La segunda mitad de la década de los setenta significó para la Copa Intercontinental un período de descrédito tan devastador que llegados a 1979 el torneo no tenía fecha definitiva, había sido cancelado en 1978, no había sido disputado por el campeón de Europa desde 1976 y, en definitiva, su desaparición parecía una consecuencia inevitable que habría de llegar más temprano que tarde. Fue entonces cuando un patrocinador global de gran envergadura salió al rescate de la competición, proponiendo una nueva sede neutral, evitando los problemas de disponibilidad de fechas al reducir el formato del enfrentamiento a su mínima expresión —un solo partido, aunque eso sí, obligatorio— y aportando un elemento incierto pero atractivo de globalización plenamente propio de finales del siglo XX que increíblemente consiguió resucitar un trofeo que parecía sentenciado al olvido: había llegado la hora de la Copa Toyota Intercontinental.
Ahora, hay que ser francos: una vez entrados en este ciclo, la Intercontinental siempre fue reconocido como un torneo menor, aunque bien organizado —un torneo que al fin y al cabo generaba simpatía porque de alguna manera se podía considerar, sin problemas, como la final de clubes del mundo disputada por los dos grandes campeones del planeta—. Además gustaba que se jugara en Japón porque ello le confería un marco distinto —era exótico, por supuesto, pero además apelaba a aquella idea típica ya de la posmodernidad: clubes europeos y sudamericanos disputando un partido auspiciado por una multinacional en canchas asiáticas, pero con carácter oficial.
La FIFA se vio obligada a hacer que la Intercontinental fuera a un partido porque los equipos europeos no querían jugar en Sudamérica, y es difícil argumentar, dado el historial de violencia de la competición, que no tuvieran razón. Pero al mismo tiempo el eurocentrismo de esos mismos clubes siempre les llevaba a asumir que ellos eran mejores, jugando o sin hacerlo. Lo cual no significa que le restaran interés al trofeo —ningún equipo, ni europeo ni sudamericano, jamás salió sin intenciones de competir al máximo nivel, porque nadie juega al fútbol para perder, y menos si hay una copa oficial de por medio. No obstante, sí es cierto que para los sudamericanos la Intercontinental siempre tuvo mayor importancia, porque se le daba ese carácter reivindicativo que tanto gusta a las gentes de por allí.
Los años 80 y 90 fueron la edad dorada de la Intercontinental. Al igual que en sus orígenes, a principio de los años 60, la nueva encarnación de la copa fue dominada por los equipos sudamericanos, los cuales consiguieron vencer en las primeras cinco ediciones a partir de 1980. Ese mismo año, el Nottingham Forrest de Brian Clough, que en 1979 se había rehusado a participar en el torneo, se las vio con el Nacional de Uruguay, equipo que a pesar de su abolengo disputaba apenas su segunda final del mundo (la primera, en el ’71, la había ganado ante el Panathinaikos de Puskas). El Forrest alineó a sus figuras —Shilton, Viv Anderson, Martin O’Neil, Trevor Francis—, el público asistió en masa (62.000 personas en el Estadio Nacional de Tokio), y Waldemar Victorino marcó el único gol en el minuto 10 de un partido que prometía, al menos, un futuro más estable para la competición.
La dominancia del fútbol inglés a nivel europeo hizo que toda una procesión de clubes sajones pasaran por Japón en los próximos años, saliendo siempre vencidos por sus contrincantes sudamericanos. En 1981 le tocó viajar hasta Tokio al Liverpool —la fuerza dominante del fútbol europeo entre 1977 y la tragedia de Heysel—, quien habían rechazado la oportunidad de participar en la copa tanto en 1977 como en 1978. Los de Paisley, campeones de Europa tras vencer al Real Madrid con gol de Alan Kennedy en el minuto 82, alinearon a Grobbelaar, a Hansen, a Souness, a Lawrenson, a Dalglish pero aún así no pudieron con el Flamengo de Zico, que ante un estadio nuevamente abarrotado impartió una lección a los ingleses y se coronaron campeones por primera vez con un marcador de 3 goles por 0. Volvía entonces la copa a Brasil, cuyos representantes no habían conseguido ganarla desde que lo hiciera el Santos en 1963.
Menos sorpresivo fue, tal vez, que el modesto Aston Villa se viera expuesto por el Peñarol de Diogo y compañía, que con un 2-0 aparentemente sencillo se alzó con su tercera copa del mundo. En tres finales consecutivas, los representantes ingleses no habían conseguido marcarle un solo gol a los equipos sudamericanos, y aunque ese récord caería en 1983, cuando el Hamburgo campeón de Europa marcara a apenas cinco minutos del final el empate a 1 ante el mejor Grémio de la historia, ni siquiera eso podría acabar con la dominancia latinoamericana, pues Renato marcó en el principio de la prórroga, y el Hamburgo de Happel, con Allan Hansen (el danés, no el escocés) y Felix Magath en la delantera no consiguió acertar respuesta alguna. Tras una espera de casi 20 años, la Intercontinental volvía a Brasil por segunda vez en tres años.
