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De Garrincha, el segundo de Pelé

 

A diez semanas del comienzo del Mundial de Brasil 2014 hacemos entrega de la primera de una serie de diez entradas, una semanal, que nos llevará a las puertas de la fiesta inaugural el 12 de junio. En esta ocasión rendimos tributo a una de las figuras más curiosas en la historia del fútbol, no solo brasilero sino mundial: Garrincha.

 

Garrincha, 1962

 

Bautizado como Manuel Dos Santos Francisco, Garrincha fue un fenómeno de esos que solo se pueden explicar o describir sobre la base de su rareza. Hijo de la más abyecta pobreza (nada raro en el mundo del fútbol brasilero), sufrió de desnutrición y polio en su infancia, lo cual le generó deficiencias físicas y mentales. Aficionado al tabaco y –como su padre– al aguardiente, Garrincha firmó con el Botafogo en 1953 a los 20 años de edad, ya casado y con hijos. Jugaría para el equipo carioca hasta la temporada de 1965-66, alzándose con el título tres veces y desarrollando una rivalidad legendaria con el Santos de Pelé, en lo que se convirtió en el clásico carioca-paulista de la época.

 

Porque si Pelé era el guapo, el súper héroe, el emblema de Brasil, Garrincha estaba, sencillamente, mal hecho: tenía las piernas arqueadas (ambas en la misma dirección, hacia la derecha), la pierna derecha más larga que la izquierda y los pies torcidos, y sufría, además, de un retraso que con algo de generosidad podría tildarse de ligero. Fue por ello que algún hermano, quién sabe si con algo de ternura, malicia o un poco de todo, lo apodó garrincha, el nombre que se le da en Brasil a un ave pequeñita, poco vistosa y torpe que habita en la selva de Mato Grosso.

 

A pesar de su enorme talento, se podría afirmar que Garrincha nunca llegó a ser un verdadero futbolista en el sentido profesional del término. De hecho, es probable que jamás llegara a entender cómo se jugaba al fútbol en equipo, pero decir que era habilidoso con el balón es rendirle un homenaje al adjetivo y dejar corto de cambio al bueno de Garrincha. Un portento por la banda derecha, hacía y deshacía con el balón a placer, a menudo regateando hasta al arquero para, en lugar de marcar el gol, devolverse, esperar la llegada de un zaguero o que el portero se levantara, y seguir regateando. Un loco genial que, en el fútbol moderno de metas claras, métodos racionales y contabilidad estricta, no jugaría ni en el equipo de una fábrica. Pero en Brasil en los años 50 y 60 fue conocido como «la alegría del pueblo», porque la afición, el brasilero pobre y apasionado, es decir la mayoría del país, no solamente se identificaba con él, sino que lo idolatraba.

 

Es famosa la anécdota del Mundial de Suecia ’58, cuando el director técnico de la selección, Vicente Feola, dio entrada a un jovencito de 17 años llamado Edson Arantes do Nascimento en el tercer partido de la canarinha en aquella competición contra la URSS, tras haber empatado a 0 con los ingleses. Lo que a menudo se ignora es que al mismo tiempo que Feola dio entrada en el 11 inicial a Pelé, también abrió paso a Zito en medio campo y a Garrincha en el ataque. En aquel momento nació el dúo fantástico Pelé-Garrincha, con el que la selección brasilera no volvería a perder uno solo de los 40 partidos en los que habría de alinearlos. Lo que es más, no sería hasta ocho años más tarde, en la derrota contra Hungría en 1966, cuando Garrincha llegaría a perder su invicto con la nacional en el último de los 60 partidos que disputó vistiendo la camiseta de Brasil.

 

Y eso que, de haber sido por los preceptos establecidos por los dirigentes de la federación, Garrincha nunca hubiera participado en el Mundial de Suecia y, quizás, nunca hubiera jugado para la nacional. Desde hacía tiempo su compañero del Botafogo, Nilton Santos, el carrilero izquierdo de la selección, lo había propuesto para el equipo, pero cuando Garrincha tomó el examen psico-físico ordenado por el técnico Vicente Feola para determinar si sus jugadores tenían la capacidad de jugar en equipo, Garrincha apenas llegó a conseguir 25 puntos. La puntuación mínima para pasar el examen era 130.

 

Afortunadamente para Brasil, para nosotros, pero sobre todo para Garrincha, Nilton Santos logró convencer a Feola de que convocara al patituerto, quien jugó (y ganó) el Mundial del ’58, se convirtió en titular indiscutible en la selección y tuvo su momento de gloria cuatro años más tarde, en el Mundial de Chile ’62. Porque hay personajes de reparto –como Falstaff o Gatúbela– que exigen una tribuna propia en la que actuar de protagonistas. Para Garrincha esa tribuna la propinó la lesión que Pelé sufriera en el partido contra Checoslovaquia, el segundo de Brasil en el campeonato. A partir de ese momento, Garrincha se hizo de las riendas del equipo, y se convirtió en la máxima figura del torneo. En Inglaterra todavía se recuerda, con una mezcla de nostalgia, pesar y admiración, el golazo de 20 metros que les marcara en el encuentro de cuartos de final que finalmente perderían los ingleses por tres goles a uno. Ese tipo de disparo, desde fuera del área con el empeine y efecto hacia adentro, lo que en inglés se llama banana shot y en tantos países sudamericanos chanfle, era una de las armas más características del juego de Garrincha. Sin embargo, su firma personal y aquello por lo que será recordado –acaso como el mejor– fue siempre su regate, aquel pasatiempo inocente y divertido que lo acompañó toda su vida, desde la más profunda necesidad en su infancia, pasando por la fama y la gloria de su carrera como profesional, hasta llegar, casi predestinadamente, a la indigencia en la que murió en 1983, víctima de su alcoholismo –vamos, víctima de sí mismo.

 

Garrincha tuvo catorce hijos, nueve de ellos con su primera esposa, Nair, uno con la cantante Elza Soares, con quien contrajo matrimonio en 1968, y cuatro con amantes en varios países del mundo. Aferrado apasionadamente al balón, su gran amor, el fútbol le ofreció más de lo que jamás había imaginado: le ofreció una vida. Garrincha aceptó la dádiva y la vivió como quiso siempre jugar al fútbol, despreocupado y a rienda suelta.

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