Home Mientras tanto De la oscuridad, de Gertrud Kolmar (1894-1943)

De la oscuridad, de Gertrud Kolmar (1894-1943)

 

La poesía es el cortaalambres en las lindes: si no lo usas estás tendiendo alambradas. No hay suizas en la contienda por lo humano.

 

Llevo cinco días enchiquerado en Nairobi porque un volcán islandés despertó aullando. El jueves pasado debía salir para Amsterdam pero a media tarde todos los vuelos con destino al norte de Europa fueron cancelados: los aviones permanecieron en tierra como si un gigantesco entomólogo los hubiera clavado con un alfiler. Cuatrocientos pasajeros de KLM iniciamos un peregrinaje por la ciudad en busca de un lugar donde dormir que duró hasta pasada la medianoche. Mucha gente no tuvo la fortuna de encontrar una cama y acabó ovillada en las terminales. A la mañana siguiente los labios del volcán seguían profiriendo ceniza y las pantallas anunciaban el cierre de más aeropuertos: estábamos atrapados.

 

A treinta y cuatro nos metieron en un hotel cercano al centro. Nos fuimos conociendo: la señora india con problemas en las piernas siempre del brazo de su marido de pelo entrecano y mirada patricia; media docena de jóvenes keniatas invitados a un curso en Estados Unidos que no lograrían salir por primera vez de África; el matrimonio polaco que llevaba tres años ahorrando para irse de vacaciones a Zanzíbar; la chica galesa que no llegaría a la boda de su hermano en Cardiff. Y los demás. Cada jornada ha sido un trasiego febril y agotador de rumores, idas y venidas al aeropuerto y a las oficinas de las aerolíneas, llamadas, esperas. Al atardecer nos juntábamos: las esperanzas de partir mermaban. Una mujer francesa rompió a llorar inconsolablemente el segundo día. La gentileza del comienzo se fue convirtiendo en una hostilidad traslúcida. Sabíamos que cuando los aviones pudieran despegar sólo unos pocos entrarían en el primero. Lentamente el otro se fue convirtiendo en un competidor. Algunos decían que los ingleses saldrían antes porque su embajada les había conseguido un trato especial. A medida que pasaban las horas el cansancio amordazaba el ánimo. En apenas tiempo, de una forma extraña, empezamos a regatear con nuestra humanidad.

 

Estábamos atrapados no porque alguien nos confinara, sino porque no podíamos ir adonde queríamos. Éramos prisioneros pero no de muros, sino de meridianos y paralelos. Por unos días, tan solo por unos días, atisbamos qué se siente al no poder cruzar una frontera y alcanzar el lugar donde te esperan tu familia, tu trabajo o tu porvenir. Y piensas, tienes que pensar, en los millones de seres humanos que en el mundo entero no pueden cruzar una frontera porque alguien se lo impide; alguien distante, sin faz, alguien con quien es imposible argumentar, alguien que desconoce las razones personales, los sueños, alguien que se comporta como un volcán enfurecido, alguien sordo, fuerte, inextinguible: el estado, nuestro estado. Piensas en todos los inmigrantes que viviendo en países ricos no se atreven a regresar a sus naciones de origen para ver a los suyos porque no podrían volver al norte; en las personas que pasan semanas, meses, años luchando por obtener un visado que les permita viajar a una tierra donde sacar adelante a sus hijos trabajando como mulas; en los que no lo consiguen y se hacen a la mar sobre almadías miserables; a la mar, que es el morir. Y piensas que al menos el volcán cesa.

 

Ayer, temprano, reabrieron los aeropuertos en Europa. Aún tardaremos en abandonar Nairobi: KLM tiene que reubicar a más de dos mil pasajeros. Tengo mi pasaporte en un bolsillo: con él puedo viajar donde lo desee. Este privilegio lo ganó mi nacimiento, no mi esfuerzo ni mis convicciones. Uno quiere creer que los hombres han luchado durante siglos por abolir los privilegios de cuna, y sin embargo ahora nos aferramos a ellos para denegar el paso a los que, de piel variegada, nacieron lejos. Para ellos el mundo yace bajo un volcán espurreador de pavesas: nosotros, los votantes de las poderosas democracias, somos ese volcán.

