6. El terremoto de Lisboa
En la historia no escasean, precisamente, los acontecimientos trágicos. Hay cataclismos de todos los tipos y categorías. Tres nombres, altamente simbólicos, han traumatizado el alma moderna y destruido sus sueños: Lisboa, Auschwitz y Wuhan/China. Las tres catástrofes tienen semejanzas más por sus efectos que por sus causas: arrasaron miles de vidas (aunque una no tiene comparación alguna con ninguna otra de la historia); originaron conmociones profundísimas en sus épocas; ocasionaron un tremendo shock en las almas; y rompieron la columna vertebral de su tiempo. Las tres plantearon la gran cuestión: ¿cómo puede Dios permitir males tan gigantescos e incomprensibles?
Como todo el mundo sabe, la ciudad de Lisboa sufrió hacia las 9.30 de la mañana del 1 de noviembre de 1755, casualmente el día de Todos los Santos, un terremoto de gran duración y extrema violencia (unos cinco minutos), al que siguieron poco después diversos tsunamis, y ya para acabar un pavoroso incendio que se prolongó durante cinco días y destruyó prácticamente la ciudad entera. Murieron entre 60.000 y 100.000 personas. El terremoto se sintió en otros países, entre ellos España: hubo estragos en Córdoba, Valladolid, Salamanca, Coria, Astorga… Por decirlo así, fue la catástrofe inaugural de la era moderna. Resultado: Europa noqueada, y el optimismo del progreso, consecuencia de los espectaculares triunfos de la Ciencia Moderna y de la Razón Ilustrada, profundamente dañado.
Dios: de Juez Supremo a Inculpado ante el Tribunal de la Razón
Tras el terremoto físico sobrevino el filosófico, más decisivo: la negación de la bondad de Dios. Aquellos hombres no podían entender –como, seguramente, no podemos tampoco nosotros– cómo un Dios bueno era capaz de permitir una tragedia tan gigantesca. Con otras palabras, se puso sobre la mesa la cuestión de la Teodicea: es decir, el problema del Mal en el mundo. El término había sido “inventado” por Leibniz en su famoso libro Teodicea. Tratado sobre la justificación de Dios, su Bondad, la Libertad del hombre y el origen del Mal. Hasta ese día, Dios era el Juez Supremo del Universo. A partir de ese día, pasó a ser Acusado o Inculpado principal ante el nuevo Tribunal de la Razón. Con el hombre de juez. Por decirlo así, una revolución copernicana.
En respuesta a ese terremoto Voltaire escribió dos obras muy conocidas: el Poema sobre el desastre de Lisboa; y el famosísimo Cándido o el optimismo, un cuestionamiento de la conocida frase de Leibniz (y de Alexander Pope) de que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Frase que, dicho sea de paso, no quiere decir nada de lo que aparenta, aunque no vamos a entrar ahora en cuestiones tan difusas.
El Poema sobre el desastre de Lisboa, o examen del axioma Todo está bien es un estremecido, rebelde y continuo quejido desasosegado. Ataca Voltaire a esos filósofos equivocados que claman “todo está bien”, a los que pide lancen una mirada a aquellas ruinas espantosas, a esas carnes y miembros despedazados, a esas cenizas desdichadas, a mujeres y niños apilados unos encima de otros, a esos cien mil desgraciados a los que la tierra ha tragado inmisericorde. Y arrecia en su ataque preguntándoles: “¿diríais que se ha vengado Dios; es su muerte el precio de sus crímenes? ¿Qué crimen, qué falta cometieron esos niños ensangrentados y destripados sobre el seno de sus madres? ¿Tuvo Lisboa, que ya no es, más vicios o pecados que Londres o que París?”. Y contrariado acusa: con voz dolida proclaman ustedes [los filósofos] “Todo está bien”, pero el Universo les desmiente rotundamente. Tienen que reconocerlo, el mal está en la Tierra. “¿Cómo concebir un Dios, la bondad misma, que prodiga sus bienes a los hijos que ama y que vierte sobre ellos, a manos llenas, tantos males?”. Y entonces repregunta: “¿Qué soy, dónde estoy, a dónde voy, y de dónde me han sacado? Atormentados átomos sobre este montón de lodo, a los que la muerte engulle y de los que la suerte se burla, pero átomos pensantes, átomos cuyos ojos guiados por el pensamiento al cielo han tomado la medida… Este mundo, este teatro de orgullo y error, lleno está de infortunados que hablan de felicidad. Todo solloza, todo gime buscando el bienestar: nadie quisiera morir, nadie quisiera volver a nacer…; nuestras penas, nuestros pesares y pérdidas son incontables. Para nosotros el pasado sólo es un triste recuerdo; feo el presente, si no hay futuro… Un día todo estará bien, he ahí nuestra esperanza; hoy todo está bien, he ahí nuestra ilusión…”.
