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De la responsabilidad

No pretendo ser demasiado original con este apunte: no debemos olvidar los ecos, si es que aún nos llegan por algún lado, de un texto sencillo y básico como La política como vocación.

 

Los investigadores sociales (también cualquier ciudadano) deberían leer detenidamente esta conferencia pronunciada a finales de la década de los diez por Max Weber. Con ella, el sociólogo alemán intentó elaborar un sensato llamamiento, pero se transformó en una firme apología de la humildad. La conferencia fue dictada pensando en Ernest Toller, uno de sus discípulos, dramaturgo vanguardista y comunista. Toller era uno más de los muchos jóvenes embriagados por la novedosa “emotividad de las masas”, como describió Jünger en sus diarios a esos fenómenos políticos originados por la Europa negra. En el fondo, se trataba de dar un toque de atención intelectual ante el incendio que se avecinaba, aunque Weber no podía imaginar entonces la desagarradora noche del nazismo.

Weber diferenciaba en el texto la ética de las convicción de la ética
de la responsabilidad. Por supuesto, debe ser legítimo (y necesario) mantener nuestras convicciones, pero teniendo siempre presente una
responsabilidad ética, por la cual actuamos pensando y atendiendo a las
posibles consecuencias de nuestras opiniones y acciones. Por desgracia, como
una larga lista de nuestros políticos, nos olvidamos de lo
segundo en demasiadas ocasiones. Defender una ética de la responsabilidad permite enfrentarse a la ciencia de la desconfianza o del afirmamiento, dominantes en la actualidad. Se
ha denunciado en este mismo blog, la historia es una
proclive industria de la identidad. Porque la convicción siempre vence
a la responsabilidad y preferimos juzgar antes que comprender.

Con todo, el principal problema es nuestra autobiografía, no la politización de la historiografía. Nos molesta alterar nuestras certezas y es complicado desembarazarse de la amarga compañía de las propias convicciones, del uniforme como señalaba irónicamente Marcel Detienne. Por lo tanto, habrá que reconocer que entre la legitimidad y la legitimación existe un largo camino por recorrer. Siempre nos parecen legítimas nuestras legitimaciones, curiosamente, y eso no nos hace reflexionar. Voltaire se adelantó hace siglos: la duda no es un estado demasiado agradable, pero la certeza es un estado ridículo.

Mientras esto no cambie, y podamos entender que los demás también tienen razones, me dominará cierto pesimismo histórico. El historiador tiene sus convicciones, pero debe enfrentarse a ellas. La historia no puede ser un mero conocimiento que nos haga un poco más sabios, ¡y si hay suerte! Ya lo insinuó John Lewis Gaddis hace años, “la duda acerca de uno mismo debe preceder siempre a la autoconfianza”. De esta manera, lo incierto de nuestro presente y de nuestro futuro enriquecerá la lectura de un pasado que puede ayudarnos a una comprensión más exacta de las inquietudes que nos acechan. Cualquier ser humano tiene la vida en sus propias manos por lo que es capaz de hacer y hacerse preguntas. Esta capacidad constituye una de sus mayores grandezas y fundamenta nuestra libertad y autonomía. Es decir, la reflexión autocrítica edifica una potente ética de la responsabilidad.

 

Llegados a este punto, quizá debamos aplicarnos las enseñanzas de Octavio Paz, cuando aconsejaba que la poesía, que no se encuentra tan alejada de la historia, debía “sugerir, inspirar e insinuar. Nunca demostrar sino mostrar”. Como lector siempre he valorado más una interpretación sugerente y abierta, que haga preguntas incómodas y deje algunas sin responder, que demostraciones cerradas de prejuicios cegados ante la realidad. Porque, como reconoció José Jiménez Lozano, son los hombres, uno a uno, los que importan.

 

Nadie dijo que fuera fácil. Sugerir, inspirar e insinuar; un buen proyecto elemental y de futuro. Aquellos que juzgaron su tiempo sin replantearse la mirada hoy en día son reyes desnudos y en algún momento hablaremos de ellos.

 

 

“Ya entonces sabía que había otras maneras de mirar, que si, por así decirlo, retrocedía dos o tres pasos y tenía una visión más amplia del escenario, necesitaría otra forma de escritura. Y que si, para mayor complicación deseaba averiguar quién era yo y quién era la gente de la calle (éramos una pequeña isla de inmigrantes, diferente racial y culturalmente), necesitaría otra forma de escritura. Y a esa complicación me llevó mi escritura».

V. S. NAIPAUL

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