De héroes…
Qué duda cabe que desde la antigüedad los héroes fueron modelos para los seres humanos. Aquiles y su cólera fueron cantados por Homero. Lo más digno de loa no fue seguramente que aniquilase a muchos troyanos, ni siquiera que matase a Héctor, sino su dolor inmenso cuando murió, poco antes, su querido amigo Patroclo, y su piedad para con los dioses. Casi todas las polis griegas fueron fundadas por héroes. Después de la creación de cada una de ellas, un culto religioso se generaba en torno a cada uno de sus fundadores. Por su parte, las hazañas de Hércules decoraban muchas de las casas y mansiones romanas. Muchos de los doce trabajos de Heracles, su equivalente griego, consistían en enfrentarse a un ser monstruoso y aniquilar a un animal o semi-animal. Heracles/Hércules encarnaba la afirmación orgullosa de la condición humana, por parte materna. No solo su fuerza fue alabada, sino su pericia e inteligencia.
Ya en el siglo XVII, Baltasar Gracián, como lo mostró hace unos años con finura Benito Pelegrín, montó toda su ética, a lo largo de sus magistrales libros de aforismos, en torno al héroe, un héroe que ya distaba mucho del héroe de la antigüedad, pues era ya un héroe-persona, aunque también algo maquiavélico y nietzscheano avant la lettre, virtuoso y animoso, arrojado y prudente, esquivo y cultivador de sí mismo, para luego desmontarlo, al final de su vida, en su novela El criticón. Ya no era un héroe semidivino, ni tampoco un héroe guerrero por encima de todos, sino alguien que tenía que contar siempre con las dobleces y trampas de las relaciones sociales. Más tarde, Hegel encomió el papel de los grandes hombres, como forjadores de la historia universal: Alejandro Magno y Napoleón, en especial. Iban montados a lomos de un caballo enfebrecido y el resto de los humanos solo podíamos intentar evitar ser aplastados por los cascos de sus pezuñas. Thomas Carlyle, embriagado de ampuloso romanticismo, ya a mediados del siglo XIX, trazaba una genealogía de los héroes, desde el Odín vikingo hasta nada menos que el fundador de la reforma, Lutero, todo muy nórdico y protestante, y se lamentaba ya del ocaso de su influencia. Emerson, en los Estados Unidos, mucho más democrático, extendía el concepto de héroe a los grandes escritores y filósofos de la cultura occidental y les otorgaba bastante menos ímpetu belicoso. El heroísmo —afirmaba él—“consiste en obedecer al impulso secreto de la personalidad de cada uno”.
En España, ya en el siglo XX, durante la Primera guerra mundial, Luis de Zulueta, republicano, krausista y admirador de Unamuno, propuso un heroísmo a los jóvenes, en el que la búsqueda y el cultivo de sí mismo primaba sobre los elementos más guerreros y viriles. Para Zulueta, los jóvenes, en la edad heroica por antonomasia, tenían que consagrarse a cultivar su alma, a hacer de ella una obra de arte, en línea con lo que Jacob Burckhardt había sostenido sobre los genios del Renacimiento italiano. Si éste era el único “egoísmo” que concedía, reconocía al mismo tiempo que mientras la humanidad arrastrase habitualmente “una vida mezquina, baja, obscura”, y fuese la guerra la que viniese a sacarla de ese “marasmo”, la guerra sería “inevitable”, la guerra sería necesaria, porque —añadía—“sin heroísmo la humanidad no puede vivir ». La contradicción era insalvable. Un heroísmo “egoísta” se contraponía a otro “heroísmo” (supuestamente desinteresado) en bien de la patria, de los demás congéneres. Décadas más tarde, Fernando Savater, en su impagable La tarea del héroe, nos invitaba a dejarnos llevar por el afán de aventura, por la voluntad inalienable y desatada de cada uno. “El héroe es el hombre que quiere”, nos decía. Y lo que tiene que querer es ser “irrepetible y único”.
