Al enano le gustan los helados.
“No puedes comer helado, tienes alergia”.
“Mentira, sí que puedo”.
“No puedes. Tienes alergia”.
“Que sí que puedo”.
“Que no…”.
[…]
Y así, hasta que el enano piensa.
“A ver, el helado no tiene legumbre. Y la alergia al huevo ya la he superado”.
“Ah. Entonces sí que puedes comer helado”.
* * *
Arcadi Espada escribe hoy sobre el Camba menos cambiano, el que escribió ‘Haciendo de República’. La República fue para Julio Camba el fenómeno más desmoralizador de su vida, según Arcadi, que lo cita: «Antes, cuando la República no era nada lo significaba todo para nosotros. Significaba al mismo tiempo el paraíso, la hipotenusa, el Viaducto, la órdiga, el tártaro, la intemerata y el verbo. Ahora, en cambio, cuando lo es todo, no significa absolutamente nada».
Tanto han mencionado los columnistas a Camba en estos meses de redescubrimiento que se le ha puesto cara de comodín. O de un «insignificante humorista». Camba para los Caballeros Literatos con un Asiento en la Tribuna, que yo me quedo con Pla y ‘El advenimiento de la República’:
Encontrar a don Julio Camba me llena de satisfacción. Le pregunto por las ilusiones diplomáticas que tenía semanas atrás. Me mira entre irónico y entristecido. Cuando le hablo de la gran cantidad de nombramientos de altos cargos llevados a cabo y de embajadores nombrados, todavía se entristece e ironiza más:
—¡No! —me dice—. No he sido nombrado. Al parecer, hay otro criterio. ¿Usted me comprende?
Le pregunto cuál es, según él, este criterio —si puede saberse, claro.
—El criterio consiste en volver a las andadas. Nombrar a los de siempre…
Le recuerdo que han nombrado a muchos intelectuales para las embajadas.
—En realidad, todos son intelectuales. Los intelectuales han triunfado totalmente. Y esto será la muerte de la República. Los intelectuales no saben más que escribir libros y papeles. No saben nada de nada. El relumbrón de la letra impresa, generalmente copiada, se ha impuesto. Antes en las embajadas había unos viejos routiers administrativos que sabían el sistema. Ahora, nada: ignorancia total, sistemática y definitiva.
—Entonces, usted, señor Camba, ¿no ha sido considerado intelectual?
—No, señor. He sido considerado un insignificante humorista…
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El culo de Casillas en la cara de Wert. Quizá sea ese el estado de la nación.
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Sonido de violines, de violonchelos, y una voz que lleva la Ópera a la Calle Preciados. Ellos tocan, vestidos con camisas ajadas. Me recuerdan a la prudencia de los mayores, que en los pueblos perdidos de España se resisten a cambiar la boina por la gorra y la camisa por la camiseta. Es esa dignidad que veo también en ella, la cantante capaz de mantener a varias decenas de curiosos a su alrededor. No es fácil captar la atención en Preciados. Más arriba, cerca de Callao, el mimo que días atrás se resguardaba de la lluvia hablando por teléfono móvil se mantiene inmóvil. Su amago de tocar la guitarra se queda en eso, en un amago. No suena la guitarra, suenan los violines, y en la apertura a la Puerta del Sol retumba la voz de un animador. Los niños que no retienen ahí a sus padres juegan con los que buscan la foto disfrazados de Bart y Homer Simpson. En Sol confluyen compradores de oro, predicadores, turistas, manifestaciones… Las terrazas de las calles contiguas están todas repletas. De Sol a la Plaza Mayor, y de la Plaza Mayor a La Latina. El Madrid primaveral invita a caminar, a tropezar con la fauna más diversa. Hay incluso gente vestida con túnicas negras. Ataviados con capas. Otros se ayudan a ajustarse las fajas, contundentes, gruesas. Agentes de policía impiden a los coches circular por la calle. Multitud de curiosos se agolpan en las aceras. Madrid, jovial y bullicioso, es hoy una penitencia. Es Jueves Santo y tampoco quedan mesas libres en La Latina, de modo que sacrificamos el bullicio –Madrid siempre con el volumen a tope– por el ruido. Los españoles no hablamos; gritamos. No reímos; rechinamos. A los bares se entra resuelto y se sale aturdido. Con el eco de las voces jugando al frontón dentro de la cabeza veo, desarmado, que las calles siguen bloqueadas, con filas de encapuchados portando velas alrededor de un Cristo ensangrentado y doliente. Dos horas esperando para tener un buen sitio, para ver la procesión, y la gente no deja de pasar por aquí, molestando, viene a decir un señor. “Pasamos por donde podemos, caballero”, le respondo. Dicen que Clay Felker, uno de los editores destacados de la edad de oro del Nuevo Periodismo estadounidense, tenía una gran incapacidad para aguantar gilipolleces. Pasamos por donde podemos. Caballero.