En defensa de la Providencia: Rousseau
A ese dolido poema contestó Rousseau con una famosísima carta en la que, quejumbroso, le dice a Voltaire que esperaba defendiese las causas más dignas de la humanidad, pero que con ese largo inventario de miserias “en lugar del consuelo que yo esperaba, usted me ha afligido”. Y añade, quizá pensase usted “que me tranquilizaría saber que todo está mal”. Así que le reprende: “no se equivoque señor, las cosas son todo lo contrario de como usted las concibe: ese optimismo que le parece tan cruel, a mí me consuela… el poema de Pope dulcifica mis males, me da paciencia, el de usted agria mis penas… me sume en la desesperación”. Y aclara: “de todas las economías posibles, [Dios] escogió aquella que reuniera el mínimo de mal y el máximo de bien”. Y sentencia: “si no lo hizo mejor fue porque no pudo”.
No entiendo, sigue Rousseau, cómo una doctrina como la suya “pueda ser más consoladora que el optimismo e incluso que la fatalidad misma. Confieso que me parece más cruel aún que el maniqueísmo”. Y ataca a Voltaire: si la forma de orillar el problema del Mal es poner en duda alguna de las perfecciones de Dios, “¿por qué justifica su poder a expensas de su bondad? Si hubiese que escoger entre los dos errores, yo elegiría el primero”. Es decir, Rousseau prefiere negar la omnipotencia de Dios que su bondad. En cuanto a los males físicos, continúa Rousseau, la cuestión no es por qué el hombre no es completamente feliz, sino por qué existe. Creo haber demostrado, recuerda Rousseau, que, a excepción de la muerte… la mayor parte de nuestros males físicos son obra nuestra. Respecto a Lisboa, la Naturaleza no construyó esos miles de casas de seis o siete pisos, ni el hacinamiento que existía. Y remata: si para nosotros es mejor ser que no ser, eso basta para justificar nuestra existencia. En cuanto a los filósofos, éstos, al despreciar vanidosamente la muerte, no hacen más que calumniar a la vida. A pesar de que existan males, la vida misma no es un mal, y si no siempre morir es un mal, vivir raramente lo es. Creo, reprocha a Voltaire, que se debe distinguir con cuidado el mal particular, que ningún filósofo niega, del mal en general, que es el que rechaza el optimismo. La cuestión no es saber “si cada uno de nosotros sufre o no, sino si está bien que el Universo exista y si nuestros males son inevitables. Así, en lugar de todo está bien sería mejor decir: el Todo está bien, o todo está bien para el Todo”.
Recurre entonces Rousseau a aquella famosa frase de Catón: “no me arrepiento de haber vivido, puesto que lo he hecho de tal manera que estimo no fue en vano”. Y, para acabar, cierra con una revolera: “me resulta difícil aceptar que usted tan sólo me ofrezca ahora una vaga e incierta esperanza que es más un paliativo para el presente que una recompensa para el futuro. Todas las sutilezas de la Metafísica no me han hecho dudar, ni un momento, de la inmortalidad del alma y de una Providencia bienhechora: la siento, creo en ella, la deseo, la espero, la defenderé hasta mi último suspiro y ésta será, de todas mis luchas, la única en la que el interés que la motiva jamás será olvidado”. Ante dos textos así, sólo queda callar y rumiar. En esa misma encrucijada estamos nosotros. Con una pequeña diferencia: que no tenemos unos filósofos que nos expliquen, con esa sencillez y penetración, la metafísica de este instante. Digamos la Crítica de la Razón de este tiempo tan hipocrítico y tan hipócrita.
7. La nariz de Cleopatra
Dice Pascal en una muy citada frase de sus Pensamientos: “La nariz de Cleopatra, de haber sido más corta, habría cambiado toda la faz de la Tierra”. Retumba ahí la mitificada tradición de que aquella mujer era capaz de desbaratar el rumbo del mundo, entonces el Imperio Romano. A propósito de Cleopatra, recuerda Plutarco que “su belleza no era en sí misma incomparable o tal que dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un gancho irresistible, y su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su intimidad, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo. Cuando hablaba, el sonido mismo de su voz tenía cierta dulzura, y con la mayor facilidad acomodaba su lengua, como un instrumento de muchas cuerdas, al idioma que se quisiese”. Pero el fondo último de esa frase algo enigmática de Pascal es otro: que hay realidades nimias, aparentemente insignificantes, que desencadenan grandes convulsiones y cambios en la Historia. En aquel caso, fue la nariz de Cleopatra, ahora es un virus (o sus concomitancias humanas, anteriores y posteriores). Lo que confirma una vieja convicción de Cicerón: “mínimos movimientos pueden causar cambios decisivos”.
Los contrafácticos
Lo que ese pensamiento de Pascal plantea es una cuestión que nos afecta a todos: personas, pueblos, épocas y generaciones. Ésta: ¿qué habría ocurrido si…?, y ahí podemos añadir lo que proceda. Por ejemplo, si Pilatos no se hubiese lavado las manos en el caso de Jesucristo. Se trata, por tanto, de pensar en situaciones o sucesos que podrían haber ocurrido muy fácilmente pero no lo hicieron, y conjeturar, a partir de ese cambio de guion, cuál habría sido el desarrollo “alternativo” de la Historia. O sea, los llamados contrafácticos. Los libros están llenos de este tipo de conjeturas: qué le hubiera pasado al mundo si Alejandro Magno no hubiese muerto tan pronto; si los árabes hubieran derrotado a Carlos Martell en Poitiers en el 732, o, por traerlo mucho más cerca, si hubieran derrotado a Pelayo en los riscos de Covadonga; si a la Armada (mal-llamada) Invencible no se le hubiese cruzado la famosa galerna y se hubiese producido la invasión de Inglaterra; si no hubiera tenido éxito el Atentado de Sarajevo, al que le faltó sólo un pelo para fracasar estrepitosamente; si a Hitler le hubieran admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena, donde le rechazaron despectivamente. Con esas pequeñas variantes el mundo sería hoy muy distinto.
