Querido J:
Gracias por tu nueva carta. La recibí cerca de la medianoche del último domingo de marzo mientras caía una llovizna sobre la ciudad y abril irrumpía en el Trópico.
En esta isla la lluvia es escasa. Llueve quince días al año según las estadísticas. Lo justo para que verdezca el paisaje agreste, ocre y tizón. Se dice que es una tierra muy agradecida porque florece con poco. Y es verdad: no hacen falta severos aguaceros ni trombas aviesas ni demasiados días de galaica lluvia pertinaz para saciar a sus entrañas de fuego. Y cuando llueve, no se encapota el cielo en una cerrazón grisienta, como esos plomizos atardeceres de los que me hablas allá en Poznań. Aquí no. Aquí los cielos están siempre abiertos y un sol dorado se cuela por entre las nubes y barniza la tormenta. El romanticismo meteorológico no va con esta isla.
Aquí cae una lluvia de vanguardia, espolvoreo huidizo de efluvios atlánticos, esquirlas de conchas y algas desmenuzadas durante años por la mar, sílice de volcán y arena milenaria de la vecina África. Se desliza de norte a sur y alivia la sed ardiente de la lava centenaria del malpaís, del jable amarillento de los cultivos de millo, de las tabaibas que crecen en tierra cenicienta, de la vinagrera que llegó de El Hierro en los años cuarenta como alimento para el ganado y que el viento esparció hasta colonizar la piel rojiza de los volcanes de Timanfaya.
Su paso fugaz deja una leve rastra de bochorno de agua salada en la piel de los isleños cuando se pierde con una brisa lejana de palmera estremeciéndose en la infinidad del mar. Creo que aquí la lluvia no tiene un carácter tan sentimental que cale los corazones como sí lo hará en Poznań o en el París de Verlaine: Il pleure dans mon coeur / comme il pleur sur le ville.
Días después de la lluvia, las tierras altas amanecen sembradas de vida vegetal inusitada, con su sereno sobre las verdes vides que crecen con un vigor de primavera.
Pero en tu carta no me preguntabas por la lluvia sino por la calima, ese polvo en suspensión que los alisios arrastran desde los desiertos saharianos y que crea la sensación de vivir en el centro de una caldera bullente. Amigo J, cuando hay calima todo se ciega. Los ojos irritados ya solo contemplan el paisaje en sepia. Es como si a la isla le salieran cataratas. A veces no se ve a menos de un kilómetro, pues una espesa niebla borra la línea del horizonte. El mar desaparece. El cielo se ensucia. Los planes del fin de semana se desmoronan: todo el mundo se queda en casa abanicándose el sopor, todo el mundo se va a la playa para curarse la ardentía en la piel. Todo lo acapara la calima, todo se borra en la calima.
Los viejos del lugar dicen con sus voces cargadas de aire mineral que nunca hubo tanta calima ni tan seguida en un mismo año. Sentados en el Teleclub o en el escalón de las puertas de sus casas en la caleta, con sus ojos entornados y la piel atezada de tantos años de luz, se elevan como los verdaderos oráculos del clima. Saben bien de lo que hablan. Muchos han hecho su vida en la mar o han sudado el sombrero para sacarle un trozo de pan a una tierra imposible y en sus adentros late el tempo de esta isla. Ahora columbran sorprendidos estos cielos y esta tierra bruscos y cambiantes.
Cuando al fin se retira el velo de la calima, explota la belleza de los colores vivos de Lanzarote. Es un momento milagroso en que parece que nos ha sido devuelta la frescura de la vista. El azul cobalto de las playas, el verde y blanco de las casitas en los pueblos de las laderas. Y cuando anochece, el horizonte se extingue en franjas de ámbar, bermellón, glauco y amarillo como hermosas banderas de ningún país, estandarte del ocaso, travesía de la noche. Y la luna resplandece rodeada de estrellas custodias en un cielo marino y malva oscuro que me recuerda a la portada de un disco de Chet Baker de 1986, Strollin’: vagando.
Cuéntame sobre las noches en Poznań, amigo J. A veces ni puedo imaginar la vastedad de aquellas tierras del Este.
Un abrazo.
Antonio