Al mismo tiempo que el proceso de expansión de la Mitropa continuaba, aparentemente augurando un futuro estable y prometedor durante la segunda mitad de la década de los 30, la copa se aproximaba junto al resto del continente, a tientas y sin saberlo, a una catástrofe definitiva. Pero el fútbol europeo aun sufriría un ultimo vuelco antes de caer en el coma que le induciría la Segunda Guerra Mundial. Y es que, en parte dadas las circunstancias que llevaron al Anschluss de Austria en 1938 y pocos meses mas tarde a la invasión de la zona occidental de Checoslovaquia por parte de Alemania, y en parte dadas las firmes bases que el deporte había sembrado en la cultura húngara desde comienzos del siglo XX, hacia finales de los años 30 la escuela danubiana encontraría su mayor y más exitoso exponente no en los campos de Viena sino, más bien, en los de Budapest.
El baluarte de aquella generación (envidiable como la que más) de futbolistas húngaros, vamos, el chico de la película, sería Gyorgy “Gyurka” Sárosi, uno de los mas versátiles jugadores que consiguieran brillar en la escena internacional en la historia del fútbol. Amante de las leyes, interrumpió sus estudios para dedicarse al balonpié, antes de volver y graduarse como abogado. Además era un goleador temido, un medio centro creativo con gran llegada y uno de los mejores defensas del mundo, de un mundo que era todavía previo al de Di Stéfano pero que me trae a la memoria aquella famosa cita de la saeta rubia en relación al mito del 2-3-5 ¿De veras se creen que éramos tan idiotas para defender con dos jugadores a cinco atacantes?, diría alguna vez la leyenda del Madrid, o al menos así es como recuerdo sus palabras: “En aquella época defendíamos todos y atacábamos los que sabíamos”.
Gyorka Sárosi, el doctor, sabía atacar y defender como los mejores, pero en la Mitropa de 1937 con un Ferencvaros imparable, su función primordial sería la de atacar. Aquella edición de la única competición regional de clubes de la época incluiría por primera vez a un representante del fútbol rumano, el Venus de Bucarest, campeón de liga, y significaría el breve retorno, tras ocho años de ausencia, del fútbol yugoslavo a la competición con el Gradanski de Zagreb, el predecesor del Dinamo que en aquella época era entrenado por el mítico defensa del Ferencvaros, Márton Bukovi. En tanto, la presencia de equipos suizos se reduciría a dos, Grasshoppers y Young Fellows, ya que el formato volvía a ser de 16 equipos, sin ronda de clasificación. Tras una primera ronda en la que brillaron figuras como Gyula Zsengeller, el jovencísimo Fredy Bickel del Grasshopper, Walter Nausch, Lazslo Cseh o Silvio Piola, los cuartos de finales fueron los protagonistas de un espectáculo extra deportivo lamentable entre el Genoa y el Admira.
La animosidad entre ambos conjuntos reflejaba acaso la tensión política que se vivía entre la Italia fascista y una Austria dividida entre nacionalistas y liberales que respiraba a diario la amenaza de una absorción por parte de Alemania. Lo curioso es que el partido de ida, disputado en el Prater de Viena, contó con la presencia de unos 44.000 aficionados, muchos de ellos fanáticos del rival vienes del Admira, el Austria. El Genoa, por lo tanto, se encontró con un clima menos hostil de lo esperado, aunque las agresiones de un partido excesivamente violento incitaron la furia de los de casa. Ya cuando en el minuto 83 Paolo Agosteo se encargó de mandar temprano a las duchas al delantero del Admira, Franz Schilling, se respiraba un ambiente de tensión absoluta dentro y fuera del terreno de juego. La expulsión de Agosteo y el penalti que Toni Schall convertiría un momento más tarde asegurarían el empate del Admira—uno de esos empates que saben a derrota. Pero la ventaja que el Genoa había conseguido con ese 2-2 seria inútil e inconsecuente, pues la vuelta, pautada para una semana más tarde, nunca llegaría a jugarse, dadas las escenas de violencia que plagaron aquel primer partido.
La politización del encuentro llegó a tal punto que el jefe de la policía local de Génova declaró imposible garantizar la seguridad de los jugadores, sin intimar el detalle que el estadio Luigi Ferraris había sido alquilado simultáneamente para una función de opera. Lo cierto es que el propio Ministro de Relaciones Exteriores y yerno de Benito Mussolini, Ciano Galeazzo, canceló el partido el mismo día en que debía realizarse, desencadenando una polémica que acabaría con la eliminación de ambos clubes y el pase directo de la Lazio, equipo predilecto de Mussolini, a la final, tras eliminar al Grasshoppers de Bickel. Allí se enfrentaría a un Ferencvaros que de la mano de Geza Toldi (9 goles) y el Dr. Sárosi (bota de oro con 12) había derrotado al First de Gschweidl y había superado un déficit de 4-1 tras el partido de ida en la semifinal contra el Austria de Sindelar. La final, un cara a cara entre dos de los grandes goleadores de la época—Silvio Piola y Gyula Sárosi—sería un preview de la final del mundial de 1938, donde Hungría e Italia, se jugarían el campeonato. La Mitropa la ganaría el Ferencvaros de Sárosi, quien marcó tripletes en la ida y en la vuelta—pero el Mundial un año más tarde sería de la Italia de Piola.