El gran historiador alemán Leopold von Ranke nos prohibió entretenernos con estos acertijos: afirmó, taxativamente, que la Historia consiste en exponer lo que “propiamente ocurrió”. Y el filósofo Herder había dicho, tres cuartos de siglo antes, que “la Historia es la ciencia de lo que ha pasado, no de aquello que, según intenciones ocultas del destino, podría haber sido”. Claro que Nietzsche no comparte conclusiones tan desencaminadas: “la cuestión de qué habría ocurrido si esto y lo otro no hubiera acontecido es rechazada casi unánimemente, y sin embargo es precisamente la cuestión cardinal”. Los racionalistas Ilustrados van a lo suyo. Como escribió Wilhelm von Humboldt, “la aspiración general de la Razón humana está dirigida a la aniquilación de la casualidad”. No podemos más que desearles suerte a quienes lo intenten. Deben saber que esa aspiración no es más que un ingenuo sueño de la Razón, irreal como casi todos los sueños. Como ha demostrado, una vez más, el coronavirus. El problema está –mal que le pese a Hegel– en que lo casual y la casualidad han demostrado tener una naturaleza indestructible. Vuelven siempre.
Su Sagrada Majestad, el Azar
Quizá por eso el gran monarca ilustrado Federico el Grande de Prusia –a quien Voltaire calificó de “Salomón del Norte”, Napoleón alabó como gran estratega militar, y que fue autor de un famoso Antimaquiavelo, así que no se le puede acusar de no saber de lo que hablaba– llegó a una conclusión probablemente más certera: “Cuanto más viejo se es, más convencido se está de que tres cuartas partes de los negocios de este miserable mundo son aportados por Su Sagrada Majestad, el Azar”. La dificultad está en que el azar tiene muy distintas caras. Unas veces aparece como mera y total casualidad. Otras como una aparente casualidad, que, en su fondo, está determinada por causalidades ocultas que lo deciden todo. Frecuentemente llamamos destino a una decisión libre que pone en marcha un encadenamiento de sucesos que, una vez iniciados, ya no podemos variar. En el primer paso, somos libres, en los siguientes esclavos.
Trayendo todo eso a nuestra actualidad, también nosotros podríamos pensar en una serie de posibles contrafácticos que, como la nariz de Cleopatra, podrían haber cambiado nuestra vida y la faz de España. Por ejemplo, ¿qué habría pasado si el señor Rajoy, campeón interestelar de la inmovilidad, la inercia total y la estática desganada, hubiera utilizado la mayoría absoluta –que tuvo– para imposibilitar que ocurriesen cosas que se veía que iban a ocurrir y que, de hecho, ocurrieron? Y más caliente todavía, ¿qué habría pasado si el PSOE, en aquella tarde-noche de los cuchillos largos de Ferraz, donde por “arte de magia” apareció una urna escondida detrás de una cortina, hubiera expulsado del partido a este don Pedro Sánchez Pérez-Castejón? ¿Y qué habría pasado si el señor Rivera hubiese forzado un acuerdo con ese presidente? ¿Y si el actual gobierno, en vez de inflamarse con su dogmática, hubiera prohibido los actos y manifestaciones del 8 de marzo? Con cualquiera de esas variantes, hoy no tendríamos sobre la mesa más de 40.000 muertos, ni miles y miles de negocios arruinados, ni millones de personas en situaciones socialmente trágicas. Como precavidamente nos advirtió Pascal, ciertas narices cambian la faz de los pueblos, incluida España.
No le gustan mucho a Schopenhauer este tipo de excitantes: “desear que ciertos acontecimientos no hubiesen sucedido es una auto-tortura estúpida… es inútil reflexionar qué minúsculos y casuales fueron las causas que llevaron a aquel suceso y qué fácilmente podrían haber sido cambiados, pues todo eso es ilusorio”. Quizá lo sea. Pero tampoco está de más reflexionar sobre cómo a pueblos y personas les sobrevienen grandes males por ciertas decisiones que tomaron o no tomaron ellos, o los gobernantes que eligieron. El destino de Europa no hubiera sido el mismo con Churchill que sin Churchill. Recuerda Pascal la vigencia de una constante humana: “corremos sin temor hacia el precipicio después de haber colocado delante de nosotros alguna cosa que nos impida verlo”. Generalmente, la ensoñadora imaginación. Una facultad “tanto más engañosa en la medida en la que no siempre lo es, ya que sería una regla infalible de verdad si lo fuera infaliblemente de mentira… Pero, siendo la mayor parte de las veces falsa, no deja huella alguna de esa cualidad, marcando con igual carácter lo verdadero y lo falso…”. Y añade, somos tan imprudentes que no solemos apreciar lo que tenemos, el presente: “Lo ocultamos a nuestra vista porque nos aflige”. Así que nos apresuramos a abandonarlo para encandilarnos con un futuro imaginado que no está en nuestras manos y al que no tenemos certeza alguna de llegar.
