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Mientras tantoDe Lanzarote a Poznań I

De Lanzarote a Poznań I


Querido J. Prensa:

Recibí tu carta con ilusión. Disculpa la tardanza en responderte. Ya sabes que en esta isla siempre es una hora menos y aquí los latidos del tiempo se enlentecen. Los adjetivos caen de los atardeceres y emergen del mar. Pasean lentos como mueve el viento las sombras de las nubes por la faz de los volcanes. Todo carece de prisa. Igual que ese marino cotidiano que veo algunas tardes en el muelle arreglando el timón de su barco.

Hasta podría decirse, amigo J., como ya te dije alguna vez, que aquí incluso se llegaría a perder como en ningún otro lugar del mundo la noción de las estaciones. De hecho, de no ser por el viejo calendario gregoriano, al que uno sigue supeditado, las estaciones serían una pura ficción, cadencia de otro planeta, material literario. Aquí se vive siempre regresando al verano.

Ahora entiendo a Borges cuando decía que la lluvia siempre sucede en el pasado. Los inviernos, para mí, ya pertenecen al mundo de las ideas y de mis ayeres. En un rincón de mi armario, descansan arrumbados en un letargo de sueño de invierno chaquetones y jerséis de cuello alto, bufandas, calcetines para dormir y hasta un polar de caricia leñosa. Reliquias de un mundo de helores que me traje de la vieja aldea. Todo eso aquí sobra. Aquí uno aprende a venir y a vivir ligero de equipaje. Como los hijos de la mar. Y ya la ropa de abrigo va llenándose de arena y sopor de calima.

En estas últimas semanas, he disfrutado mucho leyendo tu carta. Sobre todo porque me regalas un recorte del verdadero invierno que aquí ya no tengo, que quizás aquí he perdido para siempre. Me gusta lo vertical de tu prosa, esas hebras magistrales de la sugerencia poética. Al leerte, se me hace muy fácil ensoñar el mundo glacial de tu Polonia, sus noches cerradas, ese como celofán amarillo en las ventanas cuajadas de frío, ese tren que no vemos, que tú oyes y que yo vislumbro en mi imaginación cargado de astilleros que regresan al hogar entre olores a hierro quemado y tejidos de lana. Recuerdo aquel Madrid de junio cuando me anunciaste que te marchabas al Este. Dimos una vuelta por el barrio judío, tomamos algo en una terraza cualquiera y a la noche un helado -el mío de crema de orujo- en una heladería gallega cerca de Sol. Polonia estaba de fondo. Todavía en la lejanía de bosques y días grisáceos. Allí te ibas tú, con tu hechura de hombre de fronteraS.

Ahora escribimos desde paralelos imaginarios cultivando la amistad y la escritura y anhelando lo que nos falta. A ti el sol que se te va mientras escribes; a mí la frescura que necesito en esta tarde sofocante de calima, ese asomo del Sáhara en la isla, cuando, cerca del balcón que da a un barrio tranquilo del norte de la ciudad, te escribo esta carta.

Van cayendo el día y el silencio. Un silencio que permite escuchar el pálpito de la isla. El bocinar de algún crucero que atraca o parte allá abajo en el Puerto, el tronar de los aviones que acaban de despegar y que se abren paso entre las nubes. Londres, Dublín, Roma. A veces me gusta verlos llegar, descender. Milán, Hannover, Basilea. El mundo planeando entre el mar y la tierra.

Afuera los alisios ya mecen a las altas palmeras y los versos de José Hierro vuelan entre mis manos y mis entrañas: He aprendido a no recordar. En esta isla, querido J., se vira hacia el presente. La vida aquí no pesa, ni siquiera el peso del pasado. Junto a Hierro, los cuentos de Cheever. El relato ¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza! me hizo pensar la otra madrugada en la nostalgia que sentiré dentro de unos años, cuando la juventud y la belleza que hoy me trae esta Ítaca atlántica sean acaso mañana los mitos de mi vida.

¿Nieva mucho en Poznań?

Una eternidad que no veo nevar.

Te abraza,

Antonio

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