Aquella sería la última Mitropa para los combinados austriacos, pues antes del verano de 1938 el país sería absorbido por las aspiraciones imperiales alemanas. Sin la influencia de su creador, Hugo Meisl, quien había muerto de un infarto en 1937, ni la presencia de la potencia dominante del fútbol continental hasta entonces, la Mitropa trasladaría su centro gravitacional hacia la bota itálica. Sin embargo, hasta el colapso de la competición, en pleno conflicto bélico durante el verano de 1940, la figura dominante a nivel futbolístico sería el Ferencvaros de Sárosi. En la final de 1938 los verdiblancos se enfrentarían a un Slavia cuyo proceso de rejuvenecimiento había producido figuras como Vlastimil Kopecky y, sobre todo, Pepi Bican. En el camino, el Slavia había maniatado a la defensa del Ambrosiana en una semifinal histórica en el Letná, donde el equipo checo había sepultado las ambiciones del campeón italiano con un contundente 9-0 en el que Bican había marcado cuatro. El Ferencvaros, por su parte, había despachado a la Juventus de Turín y llegaba a la final con grandes expectativas. La ida en el Masaryk de Praga terminó en un 2-2 y con la vuelta en casa parecía que el equipo de Budapest conseguiría defender su título, pero la calidad de Bican salió a relucir y le dio al Slavia el primer y único título europeo en su historia.
La decepción de los fanáticos del Ferencvaros no encontraría consuelo la temporada siguiente—la que resultaría ser la última de la Mitropa. El formato de la competición se vio reducido de vuelta a ocho equipos, la menor concentración desde 1933. A pesar de la invasión alemana de la parte occidental de Checoslovaquia, tanto el Slavia como el Sparta consiguieron permisos oficiales para participar, enfrentándose respectivamente al BSK de Belgrado y el Ferencvaros de Budapest. Los resultados en ambos casos fueron derrotas, y las semifinales sirvieron como trágico fuero para la consagración del fútbol húngaro en un momento cuando lo que menos importaba era el deporte. El Ujpest venció al BSK con un aplastante 7-1 en el partido de vuelta de las semifinales, en el que Abel Zsengeller consiguió marcar cinco goles, todos en la segunda mitad, y el Ferencvaros de Sárosi consiguió sobreponerse a un un triplete del uruguayo Héctor Puricelli en la derrota de 3-1 en Bologna con cuatro goles del aguerrido Geza Toldi en el partido de vuelta en Budapest, que terminó 4-1. La final, la única entre equipos húngaros, se disputaría el 23 y 30 de julio de 1939, exactamente dos meses antes del comienzo del mayor conflicto en la historia de occidente. El enfrentamiento entre los dos más grandes goleadores de la época en Hungría, Gyorgy Sárosi y Gyula Zsengellér se definiría en la ida, con dos dobletes de Zsengellér y Géza Kocsis (que no tiene relación alguna con el del Barcelona). El Ujpest, diez años ás tarde, se coronaría por segunda y última vez en la historia de la Mitropa.
De no ser por la tragedia que habría de abrumar al continente por la próxima década, el resto de la historia de la primera competición internacional europea sería meritoria de alguna lágrima. En 1940 solo participarían equipos de Yugoslavia, Hungría y Romania. El Ferencvaros, de nuevo, se convirtió en el combinado a vencer, pero la final ante un Venus de Bucarest en el que figuraba Stefan Auer como entrenador/jugador, fue suspendida por, ni más ni menos, la Segunda Guerra Mundial. Era el triste final de una era que fue violentada por las circunstancias de la historia. La Mitropa volvería, nominalmente, en 1955, pero para entonces otras competencias, más inclusivas, más representativas, habían poblado el panorama futbolístico internacional. El final, aunque prolongado (hasta los años 90) era tan inevitable como lo fue indigno—la Mitropa terminó por no ser más que un torneo dominado por equipos de la Serie B italiana necesitados de trofeos que exhibir en sus gabinetes. Sin embargo, la magnitud de un torneo tremendamente popular en el periodo entreguerras seguramente sirvió como factor determinante años más tarde cuando un tal Gabriel Hanot y otro tal Santiago Bernabéu se pusieron de acuerdo y organizaron la primera Copa de Europa, por allá por 1955. Lo demás, evidentemente, es parte de otra historia. Una que posiblemente retomemos en otra ocasión…