Eran héroes de andar por casa, en zapatillas, por mucho que fueran extremadamente estimulantes, y ya no en sandalias aladas o con las espuelas bien afiladas, como fue otrora. Pues bien, aquella edad de los héroes, incluida la de estos más prosaicos, parecería hoy en día agua pasada. La gloria se nos he deshecho en las manos, aunque de lejos la podamos ponderar en su debida medida, como la arena por nuestros propios dedos. ¿Qué actos realmente gloriosos sacaremos de Gaza e Israel, incluso de Ucrania? Tal vez acaso, la de la población civil que resiste con encono y perseverancia. Pronto, si no ya ahora, tendremos robots que decidan a quién matar, sin decisión humana alguna. Es estremecedor. Creo que en Ucrania los están probando ahora empresas norteamericanas. Y, por lo demás, ya ni siquiera confiamos en la voluntad individual como sempiterno elixir de nuestras estrechas e irremediables vidas.
Los héroes, blandiesen una espada o hiciesen uso de sus virtudes más atrevidas y desinteresadas, habían sido siempre modelos de conducta, de excelencia. Eran seres casi sobrehumanos, muy alejados del tráfago cotidiano, del día a día de las personas humildes, anónimas, de esas “vidas minúsculas”, como dijo Pierre Michon en su conmovedora e inolvidable novela, que constituyen la inmensa mayoría de la humanidad. El héroe podía ser magnánimo y generoso con otros grupos étnicos, y al mismo tiempo, permitirse ser impenitente y cruel con los mercenarios griegos del ejército persa, como Alejandro Magno. El héroe, en cualquier caso, exigía unanimidad admirativa. No podíamos más que admirarlo todos. Nadie podía ser héroe para un grupo, para unos pocos; solo podía ser para la nación entera, para la humanidad. La hegemonía heroica tal vez produjo el olvido de los humildes, que forjan también a su manera la historia. Generó gritos de victoria, admiración, aleluyas, alaracas, homenajes en masa, juegos florales, certámenes, cenas de agasajo…Al lado, en la trastienda, en la cocina, había hombres y mujeres anónimos trabajando.
Hoy en día las generaciones que en unos cuantos años nos jubilaremos serán tal vez las últimas que han tenido “héroes” de andar por casa, pero de inmensa importancia en nuestra vida personal.
¿A quién admiramos hoy en día? ¿A quién homenajeamos? Damos premios a los vivos, a los grandes artistas, filósofos, escritores, científicos, en general más que merecidos, pero, tal vez, nos falten figuras que marquen indeleblemente toda nuestra época. El panorama actual —al menos en su superficie más visible y espectacular—es una época llena de excéntricos, idiotas, salva patrias y payasos, que dirigen países importantes; de caraduras, bocazas, pagados de sí, narcisos patéticos, ocupando horas y horas de televisión, todo lo cual ofrece una saturación tal de idiotismo que no parece invitar mucho a los jóvenes a emular a ninguna persona de interés. Cantantes vestidas de majorette, con guitarra al ristre, raperos, tiktokeros que mueven su cuerpo al compás de ritmos inanes, ricachones descerebrados, influencers que no influencian en nada sino solo en vender productos, no pocas veces en los límites de la legalidad…Millones de jóvenes, que no son precisamente la minoría mayoritaria válida, admiran a todos estos personajillos, sin olvidar a futbolistas que, en la mayoría de los casos, no tienen otra cosa de la que enorgullecerse que pegar bien a un balón.
El panorama es desolador. Pero ¿algo ha cambiado en profundidad? Recuerdo que Alberto Jiménez Fraud, en una de sus primeras cartas, se quejaba, a principios del siglo XX, de que los jóvenes españoles, salvo honrosas excepciones, eran adictos al casino de su localidad, a las cartas, a los prostíbulos y al alcohol…
Es difícil no ser, en cierto sentido, algo nostálgico de aquellos héroes, tanto de la época épica, la de Homero, como de la época “prosaica”, la de Zulueta, al menos de algunos de ellos. ¿Cómo no defender, con uñas y dientes, como mínimo, la admiración, como motor de nuestras vidas?
Confieso que de niño tuve un hermano al que admiré. Confieso que Félix Rodríguez de la Fuente fue mi héroe, el héroe de tantos niños y, me supongo, niñas. Hablaba con gracejo, hondura y facundia, en un castellano sencillo y genuino. Describía la vida de los animales salvajes con auténtica devoción, poética y científica. Las imágenes que nos mostraba eran bien hermosas, aunque las viésemos en blanco y negro. Creo que la primera vez que lloré, agazapado en mi cama, en la oscuridad, por una persona a la que nunca había conocido, fue por el gran Félix, cuando su helicóptero —maldito sea— se estrelló en el frío suelo de Alaska.