Por decirlo así, la estratégica nariz de Cleopatra. O la de Pérez-Castejón, más Pinocho que reina egipcia. Con las palabras que Pascal toma de una reflexión de Montaigne, podríamos decir de este insólito gobernante que es uno de esos césares que se lanzan a los peligros como un impetuoso torrente y se precipita sin discreción ni tino contra todo lo que encuentra a su paso. Es cierto que el coronavirus ha sido nuestra enfermedad, es decir, la peste de nuestra época. Pero la verdadera enfermedad es el hombre. Al que Pascal pinta, con mano tan primorosamente literaria como la de Shakespeare, en este majestuoso Pensamiento: “Qué quimera es, pues, el hombre?, ¿qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y error, gloria y escoria del Universo”. En resumen, la humana condición según Pierre Charron, amigo de Montaigne: “vanidad, debilidad, inconstancia, miseria, presunción”.
8. Los cisnes negros
Una de las particularidades de esta pandemia es que ha sacado al proscenio a un actor que vivía escondido entre las bambalinas disfrutando de su naturaleza, o sea del misterio. Los cisnes negros. Ahora, cualquiera que se precie nos repite que este demoledor coronavirus ha sido un cisne negro. Vale. La fama de estos cacareados cisnes negros se debe a un bróker estadounidense, de origen libanés, Nassim N. Taleb, quien en 2007 publicó un famosísimo best-seller titulado El cisne negro, libro que tuvo, con todo merecimiento, repercusión mundial entre la ciudadanía occidental más conspicua. El subtítulo del libro explica muy bien de qué trata: de la aparición, impacto y consecuencias de los acontecimientos inimaginables. Por encuadrar la metáfora: hasta finales del siglo XVII no había –y además se creía que no podía haber– cisnes negros en el mundo, pues, durante cientos de años, nadie había visto un cisne negro. Todos eran blancos. Hasta que, de pronto, unos colonos ingleses los trajeron de la recién descubierta Australia. Taleb llama cisne negro a un suceso que reúne tres características: inmensa rareza o absoluta improbabilidad; impacto extremo; predictibilidad sólo retrospectiva (no prospectiva), es decir, que sólo somos capaces de explicarlo/racionalizarlo después de que ocurra, no antes. Según Taleb, los grandes cambios de la Historia suelen ser “cisnes negros”, y su frecuencia ha ido en aumento en los últimos decenios. Casos: desaparición de la Unión Soviética; los crack bursátiles (el de 1987, o Lehman Brothers); la aparición de internet; el atentado del 11 de septiembre; y podríamos añadir por nuestra cuenta y riesgo, Trump o el Brexit.
Anatomía de un cisne negro
Los cisnes negros han sido una obsesión en la vida de Nassim Taleb. Obsesión basada en su historia personal. Primero, la bolsa, que vive permanentemente en lo inexplicable (por eso un judío español, que escribió en el siglo XVII un famoso tratado sobre ella, José de la Vega, la denominó “confusión de confusiones”). Y después por su país de origen: Líbano. Un paraíso que, durante 3.000 años, había mantenido un refinamiento vital e intelectual de fuerte influjo francés, pero que fue arrasado en poco más de un decenio. Como sabe cualquiera por experiencia, destruir es más fácil que construir: lo que tardamos siglos en levantar se derrumba en un instante. Las destrucciones acontecen a muchísima más velocidad que las construcciones. Eso las hace más difíciles de creer, y de digerir: en el drama gigantesco del Líbano, sus ciudadanos más preparados pensaron, durante muchos años, que aquella “imposibilidad” que había ocurrido era algo pasajero porque “este lugar es diferente, siempre ha sido diferente”. No lo era. Lo mismo ha pasado en Venezuela, gracias a las recetas salvíficas de los salvadores de turno. De esa forma, Líbano pasó de paraíso terrenal a infierno dantesco. La “corteza de sofisticación” de cualquier época/país le dura a las termitas de la Historia unos segundos. En general, los cisnes negros positivos exigen tiempo, los negativos suelen ser casi instantáneos.
La arrogancia epistémica de los humanos
Esos son los hechos. Ahora viene la Filosofía (de la Historia). Siendo eso así, lo que más encocora a Nassim Taleb es la arrogante y tozuda ceguera de los humanos: que viven como si esos cisnes negros no existieran. Los ignoramos una y otra vez. Nuestras mentes parecen tener un ángulo ciego que les impide ver a esos mamuts que se pasean “ostentóreamente” ante nuestros ojos. Lo que creemos que no puede ocurrir, decretamos que no ocurre. La explicación de este absurdo la da un aforismo incomparablemente magistral de Nietzsche: “allí donde tu corazón no se atreve a mirar, tu ojo deja de ver”. A pesar de todo, el cisne negro llega: como el coronavirus, que ha estado a punto de arrasar el mundo. Que ese es el verdadero problema, y de ahí el inmenso miedo: ha faltado un pelo para que viéramos, por primera vez en nuestras vidas, un apocalipsis de verdad.
