Yo tengo a mi edad varios problemas además de inventarme palabras como “desencorbatamiento”. Uno de ellos es que padezco descreimiento generalizado hacia todo aquel que ejerce poder. En particular me pone bastante nervioso hasta causarme urticaria, que alivio luego a base de crema mental, el primer ministro español, legítimamente elegido primero gracias a una moción de censura contra su antecesor y luego en las urnas. Hasta aquí nada que objetar. Sin embargo, mi mal surge y se recrudece cada vez que se dirige a mí con una propuesta o culpando a otros de sus y mis problemas.
Es verdad que los políticos, por definición, no se distinguen por trabajar por eso tan loable que es el bien público. Forman parte de clubes con unos colores y programas determinados y se presentan ante mi cada cuatro años aproximadamente vendiéndome una enciclopedia, una póliza de seguros o un viaje a Canarias con acompañante incluido. Yo siempre le digo al taxista de turno cuando me meto en un taxi y empieza a bramar contra la clase política, que al menos en una sociedad democrática tenemos la libertad para premiar o castigar al más honrado o al menos imbécil. Que también los hay, naturalmente. En Corea del Norte, por decir, hay elecciones parlamentarias y siempre gana el mismo, con el 150% de voto escrutado. No es nuestro caso afortunadamente.
El gobernante español, que ya va camino de los cuatro años en La Moncloa -¡quién lo diría!- me tiene frito, estupefacto, con su sonrisa dentífrica y su voz suave, cada vez que abre la boca y me muestra su perfecta dentadura. Cuando me discursea no sé si lo hace como si hablara a un individuo con las facultades mentales dañadas, a un alumno necesitado de buen consejo o simplemente a un imbécil. Y es en ese momento cuando se me agolpan todas las dudas. Es decir: si el imbécil es él; si soy yo o resulta que los dos nos movemos en el mundo de la estupidez. Quizá sea esto último.
Yo perdí la confianza en él cuando, allá por el otoño de 2019 después de haberle votado en la primavera de ese año, me engañó como a un chino filipino. Me juró y perjuró que en el lecho presidencial sólo dormirían él y su esposa. Luego todos conocemos lo que sucedió. Compró un colchón king size. Comenzó un espectáculo grotesco con abrazo incluido, que derivó en una coalición donde uno decía una cosa y el otro, su alter ego, algo distinto. La verdad es que debo admitir que el señor de La Moncloa era habilidoso, porque cuando el otro soltaba su frase retórica, más parecida a la que se escucha en una asamblea universitaria que a un dirigente político responsable, él no perdía los nervios y como un prestidigitador sacaba el conejo de la chistera y controlaba el incendio. Pero sin apagar. Casi cuatro años después las llamas siguen vivas.
A mí este gobernante que me dirige siempre me ha recordado a Zelig, ese individuo que describía Woody Allen en una película. Un día aparecía en la piel de un prestigioso psiquiatra, otro en la de un boxeador y un tercero en la de un cómico. Este al que hago referencia posee también varios registros. De repente se pone en modo de líder de los descamisados, defensor de la clase media y trabajadora, con la que siempre estará y se batirá el cobre, para luego organizar (y hacerlo muy bien, justo es reconocer) una cumbre atlántica buscando desesperadamente el apoyo del presidente de Estados Unidos y anunciando que va a incrementar el presupuesto militar en una cena extraordinaria en el museo del Prado marginando, por cierto, al rey Felipe VI.
Él ahora me ha explicado cuáles son nuestros enemigos además de Vladímir Putin. Estos son los de toda la vida: los hombres del puro. Esos que dibujaba en La Codorniz el genial Chumy Chúmez.Y ya puestos, los personaliza en los banqueros y los todopoderosos de las empresas eléctricas y gasísticas. Mis enemigos, me sugiere por si no he entendido completamente el mensaje, son Ana Botín, la presidenta del Santander, e Ignacio Galán, el director ejecutivo de Iberdrola. Esos pájaros siempre se opondrán a sus políticas sociales al igual, evidentemente, la derecha y la bestia parda de la extrema derecha, sentencia susurrante con su voz aterciopelada.
El otro día se me presentó en la conferencia de prensa antes de las vacaciones estivales descorbatado para dar ejemplo de que hay que ahorrar energía allí donde se pueda. Eso ya lo propuso Miguel Sebastián cuando era ministro de José Luis Rodríguez Zapatero sentándose en el banco azul a cuello descubierto en el Parlamento lo que le valió la reprimenda del entonces presidente del Congreso, José Bono.