 

Estoy sentado a la luz de una lámpara miope, leyendo los versos de Gertrud Kolmar, una poeta judía alemana que murió en Auschwitz. Allí estuve yo una mañana de noviembre hace tres lustros. Recuerdo el frío, la desolación del paisaje, la historia desjarretada en los edificios. Aunque más aún recuerdo los muros, las alambradas, la vida clausurada dañándose el sentido. Donde no hay trayectos, horizontes desnudados, no somos: somos, por encima de todo, allendes. Años antes de ser deportada al campo de concentración, Kolmar, con la voz acechada por los canes del nazismo, escribió este poema terrible y hermoso,

 

 

DE LA OSCURIDAD

 

De la oscuridad vengo yo, una mujer.

Llevo un niño, ya no sé de quién;

en otro tiempo lo supe.

Pero no hay más hombre para mí…

Todos se han hundido a mi paso, como un riachuelo

que la tierra bebió.

Avanzo más y más lejos.

Porque quiero alcanzar las montañas antes de que se haga de día,

y ya se apagan las estrellas.

 

De la oscuridad vengo yo.

Marchaba sola por oscuras callejas

cuando de pronto se abalanzó una luz, despedazando con sus garras

la blanda negrura,

el leopardo a la cierva,

y una puerta abierta del todo escupió una espantosa algarabía,

un griterío salvaje, un aullido animal.

Unos borrachos se revolcaron…

Todo esto lo sacudí del borde de mis ropas por el camino.

 

Y atravesé el mercado desierto.

Las hojas nadaban en los charcos, que reflejaban la luna.

Perros flacos, ansiosos, olisqueaban desperdicios sobre las piedras.

Pisoteadas, se podrían las frutas,

y un viejo cubierto de harapos seguía torturando su pobre

instrumento de cuerda.

Cantaba en voz baja un desafinado lamento,

sin ser oído.

Y aquellas frutas que en otro tiempo maduraron al sol, con el rocío,

aún soñaban con el perfume y la dicha de la amorosa flor,

pero el mendigo quejumbroso

hacía tiempo que lo había olvidado y no conocía ya

más que el hambre y la sed.

 

Ante el palacio del poderoso me detuve en silencio,

y cuando pisé el escalón más bajo,

el porfirio rojo carne estalló, partiéndose bajo mi suela.

Me volví

y miré hacia arriba, hacia la ventana vacía, la tardía vela del pensador,

que meditaba, meditaba, y jamás se libró de su pregunta,

y hacia la lamparilla velada del enfermo que, por supuesto, no estudió

la forma en la que habría de morir.

Bajo los arcos del puente

dos esqueletos horribles se pegaban por el oro.

Yo alcé mi pobreza como un escudo gris ante mi rostro

y seguí mi camino sin ser molestada.

 

A lo lejos el río habla con sus orillas.

 

Ahora tropiezo al subir por el sendero de piedra, recalcitrante.

Los guijarros, los matorrales de espinas hieren las manos

que tantean a ciegas:

espera una gruta,

que en la más profunda hendidura alberga al cuervo verde metálico,

el que no tiene nombre.

Entraré ahí,

me acurrucaré bajo la sombra de sus grandes alas y descansaré.

Amodorrada escucharé cómo crece la muda voz de mi hijo

y dormiré, con la frente inclinada hacia el este,

hasta la salida del sol.

 

 

Clareará el día en que los seres humanos caminen por la tierra toda como si ésta fuera su heredad: porque lo es.

 

Dentro de un par de horas amanecerá en Nairobi: quizá hoy pueda volver a casa.

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