La Historia es opaca. Sólo vemos la superficie, no la caja negra en la que se ocultan las fuerzas que la mueven. Cuando llega el gran desorden, entonces el mundo se pregunta, atónito, “¿sabéis lo que está pasando?”, como, según Taleb, ocurrió en la crisis bursátil de 1987, cuando los accionistas veían, enloquecidos y paralizados, cómo segundo a segundo se evaporaba su patrimonio hasta que desaparecía por completo. Para Taleb, nada decisivo en la Historia surge de la planificación normal. Cosa que ya había adelantado Paul K. Feyerabend, a propósito de la evolución y desarrollo de la Ciencia, en su famoso libro Contra el Método. Añade Taleb: “La incapacidad para predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la Historia”. Una realidad con muchísimas consecuencias.
El gran fraude intelectual
Toda esa ceguera ocurre casi siempre con nuestra colaboración y ayuda: por el funcionamiento peculiar de nuestra mente. Que Taleb explica con una analogía: el curioso caso del pavo de Acción de Gracias. Pavo al que la cocinera, que va a ser quien lo hornee, alimenta mimosamente con las mejores exquisiteces, y el pavo engorda satisfecho, cloquea feliz y hasta siente que ha encontrado su sitio en el mundo. Vive así con un sentimiento creciente de seguridad, y sin percepción alguna de riesgo. La paradoja: su confianza se va haciendo más grande cuanto más se acerca el último día. La curiosidad: la sensación máxima de seguridad, y mínima de riesgo, la tiene la tarde anterior a que lo guillotinen. Lo más inquietante: que el pavo no aprende nada de su experiencia. Todas sus conclusiones son erróneas. La realidad marcha al margen de él.
Cosa parecida ocurre con nosotros. Como el pavo, navegamos en un océano de ignorancias confiados en experiencias engañosas. Diríamos que nuestra mente funciona siguiendo un Manuel de Usuario equivocado. No acabamos de entender que lo que desconocemos es mucho más determinante que lo que sabemos. Son las tramposas paradojas del funcionamiento de la mente que describe Daniel Kahneman (Pensar rápido, pensar despacio). La vida es inusual. De ahí el sinsentido de ignorar las rarezas. Pero lo hacemos. La mente humana avanza guiada por una especie de distorsión retrospectiva (lo que creemos que ha pasado no es realmente lo que ha sucedido) y por una valoración exagerada de la información fáctica. El capitán que llevó al Titanic al naufragio, Edward J. Smith, opinaba en 1907, unos años antes del hundimiento (1912): “Pero con toda mi experiencia, nunca me he encontrado en un accidente… de ningún tipo que sea digno de mención. En todos mis años en el mar sólo he visto un barco en situación difícil. Nunca vi ningún naufragio, nunca he naufragado, ni jamás me he encontrado en una situación que amenazara con acabar en algún tipo de desastre”. Estupendo, pero al gran Titanic se lo tragó el océano. Es decir, el viejísimo problema de la Inducción, tan magistralmente desmontado por Hume. Como decía jocosamente Churchill, el Ministerio de Defensa Británico siempre se está preparando para la última guerra pasada.
Los cisnes negros existen. Sería muy consolador que no existiesen y más todavía que pudiéramos acabar con ellos. Pero no es posible. La realidad no es comedida. Marcha a saltos. Frente a ella, sólo podemos agarrarnos a un clavo ardiendo: los cisnes negros mandan de una forma u otra señales e indicios. El problema está en que no los atendemos: por dogmas trasnochados, por nuestra inclinación a las idolatrías, por amor a la simplificación, por prestar atención a las alertas falsas, por la acentuación de lo típico, por los despistes de nuestro radar mental, o por nuestras infinitas negligencias. Eso es lo que ha pasado en el coronavirus. Como ya advirtió Platón, para la Verdad las creencias son enemigos más peligrosos que las mentiras. Nos ocupamos de lo normal. No de las rarezas, a las que casi nunca atendemos y menos entendemos. Vivimos con un insaciable sesgo de auto-confirmación. Frente a ese océano de trampas, no tenemos más arma que la vigilancia escéptica. Pero nos resulta incómoda. El milagro del conocimiento consiste en que es capaz de razonar acertadamente partiendo de premisas falsas. El problema está en que nos gusta más la verborrea. Sobre todo, si nos la venden como Ciencia. Verborrea mental, o verbal, que también es nuestro eterno cisne negro.
9. Salud del cuerpo, salud del alma
Occidente sueña cada noche con verse de nuevo en estado de inmunidad. Nuestra tranquilidad malherida anhela el pasado sentimiento de seguridad y detesta seguir en manos del azar. O mi reino por una vacuna. Pero la realidad, como las cebollas, tiene sus capas. Esta pandemia supone la coincidencia de dos virus superpuestos: uno invisible que acaba en los pulmones y destruye el cuerpo, y otro muy visible que entra por los ojos y arrasa los cerebros: las fake (fake/noticias, fake/ideas, fake/argumentos), es decir, las mentiras. Entre esos dos virus ha habido secuencialidad y, en alguna medida, causalidad recíproca: el primero en aparecer fue el virus de la mentira (que lleva años contagiando a nuestras sociedades) y después llegó el coronavirus. A nuestra época se la ha bautizado, no por casualidad, como posverdad. Lo que significa un circo con cinco pistas: muchos tuits, muchos payasos y otras locuras, o sea, Trump, Bolsonaro, Beppe Grillo, o Boris Johnson, por citar sólo foráneos. Tiene la época una evidente predilección por los histriones: espera de los frikis, las payasadas, los políticos inéditos y los timadores la “salvación” que no veía en los normales. Cosa propia de las crisis: el pueblo se aficiona a los tahúres que llegan al casino y juegan a la ruleta (rusa). Hasta ahí todo medio normal. Pero en España se nos está yendo la mano. Navegamos en el top mundial de fallecimientos por número de habitantes y en el top mundial de cuentos, falsedades y mentiras.