El Liverpool volvió a salir derrotado en Tokio en 1984, esta vez bajo la tutela de Joe Fagan, sucesor de Paisley, y ante un Independiente que había conseguido su séptima (y, hasta la fecha, última) Copa Libertadores meses antes tras vencer al Grémio de Porto Alegre, vigente campeón del mundo. En «El Rojo», como se les llama a los de Avellaneda, jugaba uno de los mejores futbolistas que ya nadie reconoce: el «Bocha» Bochini. Volante ofensivo, pequeñito, zurdo, insignificante físicamente… pero qué futbolista. Gracias a él, se popularizó en Argentina el término «bochazo»: pase al hueco, perfecto, milimétrico, redondito —gol—. Bochazo de Bochini, como el que facilitó el gol tempranero de los argentinos que dispuso la tónica de aquella final del mundo en la que los ingleses tuvieron más oportunidades pero fueron los rioplatenses los que se adjudicaron su segunda Intercontinental (la primera, un 1-0 ante la Juve en 1973).
Tantas victorias sudamericanas sucesivas fueron alimentando el morbo generado por el torneo, que continuaba siendo un éxito comercial indudable (llenazo en el Nacional de Tokio año tras año). La hegemonía habría de quebrarse finalmente en 1985 cuando la Juve de Platini y Laudrup, Tacconi, Scirea, Cabrini y Trapatoni en el banquillo se convirtió en el primer equipo europeo en ganar la Intercontinental en Japón. Lo hizo ante el Argentinos Juniors, el equipo que había formado a Diego Armando Maradona antes de vendérselo a Boca Juniors en 1981, y que de la mano de Claudio Borghi se había coronado campeón sudamericano al vencer al América de Cali en tanda de penaltis tras un 1-1 en el partido de desempate. En Tokio, Argentinos disputó una de las finales más entretenidas de la historia de la Intercontinental, yéndose al frente en dos ocasiones, antes de que Platini marcara el empate a 2 en el minuto 82, y luego la Juve saliera victoriosa en la tanda de penaltis.
La final de 1986 también fue un gran partido entre el River Plate y el Steaua de Bucarest. Aunque esta era la primera vez que el River disputaba la copa —y era también la primera vez que se había proclamado campeón sudamericano— aquel equipo contaba con figuras excepcionales como Oscar Ruggieri, Nery Pumpido, Beto Alonso, Juan Gilberto Funes y el uruguayo Alzamendi. El Steaua por su parte era uno de los grandes equipos del este de Europa, campeón continental tras vencer al Barcelona en la final de la Copa de Campeones en Sevilla. El River ganó 1-0, iniciando una época de transición en la que los equipos europeos y sudamericanos empezaron a intercambiarse la copa prácticamente año tras año.
Es decir, que en 1987 le tocaba al campeón de Europa, en este caso el Porto de João Pinto y Rui Barros. Su rival en esa ocasión fue un gran Peñarol dirigido por Óscar Washington Tabárez que contaba con Diego Aguirre y el «Polilla» da Silva. Aunque la verdad es que, a pesar de que el Peñarol traía un buen equipo, nunca ha debido jugar esa Intercontinental, pues en la final de la Copa Libertadores se enfrentó al América de Cali, probablemente el mejor equipo del continente en esos años, que llegaba a su tercera final consecutiva. Ese América tenía al argentino Falcioni en el arco y al también argentino «Tigre» Gareca, a los paraguayos Bataglia y Cabañas (¡qué delantero!) y al gran maestro colombiano Willington Ortiz, todos dirigidos por el Doctor Uribe. Equipazo. En esa final del ’87, América ganó en Cali 2-0, y luego, en la vuelta en Montevideo, empataban 1-1 a falta de tres minutos. Pero Peñarol marcó de tiro libre y, según las reglas de la Confederación, había que jugar un partido de desempate, que fue en el estadio Nacional de Santiago. Ganó Peñarol, por supuesto, 1-0, con gol de Aguirre en el último minuto de la prórroga. Fue injusto, pero curioso, y le dio al Peñarol su quinta (y, a día de hoy, última) Libertadores. En la Intercontinental, sin embargo, fue otro el cantar, empezando por el clima, pues el partido se jugó sobre la nieve y se definió con un golazo de 40 metros de Rabah Madjer, el argelino que le había marcado al Bayern en la final de la Copa de Europa de taconazo, ya en la segunda parte de la prórroga —en el fútbol, como en la vida, las papeletas suelen invertirse, y el Peñarol campeón del mundo en 1961, ’66 y, en la nueva era ya, en 1982, saboreaba ahora el trago de la desilusión.
