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Mientras tantoDe los padres

De los padres


 

En esto podría consistir el padre, en mantener una relación benéfica y protectora –relación que da un margen de tiempo– con la violencia del sentido, con el trauma de lo no decidido. Esto es, con lo no elegido que de todas todas nos constituye. A la fuerza, ciertas mitologías democráticas han de torcer el gesto ante esto, pero si hemos sido arrojados al mundo –hasta Ortega se hace eco de esta fatal evidencia en medio de un mundo que se cree «libre» [1]–, el padre parece darle un carácter y un nombre propio a una suerte de Weltanschauung configurada en torno a ese absurdo que siempre está en la base.»El ruido de lo que somos tapa las palabras que decimos», dice en algún lugar Emerson. Más abajo de sus ideas, los padres educan en el sentido de que, preservando a los hijos de la violencia del mundo, le enseñan unos límites y le preparan para ingresar en ella, para encontrar un cobijo en ella. También aquí hay que hacer cualquier cosa para huir de la cultura, para enseñar desde fuera.

 

Y esto, aun suponiendo que haya otra herencia distinta a la soledad, al abandono. ¿El padre transmite al hijo otra cosa que la dureza de ser singular, de no tener equivalencia, de ser siempre Hijo único? [2] De ahí vendría la autoridad paterna, su angustiosa responsabilidad ante los hijos: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo? [3] No solamente se trata de la protección que brinda, sino del hecho de asumir la necesidad –en nombre del hijo– de una diferencia injustificable, de una otredad que determina la existencia cualquiera, previa a cualquier decisión. Descender es básicamente transformar una herencia en tarea, una esencia (ser) en existencia (devenir), en suma, querer lo que se ha llamado el Dasein [4]. En esta línea, decía Auden: «Haz de tu maldición un viñedo». Pues bien, esa sería la única lección del padre. Los padres, en este sentido, tienen hijos por «egoísmo»: son ellos quienes se rehacen a través del hijo, es el hijo el que revela, el que educa [5]. Lo cual, por añadidura, explica que se pueda descender a través de una obra, sin tener hijos. Explica también que tener hijos no garantice nada [6].

 

Lo simbólico del Padre, el Nombre del Padre, es cierto, encierra ante todo la idea de tomar distancias con la inmediatez, de ingresar en el desdoblamiento del mundo. El padre enseña a asumir, de una manera distinta, la finitud –la castración, pasando de la «psicosis» a la «neurosis»–. Si el judaísmo y el cristianismo tienen ahí un pivote común, lo tienen también en cuanto a que es el Padre quien arranca de una excesiva proximidad con el seno de la tierra. Pero también es el padre quien, a través de la dureza –siempre oscurantista– de lo social y sus prohibiciones, permite de algún modo un retorno. Le da una razón a la madre, una «segunda oportunidad» a la tierra natal. Precisamente porque el padre introduce la errancia en el mundo, una invitación al desarraigo. Por supuesto, las formas han cambiado, pero esa dialéctica subsiste: si falta «la paciencia, el trabajo, el dolor de lo negativo» (Hegel), el retorno, la tierra misma, es imposible. Y esto porque sin violencia –discriminadora, excluyente– no hay naturaleza, tampoco comunión «poética» con ella. No hay dulzura materna que no necesite esa división, esa dura y paralela tragedia.

 

Aunque Hegel, por un lado, y Nietzsche y Kierkegaard por otro, representan dos conceptos muy distintos de lo paterno, así como de la dialéctica entre la naturaleza y la historia. En el primer caso se le concede finalmente una primacía a lo histórico-conceptual sobre toda inmediatez, que siempre es mediada. De ahí que la palabra última sea la del padre como una figura «superadora» de la madre, de la tierra natal, de oriente [7]. En el segundo caso no puede ser así, pues no hay superación –Aufhebung, «ese bonito sueño de la filosofía» [8]–. Para Nietzsche, que pasa por misógino, Apolo, lo diurno-histórico, está siempre subordinado a Dioniso, que saca su fuerza y su juego de una relación directa con el vértigo, con el abismo de lo informe. Igual que la figura del León está subordinada a la del Niño: «La noche es más profunda de lo que el día ha pensado» [9].