La mentira como sistema
Hace muchos años, el gran historiador de la ciencia Alexandre Koyré, francés de origen ruso, autor de celebrados libros sobre Galileo y Newton, afirmó esto: “Nunca se ha mentido tanto como en nuestros días, ni de manera tan desvergonzada, sistemática y constante”. Como lo escribió en 1943, en medio de la aberración más grande que hayan visto los siglos, no tuvo ocasión de descubrir lo ilimitados que pueden ser los humanos en la utilización desvergonzada de la mentira. Según Koyré, el engaño es el arma privilegiada de quien se siente inferior y la mentira el alimento que todo desalmado ofrece a las masas. Por si no le habíamos entendido, añadió que la mentira es la puerta por la que a una sociedad le entra el espíritu totalitario. Según él, todo totalitarismo se funda en la primacía de la mentira. Máxima virtud en esos sistemas. En los que la hostilidad natural se transforma en odio sagrado, creando una especie de ferocidad biológica. Y la fidelidad al propio grupo en deber único y supremo. O sea, obediencia perinde ac cadaver (es decir, ciega y muda como un cadáver). Además, ese espíritu totalitario expande la “psicología del justo perseguido”, es decir, el perseguidor se disfraza ladinamente de perseguido y emplea su vida en quejarse de que quieren destruirle, a él “pueblo elegido”. En resumen, la kakistocracia, o el gobierno de los más ineptos, incompetentes y cínicos. Una aristocracia de la mentira.
Por supuesto, nada de esto es nuevo. La mentira tiene una larguísima historia. La colocaron en el proscenio político los peores sofistas griegos, cuya misión consistía en “convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles”. De esa forma, pensar se convirtió en sinónimo de “embaucar”. Con sofismas utilizados para tapar la boca al adversario. De esa forma, la Verdad dejó de ser “adecuación o correspondencia con la realidad” para plegarse a lo que opinase la “mayoría”, o sea, los que opinan de todo. Como advirtieron alarmados los mayores pensadores griegos, eso supone convertir la opinión (y no el conocimiento) en criterio de Verdad.
El más incansable combatiente contra eso fue Sócrates. Quien, según su discípulo Platón, tuvo siempre esta convicción: al buen gobernante lo caracteriza “el horror a la mentira, a la que negará toda entrada en el alma, al paso que habrá de tener un amor igual por la Verdad”. No le sirvió de mucho. Le dieron la cicuta. Gran luchador en esa guerra fue también san Agustín, quien escribió dos tratados sobre la mentira, en los que encontramos explicaciones como éstas: mentir es “decir una cosa falsa con la voluntad o intención de engañar”; “el pecado del mentiroso es el apetito insaciable de engañar”; usar el lenguaje para mentir es destruir el fin originario de la palabra. Por lo tanto, el mentiroso tiene “corazón doble”: en la interioridad de su alma piensa una cosa, sus labios expresan otra. El summum de la mendacidad es mentir sólo por el placer de mentir y engañar. Siglos después, Lutero le dio al asunto un giro muy actual. Una especie de “teología de la mentira” en la que, cuando se dice una gran mentira por amor y mejora de la Iglesia protestante, nada hay que reprochar pues con eso no se ofende a Dios. Por tanto, ancha es Castilla. Esa es la raíz que alimenta a los sofistas de este nuevo “protestantismo político”: impunidad por autoinmunización.