Como tiene buena planta, el actual jefe de Gobierno lucía bien el otro día sin esas corbatas con puntitos de nudo estrecho que suele llevar. Por la tarde, en Belgrado, en visita oficial a varios países balcánicos, le pareció una descortesía no ponérsela. Y a su regreso, en el primer Consejo de Ministros que se celebró este lunes, todos los miembros, hombres que no mujeres, posaban para la posteridad sin el complemento de marras, que por otra parte cada vez está más en desuso salvo para el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, que hasta cuando se sube al yate lleva corbata. La foto me hizo recordar al comentario irónico de Boris Johnson sobre el rebaño cuando le abandonaron los diputados conservadores obligándolo a dimitir. Qué hubiese pasado si, pongo por caso, el ministro de Agricultura, Luis Planas, muy propenso a la corbata, se hubiera presentado a la reunión encorbatado, o la titular de Defensa, Margarita Robles, llegara desafiante con un habano para provocar a los socios de la coalición. Aunque no lo parezca, el señor de La Moncloa es rencoroso y quien incumple sus directrices sabe que debe bajarse del autobús. Con el socio minoritario de gobierno es más comprensivo.
A dos mil kilómetros aproximadamente al norte de la residencia oficial del primer ministro hay otro con categoría más rimbombante: president de la République. Desempeña funciones de actor como mi gobernante, pero con estilo y categoría superiores. Lo llevará en los genes o en esa grandeur, que tanto él como sus conciudadanos se identifican. No lo sé. Tal vez hizo cursos nocturnos para entrar en la Comedie Française. Podría haber sido realmente un excelente actor. Basta escuchar el discurso fúnebre que pronunció hace un año para honrar a Jean-Paul Belmondo en la explanada de los Inválidos, donde está enterrado Napoleón Bonaparte. A mi primer ministro, esu gurú donostiarra que tuvo hasta hace un año y a mi juicio sobrevalorado por la prensa, nunca fue capaz de prepararle buenos discursos durante la pandemia aunque se inventara expresiones un tanto incoherentes como “nueva normalidad”.
Su colega del norte, con quien al parecer le une cierta amistad, tiene la desventaja de ser menos agraciado que él. Es más bajo y de nariz aguileña y hasta porta trajes más monótonos que el español. Pero, ¡ay!, le dobla en conocimientos y que se sepa no copió parte de su tesis doctoral en la Escuela Nacional de Administración (ENA). Es arrogante como él. Seguramente más. Muchos de sus compatriotas censuran esa superioridad intelectual con la que aborda los temas, pero pese a todo acaba de ser reelegido gracias a que enfrente tenía a la candidata de la extrema derecha. Ha trabajado en la banca, ha sido ministro de Economía con el anterior jefe del Estado, a quien por cierto traicionó. Se inventó un partido de centro con el que ganó la presidencia en 2015 y ha sido reelegido el pasado abril. Pero su partido ha perdido la mayoría absoluta en las legislativas lo cual augura una legislatura muy dura para él. Su sueño es pasar a la historia como el mejor organizador de unos Juegos Olímpicos, que París albergará en julio de 2024 y que pretenden ser espectaculares con la ceremonia del desfile de atletas en barco desde un extremo a otro del Sena. Mucho van a tener que trabajar para que así sea. La red metropolitana requiere modernización así como los accesos en coche al centro de la capital francesa. El ensayo con la reciente final de la Champions, en el Stade de France, el estadio donde se clausurará el evento en el conflictivo barrio de Saint-Denis, fue un gigantesco desastre que terminó con la destitución del prefecto de París.
Los dos líderes se llaman por supuesto por el nombre de pila y cuando se ven en bilaterales o en cumbres europeas se abrazan efusivamente y hasta se agarran del brazo. El francés parece aparentemente algo más cálido que el español. Éste, más taimado, no se fía del todo. Es verdad: no ha hecho carrera en el ENA ni nació en medio de la grandeur, pero se ha jugado los cuartos a cara de perro y sabe poner la zancadilla o meter el brazo al contrario si es necesario. No olvida que le expulsaron de la secretaría general socialista y que tiempo después resurgió cual Ave Fénix a base de resiliencia y marrullería. Al final, debe pensar, todos lo hacen en política y lo que vale es el resultado. No importa cómo juegues.