Tal vez si hubiese vivido en tiempos de Alexander von Humboldt, otro ídolo mío, cuando era ya joven, me hubiera dedicado a ser naturalista, recorrer el planeta y todos sus continentes, recopilar plantas y organizar herbarios, escribir en una mesita plegable, en medio del Orinoco, para, meses más tarde, subir al Chimborazo. El montañismo, una pasión que no me ha abandonado… Ser escritor y científico, al mismo tiempo, reunir lo que la modernidad ha escindido en compartimentos cada vez más separados. No podía serlo. Seguramente, ya no se podía llegar a ser eso, a fines del siglo XX. No he sido ni lo uno ni lo otro…Más tarde, ya en la Universidad admiré mucho a Michel Foucault, sus libros, pero también su gran capacidad de convicción y seducción dialéctica, su personalidad radiante, su lucidez sonriente, dionisiaca, sin perder un átomo de cordialidad. Y poco después a Gilles Deleuze, algo más a sus libros que a la propia persona, mucho más discreta, pero bastante más enigmática que la de su amigo.
Pero, en fin, ¿todo ellos eran héroes? Félix, Alexander, Michel, Gilles…En cierto sentido lo fueron para mí, el común denominador de los cuatro, con tonalidades diversas, claro está, pues los admiré en edades diferentes. Los héroes, en sentido global, han podido eclipsarse, pero me resisto a creer que nuestra capacidad de admiración haya desaparecido totalmente. Admirar no es algo irracional. No es un deslumbramiento, ni una ceguera. Aunque, algo de ello tiene que tener porque si no admirásemos a alguien, no admiraríamos a nadie. O, mejor dicho, es porque “ad-miramos” a alguien que a los demás los miramos, más o menos atentamente. La admiración es siempre selectiva. Solo uno se deja llevar por ella y no todos. Es un movimiento de trascender nuestro estrecho reducto, de ir a algo que nos supera, a lo que nunca podremos alcanzar, pero que quisiéramos acercarnos, aunque sea un poquito. Admirar es ya, en cierto sentido, comenzar a aprender. Nuestra condición humana es la de extraer en la vida algo que destaque, algo que nos tire para adelante, nos guíe y nos conduzca hacia un territorio que, muy oscuramente, al principio, presentimos que puede ser el nuestro. Es cierto que mucha gente no ha admirado a nadie en particular. Pero se me antoja pensar que esas personas, de una manera u otra, tuvieron que dirigir su mirada a alguien, fuese real o no, fuese santo o no, para seguir silenciosamente su vida.
François Azouvi acaba de escribir un libro que no vi reseñado en ningún sitio, ni comentado por nadie, pero que me parece bastante importante, después de haber finalizado su lectura. Se titula Del héroe a la víctima: la metamorfosis contemporánea de lo sagrado y lo ha publicado la prestigiosa editorial parisina Gallimard. De este autor había leído con provecho algunos de sus libros, en especial sobre dos figuras tutelares de la filosofía y de la cultura francesas, Descartes y Bergson. Uno de ellos lo cité incluso en un artículo mío. Su perspectiva es la de una filosofía de la cultura, amplia, atenta a los matices. Cuando vi de repente este libro, perdido en un pequeño resalte en donde estaban algunas de las novedades —intuyo—menos importantes para la librería, me llamó la atención, primero por el autor, al que conocía, y enseguida por el título. Este parecía decirlo casi todo: habíamos pasado de una comunidad articulada en torno al culto de los héroes a una sociedad magnetizada por la centralidad de la víctima. Esta transformación, que la intuía ya antes, ahora la veo mucho más clara, terminada su lectura. Como en todo buen libro, esta clarificación no quita que deje muchos interrogantes en el tintero, algunos de los cuales trataré de verbalizar, y que destile una inconfesable desazón, que será más difícil de explicar. Veremos todo ello en detalle en el próximo ensayito, que saldrá muy pronto.
Le Mans, a 2 de noviembre de 2024.