueno, pues quizás tenga razón y nadie mejor que una tía para conocer la vulva de otra tía”. Y, debo confesaros queridos lectores/as (si es que hay alguno por ahí) que, parafraseando a mi amante de esa noche, fue “la mejor comida de coño de mi vida”. Y lo digo a pesar de ser manifiestamente fálica.

Bienvenidos de nuevo a mi blog. Espero que hayan descansado durante el verano y que hayan follado mucho y a ser posible, bien. Gracias por seguir ahí y no olviden que la verdad siempre supera a la ficción y que ésta, muchas veces, no tiene por qué ser autobiográfica. El próximo lunes, más.

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