El antídoto
El Covid-19 ha sido el choque –violento– entre nuestras fabulaciones modernas y la realidad. La “inconmensurabilidad” (Kierkegaard) entre deseos subjetivos y realidad objetiva del mundo. Tras las prudentes cautelas de posguerra, Europa se entregó, hace unos treinta años, a la filosofía Disney: sustitución de la realidad por la ficción almibarada y virtual. En la que nada tiene consecuencias. Las sociedades occidentales se han ido volviendo “románticas”: devotas de las fantasías y los misticismos más abstrusos. Afirmó Novalis en una frase llena de peligros: “La poesía es lo absolutamente real, y las cosas son más verdaderas cuanto más poéticas son”. Dicho en lenguaje ciclista, estamos haciéndole la goma al 68: generación que lanzó aquel eslogan de “sous les pavés, la plage” (“debajo de los adoquines, la playa”). Pero debajo del pavés no ha habido nunca playas, sólo virus o gusanos. Por decirlo con un título de Nietzsche, eso es la conversión del mundo tal y como es en una fábula. Narraciones fabulosas que son el gran emblema del Romanticismo, y, por lo que se ve, también el nuestro, o sea el cacareado relato. En correspondencia, asistimos en los últimos años a la destrucción sistemática –televisiones, universidades, élites e instituciones– de la herramienta más grande inventada por el hombre para defenderse en medio de la Naturaleza y la Historia: el Arte de Pensar. Vivimos en el desprecio a los hechos, que gustan menos que las fantasías. En el desprecio a la Lógica, que gusta menos que las contradicciones. En el desprecio a la crítica, que gusta menos que la adulación. Y en el desprecio a la Verdad, que es mucho menos manejable que la mentira. El antídoto contra todo eso está en una frase que se atribuye a Aristóteles: “amigo de Platón, pero más amigo de la Verdad”. En cuanto a las mentiras, Nietzsche, que era bastante escéptico en este asunto, hizo una distinción esclarecedora: hay mentiras-sinceras y mentiras-indecentes (de falsario). No son lo mismo. Por lo demás, ninguna sociedad ha podido prescindir a largo plazo de la Verdad, ni ninguna ha perdurado sin ella. Como formuló Zubiri, “la suerte de la Verdad arrastra la suerte del hombre”.
Urge mucho, es evidente, la inmunización contra el virus, pero urge tanto inmunizarse contra la mentira. Verdadera termita de la libertad. La vacuna para eso es la veracidad, de fondo y forma. O por decirlo con el gastado mantra socialdemócrata de Habermas: inteligibilidad, verdad, veracidad y rectitud. La clave ya nos la dio Sócrates hace más de dos mil años en su valiente defensa de la salud –física y política– de Atenas, su patria, atrevimiento que le costó la vida. El hombre es cuerpo y alma. El alma es espíritu pensante y razón ética. El Bien humano se produce por la armonía entre la salud física y espiritual. Armonía que está constantemente amenazada por dos fuerzas sobrehumanas: la Naturaleza exterior que amenaza nuestro cuerpo (ejemplo, el coronavirus); la mala polis que infecta y acaba con la salud de nuestras almas. Quien ataca a la Verdad destruye el alma de los ciudadanos y con eso daña gravemente la democracia. Pero, por lo que se ve, hay élites y poderes que todavía no lo saben.
10. Un canto póstumo
El discurso fúnebre más famoso de la historia humana quizá sea el de Pericles, que Tucídides recoge en su Historia de la Guerra del Peloponeso, y en el que se honra con los máximos honores a los hombres que dieron heroicamente su vida por Grecia. En uno de sus primeros párrafos pueden leerse estas cálidas palabras: “Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados. Es justo a la vez que adecuado, en una ocasión como ésta, tributarles el homenaje del recuerdo. Ellos habitaron siempre esta tierra y, en el sucederse de las generaciones, nos la han transmitido libre, gracias a su valor, hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de elogio, todavía lo son más nuestros padres, pues al legado que habían recibido consiguieron añadir, no sin esfuerzo, el imperio que poseemos, dejando a nuestra generación una herencia incrementada”. Y añade: “Daban su vida por la comunidad recibiendo a cambio… el elogio que no envejece y la tumba más insigne, que no es aquella en la que yacen, sino aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo, en cualquier tiempo en que surja la ocasión para recordarlos tanto de palabra como de obra. Porque la Tierra entera es la tumba de los hombres ilustres…”. Con ese reconocimiento, honor, amor y memoria honraban los griegos a sus héroes muertos.
No así nosotros. Como se sabe, en España han fallecido por coronavirus no menos de 20.000 personas mayores. Padres, madres, abuelos/abuelas, hermanos, vecinos, amigos. Ciudadanos sencillos a los que les arrebató la vida una peste “que precipitó al Hades a muchas valientes vidas de héroes y los entregó como presa a los perros y las aves…” (Homero). Esos ancianos muertos, en vez de fallecer con la decencia de los justos, han tenido una muerte dantesca. Entre triajes, colapsos, caos, confusión, falta de respiradores, desorganización y desconcierto. Su muerte se ha parecido demasiado a la crucifixión de Jesucristo, con Gólgota incluido. Han muerto como nunca se debe permitir que muera un ser humano. Sin la dignidad que les debíamos. En absoluta soledad, sin las caricias o el consuelo de unas manos queridas, en el angustioso estado de quien se asfixia. Y sin una ceremonia solemne de despedida. Esta es –y lo será para siempre– nuestra vergüenza.
Humanidad y moralidad de una sociedad
Pueden comprenderse las dificilísimas circunstancias. Pero la humanidad y moralidad de una sociedad no puede depender únicamente de los caprichos de la Fortuna. Esos ancianos eran lo que hay de divino en los humanos. Humildes, responsables, sufridos, dignos, valientes, y con la profunda sabiduría de quien acepta lo que le llega, sin engañarse nunca sobre la vida. Generación de la seriedad y la sensatez. Daban y no pedían. Hombres y mujeres de la areté como sus lejanos antecesores griegos: espíritus nobles, amantes de las virtudes, venerables ante los ojos de los dioses, entregados siempre al bien de su país, leales a familia y amigos. Nunca se ocuparon de la ganancia propia, sino de merecer el respeto ajeno. A lo único a lo que tuvieron miedo fue a tener que avergonzarse de sí mismos.
