Desde que el fútbol es fútbol y el mundo mundo ha existido la necesidad entre aficionados y clubes por establecer cuál es el mejor equipo (así como el mejor jugador, guardameta, defensa, goleador, afición y mascota) del planeta. En los días de antaño la solución a esta incógnita era un poco más fácil: por sentado se daba que los británicos eran los mejores. Pero con la popularización del deporte y la llegada del profesionalismo a Europa y América la cosa se fue haciendo más complicada. A nivel de naciones la Copa América y la Internacional fueron iniciativas que impulsaron la idea de crear una copa del mundo. A nivel de clubes, sin embargo, solo la Copa Mitropa en Europa central consiguió enfrentar a equipos de diferentes naciones en un formato competitivo —y es que hasta la creación de la Copa de Europa en 1955 lo usual era que los clubes organizaran girasinternacionales en las que jugaran amistosos.
Amistosos fueron también los primeros enfrentamientos entre clubes de ambos lados del Atlántico en las gestaciones iniciales de una competencia que definiera oficialmente cuál era el mejor equipo del mundo. Así fueron los torneos no oficiales (por lo tanto, no sancionados por la FIFA) Copa Rio (1951-53) y la Pequeña Copa del Mundo de Clubes, organizada por el mandamás de Venezuela, General Marcos Pérez Jiménez entre 1952 y 1957. Pero el éxito rotundo e inmediato de la Copa de Europa abrió los ojos de los dirigentes del fútbol organizado al gran cambio que el nuevo orden geopolítico debía provocar en el fútbol, donde un sistema y una normatización institucional debían reemplazar la vieja usanza de la «invitación». Surgieron entonces, con el auspicio de la CONMEBOL en Sudamérica y la FIFA a nivel mundial, la Copa Libertadores de América (disputada por primera vez en 1960) y la Copa Intercontinental, torneos basados en la libre competencia y en la meritocracia (detrás, obviamente, hay una confrontación con el modelo comunista), cuyo acceso estaba restringido sólo a la élite por esfuerzo —es decir, a los campeones de liga.
En un primer momento la Copa Intercontinental tuvo buena recepción. Se optó por un formato de partidos de ida y vuelta disputados generalmente en septiembre y en la edición inaugural se enfrentó el mejor Madrid de todos los tiempos, el de Puskas y Di Stéfano, Paco Gento, Zárraga y compañía contra el Peñarol uruguayo en el que jugaba Luis Cubilla y Alberto Spencer, acaso el mejor jugador ecuatoriano de todos los tiempos. Tras empate a cero en Montevideo los de Miguel Muñoz apabullaron a los sudamericanos en el Bernabéu, marcando tres goles en los primeros 10 minutos y venciendo finalmente 5-1.
Peñarol volvería a la Intercontinental al año siguiente tras vencer al Palmeiras en la final de la Copa Libertadores. El representante europeo sería el Benfica de Bela Guttmann, quien alinearía a su once titular en ambos partidos de la Intercontinental. En Lisboa ganó el Benfica con gol de Coluna y aunque el Peñarol destruyó a los portugueses en el Centenario en la vuelta 5-0 con dos goles de Spencer, dos más del peruano Juan Joya y uno del Pepe Sasía, hubo que jugar un partido de desempate de nuevo en el Centenario dos día más tarde porque las reglas de la época tomaban en cuenta los puntos conseguidos en ambos partidos, no los goles marcados. De hecho, la Copa Libertadores mantendría esa absurda regla hasta 1987, cuando el propio Peñarol ganara injustamente la final contra el América de Cali en un partido de desempate que nunca ha debido disputarse. En fin, curiosidades del fútbol. Lo cierto es que en el tercer y definitivo encuentro entre el Peñarol y el Benfica en 1961 Guttmann dio entrada a un jovencísimo Eusebio, quien marcó el empate a uno en el minuto 35, justo entre dos goles del Pepe Sasía que coronarían al Peñarol en casa como el mejor equipo del mundo.
