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De la alegoría barroca a las series de forenses: ruinas humanas como texto

 

A Agustín García Calvo, in memoriam

 

No es por azar, sino porque están unidas por un secreto acorde, que las imágenes de las series de forenses que pueblan la televisión desde hace años recuerdan tanto y remiten a las alegorías barrocas. Médicos indiferentes que leen e interpretan tocones de mujeres, niños y hombres –en ese orden–: ruinas humanas rescatadas de algún crimen que, como los fragmentos de un papel roto o como mercancías deterioradas exigen ser descifradas e identificadas, recuerdan tanto y remiten, en un salto histórico aleccionador, a las alegorías del barroco: de la imagen, pero también de los textos, sobre la muerte y sus ruinas, la herida del tiempo, la culpa y la melancolía. Los membra disiecta como los que ilustran este cuadro de 1670 de Antonio de Pereda y Salgado titulado, precisamente, Vanitas.

 

En un caso y en otro, como corresponde a dos épocas muy proclives a la escritura secreta y jeroglífica, al mensaje cifrado o alegórico, el código de la alegoría precisa del alejamiento de la vida –los miembros muertos, fragmentarios y dispersos para la construcción de un relato, del conocimiento de una escena que ocurrió a espaldas del tiempo, en secreto–. En el caso contemporáneo, el forense desencripta el texto jeroglífico de los restos de huesos o podredumbre, rescatando la identidad humana de la víctima que ocultaba y sacando a la luz al culpable en la lección alegórica propia de este tiempo: el malo no puede esconderse en la multitud de las ciudades ni en los restos humanos confundidos en el paisaje natural o en los detritus industriales urbanos, como un mensaje estenográfico. La luz esclarecedora de la ciencia los expondrá, una vez interpretado correctamente el texto de las ruinas, al culpable escondido, con su foco deslumbrante, ante el poder justiciero. Así, la muerte –del lado de acá– deja de ser un misterio melancólico para incorporarse con toda naturalidad al régimen laboral de los forenses y al normal funcionamiento del tráfico de mercancías y del funcionamiento inflexible de las instituciones y las tecnologías. Esto rige incluso más allá: piense el lector en las donaciones de órganos hechas desde la vida para después de la muerte y en los negocios que conlleva, o en los asesinatos que provoca por mor de su comercio y beneficio. Nada debe escapar a los procesos mercantiles.

 

Los tocones, vísceras, humores resecos (que, sin embargo, pueden guardar el celoso mensaje cifrado del ADN) o hasta insectos y gusanos, testigos delatores del lugar y tiempo pasados en que sucedió el crimen, en cualquier caso, no mueven nunca a piedad ni remiten –salvo en algunas reconstrucciones digitales de lo que fue un ser vivo, a mayor gloria de la tecnología– al ser humano del que formaban parte: son sólo signos abstractos y, en ese sentido, encajan, junto a los demás sistemas semiológicos, en la condición necesaria del conocimiento contemporáneo: la condición de que todo debe estar muerto, inmune a la perturbación del tiempo, para integrarse en nuestro saber. Y, a la vez, producir beneficios y trabajo, como una especie de industria epigonal del reciclaje de la mercancía humana. El espectador, como buen alumno, aprende y se alfabetiza en estas nihilistas clases de anatomía.

 

En lo que se refiere a la alegoría barroca, a su afición a horrores y martirios, a calaveras y huesos, Walter Benjamin buscó la respuesta en viejos tratados de emblemática y heráldica en una controversia en torno a las normas de la heráldica: “entero, el cuerpo humano no puede formar parte de un icono simbólico, pero una parte del cuerpo no es inapropiada para su constitución”. Hoy, el código que descifra el mensaje secreto de la muerte se busca en la enciclopedia posmoderna del genoma. Note, sin embargo, el lector la coincidencia a través del tiempo, del carácter simbólico o semiológico de las ruinas del hombre o de la naturaleza: el procedimiento es el mismo en un incendio, en cualquier catástrofe: la muerte y fragmentación como método científico. En el tradicional relato de investigación policial o novela negra, por el contrario, donde el cadáver está entero y no troceado, la cámara lo olvida pronto y la trama se centra en la escena del crimen, en el cerco a testigos y próximos de la víctima o el asesino, en el ámbito de lo social. En estas historias es el espacio el que se convierte en texto, algo que tanto fascinaba, como artificio narrativo, a Alain Robbe-Grillet en La celosía.