Si a esas vamos, el PSV tampoco ha debido jugar la Intercontinental en 1988, pero en el fútbol no todo es justicia, y sí resultados, y los de Hiddink, sin ganar un partido en las tres últimas rondas de la Copa de Europa se proclamaron campeones al vencer al Benfica en tanda de penaltis. También por penaltis se definiría la Intercontinental ese año, pero el partido contra aquel Nacional de Montevideo en el que figuraban el portero Seré, el gran capitán Hugo de León, Ostoloza y Juan Carlos de Lima, fue espectacular. Un gol de Romário en la segunda mitad puso el partido 1-1 y un penalti de Koeman ya en la prórroga parecía darle el título a los holandeses, hasta que Ostolaza marcó el empate en el último minuto. Los dioses del fútbol, es sabido, alternan sus favores en las tandas de penaltis —una sí, una no— con todos los equipos menos los alemanes, y en aquella oportunidad le tocó reír a los uruguayos.
En el último minuto se definiría también la Intercontinental de 1989, y sí, sería el representante europeo el que ganara. Pero la presencia del mejor Milan —acaso el mejor equipo— de todos los tiempos trastornó el toma y dame que desde hacía años venía viéndose en la Copa Toyota, y si Evaldi le dio a los de Sacchi el título en 1989 en el minuto 119 contra el Atlético Nacional del Pacho Maturana, con René Higuita en la puerta y Andrés Escobar en la retaguardia, en 1990 la defensa del título de campeón de Europa por parte del Milan —el último equipo en coronarse consecutivamente en el viejo continente— allanaba el camino para que hiciera lo propio con la Intercontinental. Y es que, si bien parecía imposible, Sacchi consiguió reforzar a su Milan con la incorporación de Gullit en 1990, completando el triángulo de holandeses de aquella delantera letal que aplastó al Olimpia de Asunción entrenado por Luis Cubillas con un contundente 3-0, el marcador más abultado en una final del mundo desde que el Flamengo desmantelara al Liverpool en 1981.
Curiosamente, el mismo marcador declararía al año siguiente al Estrella Roja de Belgrado campeón intercontinental tras reducir al Colo Colo chileno. Aunque el Estrella Roja se había coronado campeón de Europa en una de las peores finales de la historia ante el Marsella de Papin y de Chris Waddle, los yugoslavos venía compitiendo desde finales de los 80 al máximo nivel con los grandes de Europa. Además, aquella generación de futbolistas fue impresionante, con Belodedici, Najdoski, Mihailovic, Savicevic, Pancev y Prosinecki, que para el partido contra el Colo Colo ya se había marchado al Real Madrid.
La balanza empezaba a inclinarse en favor del fútbol europeo, y aunque aún los representantes sudamericanos habrían de gozar de cierto éxito en las próximas ediciones de la Intercontinental, los primeros síntomas del declive de las instituciones futbolísticas latinoamericanas ya se hacían presentes. A partir de 1992 y por la próxima década, la Copa Libertadores habría de ser dominada exclusivamente por representantes brasileros o argentinos. De hecho, el Sao Paulo de Telé Santana se convertiría en el último club en ganar la Intercontinental en ediciones consecutivas, venciendo en partidos electrizantes al Barcelona de Johan Cruyff en 1992 —que se había ido adelante con un gol del gran Hristo Stoichkov, antes de que Raí marcara el empate en el primer tiempo, y la ventaja a falta de diez minutos de partido—, y al Milan de Capello, que había perdido en la final de la Copa de Europa contra el Marsella de Deschamps (y Desailly, y Angloma, y Boksic, y Voller, etc…) pero que estaba representando al viejo continente en la Intercontinental de 1993 tras el escándalo de corrupción y amaño en el que se vio involucrado el club francés.
Evidentemente, aquel Sao Paulo, con grandes figuras como Cafu, Toninho Cerezo, Leonardo, Juninho (Paulista, el del Atleti, no Pernambucano, el del Lyon), Müller, aún podía competir con las grandes potencias futbolísticas europeas, y también podía batirlas, como lo hiciera de nuevo en el ’93, cuando un gol de Müller en el minuto 88 selló el 3-2 que le daría el último título en la historia de la competición a un club brasilero. Pero en el ’93 el Estadio Nacional de Tokio ya no estaba lleno, y al año siguiente, cuando otro gran partido volvió a ver al Milan de Capello derrotado, esta vez ante el Vélez Sársfield argentino, solo 47,000 personas asistieron al evento. El Vélez, con Carlos Bianchi en el banquillo, Chilavert en la portería y Basualdo en medio campo, marcó dos goles de manera consecutiva en la segunda parte y mantuvo la copa del mundo de aquel lado del Atlántico. Sería la última en muchos años, pues el fútbol (y no solamente el sudamericano) estaba a punto de entrar en una crisis existencial —o, mejor dicho, ya había entrado, pero aún no lo sabía. Ese precisamente será el tema de nuestra próxima entrega.