Al año siguiente la proeza del Santos fue aún mayor: en la semifinal de la Libertadores eliminó al Botafogo de Garrincha, Nilton Santos, Zagallo, Gérson y Jairzinho mientras que en la final despachó al Boca (que había eliminado al Peñarol) con victorias en casa y a domicilio en La Bombonera. En la Intercontinental Os Santasticos se enfrentaban al Milan de Nereo Rocco, que había batido al Benfica lisboeta en la Copa de Europa. Ese Milan jugaba un fútbol trabado con una defensa férrea anclada en un triangulo formado por Cesare Maldini, Giovanni Trappatoni y el peruano Víctor Benítez, y explotando la velocidad de Gianni Rivera y de los brasileros José Altafini y Amarildo (recién llegado del Botafogo) en el ataque. El partido de ida en el San Siro lo ganó el conjunto de casa 4-2, con dos goles de Amarildo que parecían sentenciar la final y dos goles de Pelé que le daban esperanza al Santos. Pero el astro brasilero no pudo jugar la vuelta en el Maracaná por lesión y cuando el Milan se fue arriba 0-2 en los primeros 15 minutos todo parecía decidido. El Santos remontó con cuatro goles en la segunda parte que obligaron el partido de desempate dos días después: el que en la época se conoció como “La batalla de Rio”. Ni Ghezzi, el portero titular del Milan, ni Gianni Rivera pudieron ser alineados ese día, y Pelé seguía en el banquillo de lesionados. El Santos marcó el único gol del partido con un penalti pitado contra el capitán Cesare Maldini en el primer tiempo que le valió la expulsión y Dalmó convirtió abajo y a la derecha. Balzarini, el portero suplente del Milan, también fue lesionado y el combinado italiano tuvo que jugar con su tercer arquero más que la mitad del juego. A pesar de que Ismael, el capitán del Santos, también sería expulsado en el segundo tiempo el Milan no consiguió el empate por lo que la copa se quedó en Brasil.
Desafortunadamente ese no sería el único ni el más violento de los partidos de la Copa Intercontinental. A partir de 1964 la Copa Libertadores se vería dominada por más de una década por equipos rioplatenses que pronto introdujeron las prácticas menos refinadas del deporte a la Copa Intercontinental —ese juego de potrero, tramposo, mañoso y sin ley que llevaría a la perdida total de su prestigio. Pero antes de eso aún se disputarían finales limpias y legítimas: en 1964 el Inter de Helenio Herrera se enfrentó al Independiente de Avellaneda tras batir al Real Madrid en la final de la Copa de Europa, el partido que sellaría la salida de Di Stéfano del club merengue. Independiente, en tanto, había eliminado al Santos en la semifinal de la Copa Libertadores y vencido ante el Nacional en la final. La Copa Internacional en aquella ocasión fue como un partido de ajedrez: Helenio Herrera jugaba al catenaccio con Burgnich y Facchetti en la defensa y Sandro Mazzola y Luis Suárez al ataque mientras que Independiente era un equipo duro y bien organizado. En Argentina los de casa ganaron 1-0, en Italia se impuso el Inter 2-0 y en el desempate, disputado en el Santiago Bernabéu tres días más tarde, se coronó el Inter con un gol en la segunda parte de la prórroga.
La revancha de ese partido de ajedrez llegaría un año más tarde, pues exactamente los mismos equipos saldrían campeones de Europa y América respectivamente. Pero Helenio Herrera era un entrenador astuto por encima de todo, y las lecciones de 1964 le sirvieron para controlar la Copa Intercontinental de 1965 con mayor facilidad, saliendo vencedor en la ida en el San Siro por tres goles a cero y administrando la victoria en La Visera de Avellaneda con un empate a cero que consagró al Inter bicampeón mundial.
Sería la última Copa Intercontinental sin controversias por mucho tiempo, pues a partir de 1967 vendrían los crudos enfrentamientos que arruinarían la reputación del torneo y obligarían, años más tarde, a cambiar el formato de la competición. De eso, de la “Batalla de Montevideo”, los pincha ratas de La Plata, y la debacle de 1969, un espectáculo tan bochornoso que ni siquiera ha merecido un mote distintivo, hablaremos la próxima semana.