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Novela por entregasDe hoteluchos

De hoteluchos

 

El inicio de esta obra que rezuma más verdad que un diccionario actualizado se produjo el 27 de agosto de 2013, día en el que, ya sin Flower, dejé mi apartamento camboyano –no hay nada mejor para la toma de decisiones que los cambios de pareja o los ceses de las mismas– para incrustarme en un indecente tugurio que costaba siete dólares la noche sito a espaldas del Pontoon, un antro putero-discotequero donde el Grupo Tóxico se mueve como pez en el agua –yo en sus días también hacía mis pinitos, pero acabó por aburrirme–.

 

La habitación, la última de la primera planta que estaba alojada en su único pasillo exterior: desasosegante; con agujeros y manchas de semen en las paredes, con toallas que no secaban, con una televisión de la época prehistórica que nada más entrar clausuré dándole la vuelta a la misma –si no lo hacen nunca sabrán qué se siente cuando al estirarte en la cama, que estaba jodida y blandengue, se aprecia en vez de la pantalla al tubo catódico del emisor del año de la Polca, como si de una huelga pública o censura sin igual se tratara–, y un baño tétrico donde la bañera, en vez de sacar la cara sobre aquel espacio, lo acaba hundiendo aún más, a causa de las costras que dominaban todo lo que en realidad debería haber sido un simple e higiénico plato de ducha.

 

Y en aquella mesa que cojeaba, junto al televisor clausurado, comencé esta obra que nunca supe si iba a llegar hasta aquí, aunque ahora que veo su evolución aseguro que llegará a su finalización, aclarando lo que pocos se atreven a hacerlo: una relación amorosa única explicada con pelos y señales, con babas y orgasmos, con golpes y abrazos, con sueños y dilemas: un homenaje que aunque pudiera sonar a nauseabundo es la obra poética que desde el suelo más se alza hasta el cielo, tocando la estratosfera, que era lo que llegué a sentir con una Flower que en aquellos días era sólo un tsunami de recuerdos.

 

Por supuesto, el trayecto de tocar a recordar no es cómodo. Por lo que por mi cabeza atrofiada se me pasaron todo tipo de ideas macabras, de orgías sinuosas, de acontecimientos violentos, donde lesbianas reprimidas atoraban de droga a mi amor o amigas del alma la mantenían en vela y en vilo por amenazas ficticias de suicidio. Y mientras tanto, paseaba por Phnom Penh sudado hasta la nausea. Y llevaba Trasañejo, que poco a poco iba facturando y levantando al personal de nuestros asientos para aplaudir una obra que aunque no fuera de arte les generaba satisfacción. Porque para el que no lo sepa follar y cocinar, si ambos géneros se realizan bien, son los mayores placeres que recibe el hombre y la mujer. Y en ésas estaba. Luchando por subir al cielo. A la misma estratosfera. Y eso que cargo con un vértigo horrendo. Y ahora que lo pienso… tuve hace una década una amante británica, adorable, casi artista, dulce, de mirada asesina, que me dijo una de los mejores halagos que yo jamás he recibido: “Mi novio come y tú cocinas, mi novio lee y tú escribes”. Era rubia como esas rubias que salen fotografiadas en las revistas de corazón. También me volví/nos volvimos locos. Le escribía poemas en servilletas de cafeterías sin rancio abolengo mientras ascendía para luego acabar cayendo, como tantas y tantas veces ocurre.

 

Una de las primeras noches, llegando al hotel, descubrí en cuatro minutos qué tipo de guiso se cuece en Phnom Penh, exactamente en los aledaños del hotel donde pernoctaba y me duchaba –a veces escribía, pero casi siempre era forzado por las circunstancias de aquella aberración que en teoría riega de creatividad a los escritores: el alcoholismo y la penumbra dentro de un zulo sucio–, donde se exhiben a niñas de catorce años subidas a ciclomotores a los que cualquiera con veinte dólares se las tira –¿y las ONG? ¿O es que yo era el único que se daba cuenta?–; a decrépitos anglosajones tatuados hasta el entrecejo que beben cervezas calenturientas tumbados en sus camastros con las puertas abiertas y las teles encendidas, como esperando un milagro que no fuera yo; y al trasiego de chinos con meretrices al borde de la muerte, enjutas y alarmantemente blanquecinas, como decidiendo que es mejor morir matando que sentadas en la silla anexa a la camilla del hospital. La de recepción –la hija gorda de la gorda madre– me daba las llaves con odio y debía ser porque era el único que llegaba al hotel a solas y con una botella de Próximo, el vino que sin querer publicitarlo –porque no se vende en España; sólo se exporta– me valió para iniciar este trayecto literario que uno a otros tropecientos proyectos diferentes en una especie de sadismo escritor que en vez de acabar conmigo me eleva hasta los altares. Aquella noche, por cierto, uno de los clientes del hotel, que si no tenía ochenta años tendría ochenta y uno, se masturbaba frente al televisor con la puerta abierta de su habitación, contigua a la mía. Juro que lo que sonaba eran los informativos de la CNN.

 

Mientras Flower aparecía sólo en mi memoria, pero nunca en mi retina, que casi se desprendía sin su presencia, comencé un discurrir obtuso en donde basculé entre llamarla o perder la capacidad de dormir. Sorprendentemente mi última acción violenta –“No me llames más, me tienes hasta la polla”– surtió efecto; cuando la realidad de un enamorado es la contraria; como los locos: uno espera que al decirle no quiero verte ella se plante cada noche en casa, cuando ya ni vivía en mi casa ni ella sospechaba mis señas, tan cercanas a esa cloaca para expatriados llamada Pontoon, donde ella debió pasar más de una noche sintiéndose querida por toda esa morralla del Grupo Tóxico y algún que otro listo que viéndola –la conozco como si la hubiera parido: cualquier ser humano beodo o drogado pasa a esa dimensión donde todo vale– debió pensar que todo el monte es orégano. Y aunque esta frase suene a chiste, y sin saber si la he adjuntado anteriormente a esta obra literaria purista, Flower, mi bosque fornido, mi milagro con olor a jungla, mis piernas inverosímiles, me juró que hizo el acto durante toda su vida –a esa hora tenía 32 años y a esta 33– con ocho o nueve personas. Para un enfermo como yo ayuda el saber que tu chica no se había acostado con el Circo Ruso, que en cada pueblo se asienta con la idea de calar entre sus pobladores. Pero en el fondo el pasado es historia y el presente era el problema, con una distancia real que por primera vez se generaba, yo escabulléndome de sus zonas de influencia y ella desapareciendo por completo de las mías, en una especie de acuerdo tácito sórdido, porque al final cada uno –y el tiempo lo demostró- pensaba en el otro hasta límites insospechados. Una noche me llevé a la habitación a una meretriz a la que le faltaban tantos dientes que al descubrirlo –la noche y el alcohol ciegan más que siete desprendimientos de retina­– la invité a marcharse, descubriendo que mi pasión putera con mi cabeza infectada de sus imágenes y recuerdos ya era anécdota. Pura anécdota. Eso no quita para que en medio de ese lodazal de Rodríguez alguna que otra extraña señora acabara despertándose junto a mi sombra: porque yo cuando me despierto junto a gente desconocida soy la sombra de mí mismo, que empapada de ese recuerdo mañanero repleto de arrepentimiento, no hacían más que atorar mi  cabeza de daños y perjuicios, de vómitos y arcadas, de recuerdos tan imborrables que  cuando quería olvidarla sabía que solamente una buena pedrada en la sien podría cumplir su cometido.

 

 

Joaquín Campos, 11/06/14, Phnom Penh.

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