Llegan nuestras cartas como arriban las estaciones: con la ardentía de un nuevo tiempo, desde un remoto insondable, con sus historias que contar y sellos de ningún país.
Te escribo ya muy de noche, en uno de esos días un poco largos en que sin embargo me resisto a ir a la cama. El viento forcejea los postigos de la ventana, agita las hojas de los árboles en el parque solitario, surca, vaga y pernocta la isla en la madrugada sin rumbo.
En la pantalla del ordenador, tu última carta y la fotografía que la acompaña, tan soturna y desangelada, el edificio de ojos amarillos y en el cénit la luna blanca y su velo de seda, vigía en la unánime noche. La niebla negra de tu Polonia.
Aquí las lunas se miran mirando al mar. Voluptuosas lunas lorquianas que hacen el muerto sobre las trémulas aguas de las olas.
Me pregunto, amigo J, cómo serán en el Este tus noches del mes de junio. Si también la primavera se despide con cielos de fulgor incendiado, o si los balcones estarán abiertos de par en par en “las altas horas de estudiante solo”, como rezan los versos de Jaime Gil de Biedma en el poema Noches del mes de junio. Ah, aquel regusto frutal y benjamín de la felicidad temprana, cuando el tiempo se desencadenaba de pronto.
Aquí ya empieza a soplar el verano. De violeta y de granate ya han florecido la jacaranda y el flamboyán. Pero ya no habrá tregua de viento hasta septiembre. El cielo se llena de cabriolas de espuma en las puestas de sol, de hilachos de nubes pintarrajeadas como pinceladas de expresionismo abstracto de tanto ser repeinadas y vapuleadas durante todo el día por los alisios.
Largos serán los suspiros silbantes del estío, ay.
¿Qué planes tienes para las vacaciones? ¿Vuelves a Madrid?
Madrid, pecado capital…
Te abraza,
Antonio