 

Para el hombre del barroco, la fascinación por la muerte no tiene nada que ver con la inmortalidad sino con la desazón del final de la vida, de su fugacidad, de los cadáveres que a su paso deja el tiempo. La melancolía que tiñe todo el arte y la literatura del seiscientos (la antigua bilis negra regida por Saturno, en las fascinantes teorías médicas en las que se mezclaba el saber de los humores corporales y la astrología desde las postrimerías medievales) está mezclada con la culpa y la expiación. El martirio del santo, por ello, sustituye al sacrificio del héroe en la tragedia antigua. El desmembramiento (recuerde el lector cualquiera, el despellejamiento de san Bartolomé de Ribera, por ejemplo; y, al paso, las manos curtidas y fuertes, de trabajador, del que está realizando la fatigosa labor) es condición presupuesta para que la muerte se convierta en un relato con sentido.

 

Y es ahí, para terminar este memento mori que nos traemos hoy entre manos, en la reconstrucción del sentido alegórico de la muerte, donde el tiempo presente diverge en mayor medida del siglo barroco. La cámara cinematográfica, que entra y sale de forma transparente en las cercanías, los contornos y los adentros de la herida, del hueso o de la podredumbre de la ruina humana corrigen así la naturaleza borrosa de la visión humana, la que tiene que ver con la vida. Ese escudriñeo impío del forense cuando lee los miembros o fragmentos humanos con que trabaja, no busca ningún sentido en su reconstrucción alegórica de la muerte: no, sino tan solo restaurar el orden roto temporalmente por el crimen de algún asocial que intentó borrar su rastro dispersando los restos del cadáver y camuflándose (y en este sentido, él se convierte también en un miembro disperso del cuerpo social) en el anonimato de las multitudes urbanas. Es decir, el forense pone su saber semiológico al servicio del orden, simbolizado en esos espacios estériles y asépticos de los laboratorios en que realizan su trabajo. Un orden, paradójicamente, que lejos de preguntarse por el sentido de nuestra vida, reinstaura el orden inerte de la muerte, el de un espacio helado que nos anestesia de la herida incurable y devastadora del tiempo. La melancolía de nuestra época, como puede ver el lector, aunque comparte el mismo afán y saber semiológico, radica en el extremo de la hiperestesia del hombre barroco: el de la pérdida del sentido propio de las mercancías, la fragmentación y dispersión de los restos del mundo.

 

 

 

 

Manuel Jiménez Friaza es profesor y escritor. Ha sido columnista en el diario La Opinión de Málaga durante ocho años y una selección de esos artículos fue publicada por Bohodón Ediciones en 2012 con el título Deslindes y descubiertas. Ha publicado también el libro de ensayos Quince asaltos, que prologó Agustín García Calvo en 1983, y un breve poemario, Hada, Hurí, Esfinge que, en recuerdo de Ángel Caffarena, editó con la Imprenta Montes de Málaga en 2007. En la actualidad da clases de Lengua y Literatura en el instituto de Aracena. Desde hace poco más de un año, mantiene el blog Claros en el bosque, una mirada sobre el mundo que tiene la intención declarada de revelar y rebelarse y donde fue publicado originalmente este texto. En fronterad ha publicado ¿Qué hacer con la educación?, Habla y escritura: de lo vivo a lo pintado y El relato oral como fuente primaria de la Historia. Recuerdos de guerras. En Twitter: @mjfriaza

 

 

 

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