Esencialistas de lo fundamental, no emplearon esfuerzo alguno en adornos o cosméticas. Creían en lo sólido, no en lo vaporoso, porque habían aprendido, hijos de la dureza y la escasez, que sólo lo sólido puede sacarte adelante. Su verdadero valor era interior, no los abalorios exteriores. Descreían de lo brillante. Por perecedero. Sabían que la nada no aguanta el peso cuando la vida se pone extrema. Vivieron con la espada del destino sobre sus cabezas, siendo en todo momento conscientes de que podía caer sobre ellos como una guillotina. A pesar de ello, miraron siempre a lo alto. Llevaban cincelado en el rostro el sacrificio de una vida que no les dejó elegir casi nada. Rezaban cada día para que no llegase lo insoportable porque sabían que tendrían que soportarlo. Aguantaron estoicamente mil injusticias sin que el odio o el resentimiento pudriera sus almas. Como todo náufrago, siempre creyeron en la buena gente, única tabla de salvación que queda cuando el agua llega al cuello.
Construyeron la mejor España de cuantas han existido. Hicieron posible, con toda sensatez, la democracia constitucional del 78. Aguantaron las angustias cuando parecía que no había futuro. Aceptaron lo que les trajo la suerte. Trabajaron sin descanso. Tiraron hacia adelante al precio de destrozar sus cuerpos. Y en la hora de la muerte pagaron tan inmenso desgaste. Hicieron sacrificios de novela, inimaginables para nosotros, todo por sus padres, hijos, hermanos, amigos o nietos, con la naturalidad de quien cree que esa es su obligación y que nada hay destacable en eso.
Negra leche de la aurora
Pero en la inesperada hora de la muerte, el cruel destino, en vez de darles el cielo merecido, les mandó un infierno. Fueron llevados como corderos al matadero. Los hemos tratado como lastre sobrante. Los hemos dejado morir como nunca debería morir ningún ser humano. Esa es nuestra vergüenza eterna. No los ha matado un virus, ni el azar, ni la calamidad, ni unos contagios venidos de China. Aunque todo haya contribuido a ello. Los ha matado nuestro adanismo y la supuración de dogmas repugnantemente mendaces.
Aunque nuestra autocomplacencia moral no nos permita reconocerlo, en el fondo del alma moderna hay un desprecio gélido e hipócrita a lo viejo, débil, corriente o feo. Como a todos los endiosados en un Olimpo de cartón piedra, también a nosotros, sucias amebas autoproclamadas dioses, nos resulta lejanamente indiferente el destino de estos seres humanos. La bondad o maldad de una sociedad no puede depender de la Fortuna. Como ha ocurrido. Por eso, como cantan quejosamente aquellos terribles versos del más trágico poema alemán del siglo XX, las rimas desesperadas de Paul Celan ante el inmenso crimen de Auschwitz y ante la muerte de su madre asesinada (“¿me permites, madre, como entonces, en casa, [que utilice] la suave y dolida rima alemana?”), también nosotros estamos en esa hora maldita en la que tenemos que beber y bebemos la leche más negra de nuestra historia reciente, y la hemos tenido que tragar en la aurora, y por la tarde, y a mediodía y por la noche, mientras improvisábamos sobre el hielo cementerios de campaña para esos ciudadanos modélicos a los que unos perversos idólatras del poder empujaron a un final trágico e infame.
Hijos del honor y de la libertad
La acusación nos la hace Aristóteles en su Ética: “Lo justo es la proporción, y lo injusto la desproporción. El que comete injusticia tiene una porción excesiva del bien y el que la padece, demasiado pequeña”. Llevamos décadas reservándoles a nuestros mayores la porción minúscula de nuestro bien, mientras nosotros disfrutamos de la mayúscula. Entre ellos, muertos, y nosotros, vivos, la relación ha sido siempre de asimetría. O sea, de injusticia. Y continúa Aristóteles: “el peor de los hombres es el que usa de maldad consigo mismo y sus compañeros; el mejor el que usa de virtud no consigo mismo sino con los otros”. Ellos fueron los que usaron de virtud con todos los demás. A nosotros, narcisistas obsesos, nos basta con regodearnos en nuestra propia imagen ante el espejo. Desde el 68, nuestras sociedades se dedican a juzgar y dar hermosas lecciones a sus antepasados (con mil motivos o pretextos: por no haber sido suficientemente demócratas, por no haber hecho la revolución, por no tener nuestros conocimientos universitarios, más otras infinitas basuras). Una arrogancia patética. Que olvida la severa advertencia de Pericles: “Y para vosotros, hijos o hermanos de estos caídos que os encontráis aquí, veo que la lucha para estar a su altura será ardua…”. Más bien imposible. En vida y en muerte ellos demostraron una altura que nosotros nunca tendremos. Como no la ha tenido tampoco la España oficial, incapaz de ofrecerles el rito de culto que se les debe. Pero nada ni nadie podrá arrebatarles la “tumba más insigne, que no es aquella en la que yacen, sino aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo”. Porque, como proclama solemnemente Pericles, la Tierra entera es el féretro de todos esos hombres y mujeres que han vivido con la virtud y el honor de los ciudadanos más ejemplares.