 

En cuanto a Kierkegaard, la primacía ontológica corresponde a la inmediatez, al salto que encarna el instante. En tal sentido cualquier padre, incluido Abraham, no puede ser más que un medium para ese retorno, para ese Dios que habita en la paradoja que es la existencia. Abraham es quien es porque esperó que se cumpliera lo imposible [10]. El patriarca «existe en cuanto que cree»… en la singularidad, inconmensurablemente universal, del instante. Suponemos que Lacan, a pesar de su interés por Hegel –y por Heidegger–, está más cerca de la segunda posibilidad que de la primera.

 

Pero hoy todo esto puede muy bien sonar extraño. El sistema cultural entero vive en la demagogia de la inmediatez, una demagogia más «maternal que «paternal», por cierto, más «juvenil» que «patriarcal». Nuestra democracia postmoderna vive de ocultar que no hay encuentro sin una previa división, que no hay diálogo sin una previa decisión excluyente, no consensuada. Decisión que en la democracia siempre mantiene en instancias clandestinas: los estados mayores de los laboratorios, de la empresa, de la mercadotecnia, del Estado. Toda inmediatez, aunque sea en la forma mínima del instante que obsesiona a Kierkegaard y Nietzsche, es una inmediatez recobrada después de la desgarradura, la alteridad, la negación que lo paterno introduce. Sin eso, sin el dolor de lo negativo, no hay regreso posible al uno a uno «femenino» de la existencia. Sin eso, falta incluso para los hijos –cosa frecuente hoy en día, lo cual es de una astucia política sin precedentes– la posibilidad de rebelarse. El «antiautoritarismo» de este sistema nodriza desactiva toda posibilidad de rebelión en su misma fuente. El capitalismo vendrá después a recoger los restos.

 

Hay una línea, la del padre, forzosamente en descrédito debido a que el poder que hoy se requiere es interactivo, deslizante, consensual. Un poder capilar que debe mimar al narcisismo del sujeto, un sujeto previamente adelgazado, vaciado. El Estado-mercado, en suma, coaligado al Estado-nación. Un poder microcelular con alternativas incorporadas, dotado de una geometría variable para mejor adaptarse al estilo de cada localidad, de cada individuo. Su modelo es más la tabla de surf «femenina» que el rompeolas «masculino», que reservamos para los pueblos atrasados, unas afueras de la traslúcida democracia sobre las que probaremos nuestra formidable tecnología punta. Si hojeamos el «Post-scriptum» de Deleuze, cuyo título retoma de Kierkegaard, veremos por qué la familia ha de saltar hecha pedazos –como toda comunidad de arraigo del individuo [11]–. Se necesita un poder de ala variable, abierto, antiautoritario, armado con toda esta demagogia del pluralismo de la expresión, aunque el margen de acción sea mínimo.

 

Un individuo desterritorializado, que pueda identificarse ágilmente en la lógica del reemplazo informativo, es lo que necesita el conservadurismo genial del movimiento. Por tanto, nada de padres. Lo que está al orden del día es el poder-juego que funciona puenteando el Yo, corroyendo el carácter con una alianza espectacular de escándalo (Ello: mercado) y corrección política (Superyó: Estado). El mismo Deleuze, el que critica «la enfermedad europea de la trascendencia» en nombre de cierta inmanencia «americana», sería reacio a aceptar la idea de un Padre aceptable… Y tal vez esto no es del todo ajeno a sus reticencias hacia el psicoanálisis [12].

 

Por no tradicional, la línea argumental de Kierkegaard en torno al símbolo del Padre se aleja aún más de la corriente mayoritaria actual. Empuñar el temor, el temblor de una relación absoluta con la paradoja de la existencia es el ejemplo de Abraham en una singularidad, instante y salto, de la que hay que hacerse angustiosamente responsables. Padre es quien se hace responsable de las voces que oye, de lo no decidido. Como Nietzsche, Kierkegaard defiende asir la impropiedad, las voces que se oyen ahí, al trauma de un acontecimiento que nos constituye. El autor de Diario de un seductor defiende la virilidad de no retroceder ante el miedo, de no delegar en «lo general».

 

Padre es el que desciende, el que tiene un hijo incluso de su vejez: «Contra toda esperanza» [13]. Descender es el único deber, completamente paradójico, pues hasta la muerte debe de ser una tarea, para la que hay que ser joven de corazón [14]. Padre es quien afronta la angustia de Abraham, un mandato que viene del interior y del que el hombre ha de hacerse responsable [15]. Lo interior es más fuerte que lo exterior, «lo impar es más perfecto que lo par» [16].

 

Abraham, con su acto, quebranta lo general, inicia una suspensión teleológica de la ética –con un telos superior que está «fuera de él mismo»–. Se trata de la dialéctica de la fe, un pensar paradójico por el cual el individuo se sitúa por encima de lo general. Esto le permite escapar, fugarse de las mediaciones: o es «un asesino o un creyente», dice Kierkegaard [17]. Quien además es claro con respecto al precio que tiene ese movimiento: primero «resignarse infinitamente» para luego recobrarlo todo, como si fuera lo mismo, «en virtud del absurdo» [18]. Este movimiento implica conservar renunciando: en otras palabras, vencer el mal abrazándolo. «Expulsa a los demonios por virtud del príncipe de los demonios» [19].

 

Una especie de infinitud carga la finitud, haciéndola inmortal: «Una eternidad que no le podrá ser arrebatada jamás por realidad alguna» [20]. Una especie de trascendencia vacía carga la inmanencia del que cree así, en una eternidad que coexiste con la más breve duración. Clavado en el umbral de ese instante, tal hombre se encontrará a la vez como «detenido y en marcha» [21]. Nos sigue pareciendo que esta propuesta no está lejos de lo más radical que nos ha legado la modernidad. Desde ella, la Iglesia misma es «igual al Estado», pues, como en Nietzsche, lo «general» une al laicismo con la religión, con esa religión que al final siempre triunfa [22].

 

¿Kierkegaard melancólico? No, no sólo, no exactamente. Más bien un pensador que mantiene una relación constante con la violencia del sentido real. Con una tendencia instintiva a ponerse del lado de lo prohibido, a localizar lo excluido, el afuera –a la manera de Foucault, Pasolini, Agamben o Handke–. Según Deleuze, Kierkegaard, igual que Nietzsche, mantiene una relación privilegiada con la diferencia que sólo puede repetirse, con la paradoja que ha de tomar la forma de la excepción, ese Instante que pertenece «más al campo del milagro que al de la ley» [23]. Según esto, padre sólo puede serlo quien sabe de lo pequeño: «Grande por la sabiduría, cuyo secreto es necedad» [24]. Quien, en suma, puede brindar protección porque se ha fortalecido en el desamparo, ha crecido desde esas «voces» incomunicables. Cierto, que Abraham escape a la mediación implica que no puede hablar, que «no puede hacerse comprender por nadie» [25]. «El dolor es el que lo convence de la legitimidad de su comportamiento» [26].

 

El problema es que una decisión no se puede pensar, no se puede explicar. «Ningún hombre podrá emprender jamás ninguna acción si ya desde el principio trata de juzgarla según el resultado» [27]. ¿No sería entonces más piadoso para nuestros hijos, para este mundo despiadado que hemos heredado –doblemente despiadado porque su ley jamás se hace expresa– volver a esa virilidad, al coraje de no ceder en cuanto a la «tentación de lo general»? Kierkegaard llama esta tentación, la ética: recordemos el entorno puritano que le rodea [28]). Si la ética es la tentación, el caballero de la fe que sigue a Abraham, alguien que muy bien puede pasar desapercibido, es «un exiliado de la esfera de lo general» [29].

 

Es cierto que, como decía Lacan, no hay nada más ridículo que un hombre viril, pero Kierkegaard se refiere a un hombre que es viril por su fortaleza para lo irreparable, algo que está al borde de lo imperceptible. El movimiento de la fe, el caballero de la fe es un padre de sí mismo, de sí mismo como si fuera otro –como obra de arte–, y por eso mismo su descendencia puede no ser visible [30]. Parece que hemos olvidado esta posibilidad. Ahora bien, la mujer misma, además de una infancia abandonada al consumo, ¿no es la primera víctima, la gran perdedora de esta general dimisión del padre?

 

O Picón, 7 de julio de 2012

 

1. José Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía? Lección X, pp. 246-248.

2. Jn. 14, 8.

3. Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barral, Barcelona, 1977, p. 46.

4. Acerca de esta «estructura circular» del Dasein, tan recurrente en Ser y tiempo, ver Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 190-194.

5. «(…) el maestro tuvo que ser la ocasión para que el discípulo rememorara». Sören Kierkegaard, Migajas filosóficas, Trotta, Madrid, 1997, p. 31.

6. «La atribución de la procreación al padre no puede ser efecto sino de un puro significante, de un reconocimiento no del padre real, sino de lo que la religión nos ha enseñado a invocar como Nombre-del-Padre». Jacques Lacan, «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», Escritos II, Siglo XXI, México, 1975, p. 242.

7. El feminismo mayoritario de la igualdad, en la medida en que sólo parece tener en cuenta lo social e histórico, ignorando la existencia y el devenir de una humanidad anónima en ella, no deja de ser un furioso hegelianismo de izquierda, profundamente «falocéntrico» en su estructura de valoración. En efecto, la «cultura» frente a la «naturaleza», la cultura normativa del concepto frente a la cultura antropológica de los afectos, es un valor intrínsecamente masculino.

8. Jacques Lacan, El Seminario. Libro 20: Aun, Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 104.

9. Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1980 (8ª ed.), pp. 49-51.

10. Sören Kierkegaard, Temor y temblor, Labor, Barcelona, 1988, pp. 33 ss.

11. Gilles Deleuze, «Post-scriptum sobre las sociedades de control», Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), pp. 277-286.

12. «Todos ustedes tienen problemas con sus padres, por eso actúan juntos contra mí». Citado por Jacques-Alain Miller, Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Barcelona, 2002, p. 77.

13. Sören Kierkegaard, Temor y temblor, op. cit., p. 41.

14. Se da en Kierkegaard una especie de kantismo del absurdo, de la singularidad: «El deber es la paradoja». Ibíd., p. 109.

15. Es sabido que Unamuno y Sartre, para defender después cierta idea de la libertad individual, se obsesionan con este ejemplo. Cfr. Jean-Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona, 1999, pp. 36-38.

16. Sören Kierkegaard, Temor y temblor, op. cit., p. 87. Y esto se dice además contra Hegel. Cfr. Ibíd., pp. 88-95.

17. Ibíd., p. 81.

18. Ibíd., p. 60. Una reciente entrevista de Agamben desarrolla esta misma idea invocando a San Pablo. Javier Ugarte Pérez (Comp.), «Una biopolítica menor», La administración de la vida, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 177.

19. Sören Kierkegaard, Temor y temblor, op. cit., p. 87. Kierkegaard habla también de «El más absoluto egoísmo, el más absoluto abandono». Ibíd., p. 98.

20. Ibíd., p. 63.

21. Ibíd., p. 60.

22. Ibíd., p. 102.

23. Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2002, p. 23.

24. Sören Kierkegaard, Temor y temblor, op. cit., p. 34. Kierkegaard habla también de un «coraje hecho de humildad». Ibíd., p. 100.

25. Ibíd., pp. 85 y 101.

26. Ibíd., p. 109.

27. «Y a estos pobres hombres las lecciones de los héroes no le servirán de nada, pues los héroes no conocieron el resultado (…) sino después de haber llevado a cabo sus proezas, siendo precisamente héroes porque las comenzaron». Ibíd., pp. 88-89.

28. Ibíd., pp. 84-85.

29. Existe una curiosa relación del caballero de la fe con el Niño de Nietzsche. Igual que éste, el caballero de la fe es un personaje básicamente afirmativo que muy bien puede pasar por «un burgués endomingado». Ibíd., p. 62.

30. Ibíd., pp. 55-56.

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