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De haberlo sabido

 

 

Mi tío abuelo murió joven. Era bombero y a los treinta y tres años –la edad de Cristo, como siempre recordaba mi abuela– salió por la puerta de casa y ya no volvió a entrar. Esta historia nos la contaba mi abuelo a mi hermano y a mí cuando éramos niños. La imagen era clara: un hombre que se despedía al mediodía, después de comer, y no volvía a su hora habitual. En realidad no regresaba nunca. En esta parte de la historia mi abuelo se quedaba pensativo y decía.

 

No os podéis imaginar lo que es eso. No despedirse de alguien. Aún ahora –habían pasado ya cuarenta años– hay veces en las que espero que vuelva a entrar por esa puerta.


Mi hermano y yo nos quedábamos mirando la puerta. Angustiados. Sin llegar a entender lo que nos quería decir con eso. En el tono de aquella historia se adivinaba una inquietud que no se relacionaba con la muerte propiamente dicha sino con la extrañeza y la desolación que producía la irrupción de lo inesperado. De lo irreversible.

 

Pero todo esto no es un tema nuevo. Lo de las despedidas viene de lejos. La literatura, por no salir de mi zona de confort, está llena de cartas póstumas a personas que ya no pueden leerlas. Mensajes dentro de una botella que no llegan al destinatario. Me imagino que todas estas cartas se escriben para tener la sensación de que se ha dicho lo que no se dijo en su momento. Como si las palabras pudieran ganarle un pedacito a la muerte.

 

He intentado –sin éxito- buscar el nombre de un libro que contaba una anécdota muy representativa. Una madre se separaba de su hijo en Auschwitz. Nerviosa, reprendía al niño porque no se había hecho bien el nudo de los cordones de los zapatos. Pero luego, ya nunca volvía a ver a su hijo. Años después, habiendo sobrevivido a los campos de concentración, decía que no podía olvidarse de los malditos cordones. No se perdonaba por haberle regañado. “De haberlo sabido”. Pero claro. No lo sabía, era imposible.

 

Recuerdo a esa madre a menudo. Cuando me enfado con alguien a quien quiero me viene esa frase a la cabeza. También en los funerales. De hecho, este fin de semana, un amigo que acababa de volver de un funeral, contó que había sido de los más bonitos en los que había estado. Se trataba de un hombre muy mayor y todos sus hijos y nietos salieron a contar anécdotas.

 

Hubiera sido genial que él hubiera escuchado todo eso. No sabes lo feliz que hubiera sido.


Tenemos la manía de dejar las cosas para cuando es demasiado tarde. Los entierros son emotivos, claro. Pero, ¿no estaría mejor que le hubiéramos dicho a esa persona que ya no está todo eso antes de que se muriera? A veces escucho esos discursos y me pregunto si toda esa gente sabía en vida lo mucho que la gente los quería. Porque cuesta decir las cosas, claro, sobre todo si son emotivas, cursis, pero cuesta más no hacerlo.

 

Cuando voy a casa de mi tía abuela siempre me quedo observando la puerta. Sé que mi abuelo lo sigue haciendo. No solo porque en la vejez se vuelva la vista atrás constantemente sino porque también, en la cómoda de la entrada está esa misma foto: la de un hombre joven sonríe. Escucho a mi abuelo diciendo que no se acostumbra, por mucho que haya pasado el tiempo, a que su íntimo amigo y cuñado no vuelva un buen día a entrar por allí. Como en una especie de truco macabro. Como un Wakefield cualquiera.

 

De haberlo sabido…

 

Y yo le digo que no podría haberlo sabido. Entonces él me responde, casi a modo de testamento, que me acuerde de despedirme. Que nunca se sabe. Y yo me apunto un recordatorio: que digamos de vez en cuando todos los discursos que nos reservamos para los funerales.

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