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He comenzado a leer esta semana ‘El cuaderno gris’, de Josep Pla. Llevo unos meses hechizado por Pla. ‘El cuaderno gris’ que tengo es una edición de bolsillo, de Austral, con una cubierta suave, delicada, maleable. Son más de ochocientas páginas y no quiero estropearlo, así que cojo papel de periódico y lo forro como me enseñaron a hacerlo: las páginas de ‘La Vanguardia’ cubren por completo la portada y la contraportada para que el celo no toque el libro. Ahora es un miliciano prorruso, y no un bombín, la ilustración del libro, quien queda a la vista cada vez que dejo el volumen en la mesa. He tardado un par de días en darme cuenta de que en la contracubierta hay anuncios de contactos. “Ejecutiva catalana muy sexy”. “Masaje en camilla y… más”. Desmonto la envoltura y lo recubro de nuevo.
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El sol llena las terrazas de Lavapiés. En manga corta, los aperitivos sientan mejor. Los camareros entran y salen de los bares con los primeros platos que empiezan a servir en esa hora que los españoles regatean con cañas frente a la rigidez de los pocos turistas, que sientan a sus niños en la mesa. Varios hombres ocupan un banco, unos sentados y otros a su alrededor. El más joven de ellos, de unos treinta años, juega con un niño, encantado de ser el centro de atención. «Le vamos a regalar eso de Dora la excavadora», dice uno, que lleva la camisa desabrochada. «Qué Dora la excavadora. ¡Dora la exploradora!», advierte otro de ellos cuando ya les doy la espalda y sólo puedo escuchar, de fondo, sus risas.
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En ‘Kapuscinski non fiction’, publicado hace cuatro años, Artur Domoslawski retrata a quien fue su amigo y maestro: Ryszard Kapuscinski. El trabajo fue muy polémico porque Domoslawski revelaba que el maestro de periodistas por excelencia, el que decía que “los cínicos no sirven para este oficio”, se inventaba escenas y o adornaba pasajes en sus obras. Gracias a Domoslawski sabemos, por ejemplo, que Kapuscinski exageró en ‘La guerra del fútbol’ al relatar un posible fusilamiento, que Kapuscinski adornó descripciones de ciertos lugares de África, que Kapuscinski dijo que había recorrido la ruta del Che en Bolivia, y nunca corrigió a quienes creyeron que estuvo junto a él, cosa que nunca ocurrió. Unos amigos acuñamos la expresión ‘marcarse un kapuscinskazo’, meter ficción en las crónicas, que se definen por su escrupuloso respeto a los hechos.
Según una nota publicada por Néfer Muñoz en BBC Mundo, Gabriel García Márquez era de la escuela de Kapuscinski y “es posible detectar exageraciones e invenciones en diferentes etapas” del periodismo del escritor colombiano. “En algunos momentos, estas exageraciones e invenciones están presentes de una forma abundante y abierta y, en otras, de forma dosificada y velada”. El diario ‘El Espectador’ mandó en 1954 a un joven García Márquez a cubrir una protesta en la ciudad de Quibdó. Cuando llegó allí, no ocurría nada. El corresponsal local del periódico, relata Néfer Muñoz, había inventado los hechos. En lugar de regresar a la redacción sin historia, García Márquez se confabuló con el periodista mentiroso para convocar y organizar una protesta. La “manifestación de 400 horas” duró trece días, “nueve de los cuales estuvo lloviendo implacablemente”. “Inventábamos cada noticia…”, reconoció García Márquez años después. En una entrevista concedida a ‘The Paris Review’ meses antes de ganar el Nobel, el escritor colombiano criticó el uso de grabadoras en las entrevistas:
The best way, I feel, is to have a long conversation without the journalist taking any notes. Then afterward he should reminisce about the conversation and write it down as an impression of what he felt, not necessarily using the exact words expressed. Another useful method is to take notes and then interpret them with a certain loyalty to the person interviewed.
Gabriel García Márquez siempre se consideró, “por encima de todo”, un periodista. El mejor oficio del mundo y, al mismo tiempo, tan peligroso. Por las “manipulaciones malignas”, por los “equívocos inocentes o deliberados”, por los “agravios impunes” o por las “tergiversaciones venenosas”:
El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal.