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De mi Diario / Entrega 38 / 2016

 

Weiß/Colonia, 11.9.

Hoy hace 15 años, estaba en casa, en el salón, cuidando a Oskar, que entonces tenía dos años y se divertía de lo más bien con sus Lego y el resto de sus juguetes, mientras yo leía una policial y lo vigilaba con el rabillo del ojo. De repente sonó el teléfono y era Frank, preguntándome con una voz algo alterada si ya sabía (yo). ¿Saber qué?, le pregunté. Lo del ataque contra una de las torres gemelas de Nueva York, me dijo, y que parecía que fuese un atentado terrorista. Le dije que no, me pidió que conectara la TV y mirase, le dije que en primer lugar quería sacar a Oskar fuera del salón, y colgué. Llevé a Oskar al cuarto de invitados y le puse una casete de cuentos de hadas, que le gustaban mucho, regresé al salón y prendí el televisor, alcancé a ver en vivo el segundo de los atentados, apagué el televisor. Aquellas imágenes eran algo así como la versión Hollywood del asalto al palacio de la Moneda otro 11 de septiembre, el de 1973, que tenía muy presente. Es todo lo que recuerdo de aquel día del 2001, y mi extrañeza por el hecho de que los terroristas no habían elegido como blancos la estatua de la Libertad y el Empire State. Pero me dije que si me extrañaba eso, debía de ser porque no tengo mentalidad de terrorista. Y creo que acerté en las dos direcciones de la reflexión.

 

Todo el día trabajando, mi columna de este viernes y los dos trujamanes que me quedaban por entregar del último encargo del Centro Virtual Cervantes. Los acabo de repasar después de ver el último episodio de la séptima temporada de Lewis (¿será también la última? ¡¡no, por todos los santos de la corte celestial!!) Los acabo de repasar y les he dado mentalmente el VºBº y he decidido recompensarme con un whisky Single Malt de 12 años. Cheers!

 

Weiß/Colonia, 12.9.

Balones fuera, una vez más, esta vez la correspondencia atrasadísima. Sobre todo con mis queridísimas Susanita y Malena, que las he tenido a cada una un mes a palo seco, menos mal que son gente comprensiva y me perdonan. Digo, supongo, espero, que me perdonan.

 

A propósito de una glosa gilipollas de un periodista español, acerca del Acuerdo de paz en Colombia y con datos tomados de la serie “Narcos” producida por Netflix, Constanza me escribe desde Bogotá: «En el país tienen acceso a Netflix por ahí el 3.6% de los votantes, aunque es cierto que 70 millones de personas en el mundo (de 80 millones de abonados a Netflix) ven esa serie. ¿Están aprendiendo historia de Colombia a través de guiones de entretenimiento? Leerse el texto del Acuerdo es como cumplir una penitencia. Usan unas siglas como de colección: CFHBD, DA, MM&V, CI – MM&V, UTC, ZVTN y muchas más, por ejemplo VJRNO (=verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición). Y tiene todo un alfabeto de anexos. Pero también contiene descubrimientos, como este término (y esta realidad): “Amediero: colono que cultiva tierra a medias, es decir, repartiendo los productos con el propietario de ellas”». ¡Amediero! ¡Viva el genio del idioma popular!

 

Weiß/Colonia, 13.9.

0:15 am : Fin de la serie sobre la novela de John LeCarré, El portero nocturno. Lo que ya dije hace dos semanas, mucho 007 y poco LeCarré. Pero el producto es bueno, sin duda.

 

Canelonis hoy en La Modicana. Están buenísimos, pero me cuesta acabar el plato por culpa del calor que hace, 33º inclementes, inhumanos, que me quitan hasta las ganas de comer. Merde!

 

A propósito de la misma glosa gilipollas de un periodista español, acerca del Acuerdo de paz en Colombia, y con datos tomados de la serie “Narcos” producida por Netflix, me escribe IL desde la orilla caribe de Colombia: «No se juzga al bosque desde adentro, y mucho menos a partir del único arbolito que tenemos al frente, porque éste es uno entre las mil especies que existen en el dicho bosque. Juzgar la problemática colombiana a partir de una serie sobre narcos es ya bien superficial e idiota. El asunto va muchísimo más allá de lo que muestran los «medios», a fin de cuentas al servicio del mercado. Y el mercado globalizado, manejado por un poder omnímodo, es el que dicta las condiciones. Hablar del proceso de paz y de los que van por el sí o por el no, es una discusión bizantina, que aupada por los «medios» está polarizando de manera peligrosísima la opinión pública, y lo peor es que todos están bien equivocados con el asunto. De todos modos, será una paz de papel, porque la razón de ser de la guerra, la posesión de la tierra, no se resolverá nunca: los que ahora la poseen, matarán o se harán matar por ella, y el Estado, manejado de siempre por cinco familias de terratenientes, como cada vez que se llegó a algún «acuerdo» con toda laya de grupos, incluso paramilitares, incumplirá lo acordado, violará sus compromisos y todo será igual o peor. Eso en el mejor de los casos; porque no debe olvidarse que el otro grupo insurgente sigue en la lucha y no quiere sentarse a discutir arreglos chimbos, como el que acaban de «aprobar» en la Habana. Podría extenderme muchísimo más sobre el tema, pero la verdad, se ha dicho tanta mentira con lo de la cacareada paz (yo también quiero a mi país en paz) que no vale la pena seguir discutiendo y menos con televidiotas de series gringas». Le contesto: «No se lo digas a naides, pero cultivo de puertas adentro el mismo pesimismo que tú. Sólo que soy un idealista irredimible y me gustaría equivocarme aunque tan sólo fuera una vez, ¡tan sólo una! Sé de sobra que es al pedo, hermano, pero no me quites la ilusión».

 

Apuntes del viaje a Berlín, del 14. al 18.9.

14., miércoles

Me levanté a una hora desusada, 9:30 am, a fin de desayunar y proceder al aseo personal con toda calma, no a los apurones. Y a las 12:00 ya estaba tascando el freno mientras esperaba la llegada de Carlitos para llevarnos al aeropuerto. A las 12:05 finalmente llamé a su casa por si acaso se hubiese olvidado de que tenía que venir a buscarnos. Mis sospechas se confirman al oír su voz al teléfono. «Pero Carlitos, ¿todavía estás en casa?, ¡ya son pasadas las doce!» Y él, impertérrito: «Bueno, pero tengo tiempo hasta la 1:00». Metí la pata hasta el corvejón, no es Carlitos quien vendría retrasado sino yo el que iba adelantado. Demasiado.

 

En el aeropuerto la sorpresa de tener que pagar 19,25 € por la valija grande y que no podemos llevar en la cabina. En Ryanair se aproxima la hora en que te harán pagar por el aire respirable dentro de la cabina. ¿A cuánto el m³?  Esa es la pregunta que tiene ocupados a sus ejecutivos.

 

Llegamos puntuales al aeropuerto de Schönefeld pero quien no llega es Víctor, que se había brindado espontáneamente a salir a buscarnos porque mañana se va a Varsovia y no nos podría ver. Esperamos 46’ y en vista de que no llega tomamos el bus X7 hasta Rudow, y allá la línea 9 del Metro, hasta la Eisenacherstraße, menos mal que la línea es directa, aunque a 19 estaciones desde Rudow. Pero tanto a la partida desde allá como a la llegada a nuestra estación, escaleras y más escaleras, anda uno malacostumbrado por los ascensores en las paradas de Colonia y se la pasa maldiciendo al servicio de transportes públicos de Berlín ¿Cómo hacen aquí los pobres inválidos en sus sillas de ruedas? La compensación a la insania del servicio público es la buena disposición personal de los ciudadanos: una mujer joven se nos ofrece a subir la maleta grande hasta la calle. Se lo agradecemos, pero cargo con ella (con la maleta, claro) hasta la superficie.

 

Como no tenemos idea de la ubicación exacta de nuestro hotel respecto a la estación del Metro salimos por la salida equivocada de la Eisenacherstraße, y es en la Grunewaldstraße, sí, la calle de nuestro hotel, pero se justifica mi sospecha de que esta es una de esas calles de Berlín donde los números de las casas no están separados por nones y pares sino que la numeración es, ¡ay!, correlativa. Nos toca arrastrar el equipaje durante varias interminables cuadras, bajo un sol de justicia, y recién al llegar a la última bocacalle antes del hotel descubrimos la otra salida de la estación, justo encima del lugar donde se detiene la cabecera de los trenes (nosotros, en Rudow, subimos al último vagón, que es el que se paró delante de nuestras narices).

 

En el hotel nos atiende Francisco, granaíno de Graná, que ya sabe por mi pasaporte que soy andaluz como él. Diny le pregunta si no hay conflicto con Huelva en Granada, y Francisco le dice que no, que lo hay con Sevilla, como en Huelva. Es el primer rayo de luz del día de hoy.

 

Una hora más tarde pasa Esther a buscarnos. Logro un asiento en el vagón del Metro y la chica sentada a mi lado abre en ese instante un libro, la edición en Anagrama de Arthur & George, de Julian Barnes. No me contengo y le digo que se trata de un libro espléndido, ella me comenta que sí y que sólo le quedan ya un par de páginas, le recomiendo que no se pierda, también de Barnes, su último libro, en el que narra las conflictivas relaciones de Shostakovich con Stalin. Y Esther, que ya me ha oído hablar en español con Francisco, en el hotel, se asombra de que desde que llegué a Berlín no hago más que hablar en nuestro idioma.

 

Nos bajamos del Metro en la Gneisenaustraße y caminamos un par de cuadras al encuentro con Charo y Luis, a quienes no vemos desde nuestro último viaje a Berlín, hace cinco años. Alegría del reencuentro con estos dos amigos tan entrañables. Vamos a comer a un restaurante italiano que ambos recuerdan con un buen feeling de cuando Delia, su hija, trabajó en él. Pero ya no es el mismo personal, quienes atienden ahora son inequívocamente balcánicos, y no profesionales, y sólo oyen cuando les da la gana. Además la cocina tampoco es lo que era. Cuando llega mi vitello tonato y veo que lo han adornado con anchoas en la disposición de los radios en la rueda de un carro, decido seguir con mi cerveza y le paso el plato a Diego, el hijo menor de los Fayad, que entretanto se nos ha añadido, y es de buen diente, así es que da buena cuenta del plato. Por cierto que la cerveza que tomo es la primera desde el 10.6.2006, cuando al día siguiente de mi cumpleaños el Dr. Ruppert me diagnosticó gota. Y la cerveza es veneno para la gota, pero con este calor inhumano es lo único que me apetece tomar. Me atendré a las consecuencias sin una sola queja, en el caso de que mi organismo reaccione de manera rechazante a esta terapia.

 

Llega también la hija de Esther, Ana Laura Raquel, a quien conocemos casi desde que nació, y en algún momento me pide que cuente cómo fue que nos conocimos Diny y yo acá en Berlín, algo que ya creo haber contado al menos tres veces en su familia. Pero no me importa repetir el cuento, ALR se lo merece. Y es ella quien nos trae de vuelta al hotel, con su auto y su madre, que vive una parada de Metro más adelante, la de Bayerischer Platz.

 

15., jueves

No he pegado un ojo en toda la noche, recién agarro el sueño a las 7:45 am, cuando se levanta Diny. Pero apenas he agarrado el sueño comienza un concierto de ruidos infernales, máquinas excavadoras o algo por el estilo, así es que renuncio al sueño y al descanso y me levanto. Tras la ducha y el afeitado, etc., un salutífero desayuno con macedonia de frutas y té de menta. Nota bene: El agua de Berlín es de una calidad notable, se nota en la espuma espesa como merengue que talla la brocha al afeitarse uno. Punto a favor de Berlín.

 

Hombre precavido vale por dos: para evitarnos a la tarde sorpresas de última hora, después de desyunar hacemos el camino desde el hotel al Instituto Ibero–Americano. Primero con el Metro una parada hasta el Parque Kleist, luego con el bus 48 hasta la parada Kultur Forum. Ya en el Instituto pregunto por Peter B. Schumann, mi anfitrión, que no está, pero me llevan a conocer el lugar donde daré mi charla por la tarde. Es la Sala Bolívar, con un estrado amplio en el que hay un atril posicionado para hablar de pie. Le explico a la funcionaria que hablaré sentado, y no es problema, el atril dispone de un mecanismo hidráulico gracias al cual hasta un pigmeo podría hablar sentado frente al micrófono. Hay otro problema, y es que he constatado que no es tan fácil superar los obstáculos del Metro y sus malditas escaleras (pese a que la parada Parque Kleist dispone de ascensores, pero tan lejos uno del otro que es prácticamente lo mismo que si no los hubiese), así es que llamo al celular de Peter y le dejo un mensaje en el buzón de voz, preguntándole si alguien podría pasar a buscarnos en el hotel y traernos acá. Al rato me llama, al celular de Diny, saludándonos y diciéndome que tome un taxi y le pida factura al conductor.

 

Al ir al Instituto me fui fijando desde el piso alto del bus en la acera de los números nones de la Potsdamer Straße y descubrí el local del que Esther nos habló tan bien anoche, el Joseph Roth. De manera que al salir del Instituto vamos allá, sólo son dos o tres cuadras, y conseguimos una mesa. La única vacía. Es un lugar tan josephrothiano que no hay manera de evitar el recuerdo de sus lecturas, además de que desde las paredes nos contemplan los rimeros de sus libros, que naturalmente pueden comprarse aquí; es un ambiente tan “k. und k.”, tan de Kakania, tan de una Viena que murió en la Gran Guerra, hasta con el pupitre junto a la barra para pagar las consumiciones Me siento feliz aquí y le agradezco a mi deuda estherna que nos hablase de este sitio. Diny encarga unos Spätzle con tocino de jamón, yo me limito al pan líquido, una gran jarra de peltre con una cerveza resucitamuertos. Bebo en honor del santo bebedor: Prost, Herr Roth! Y mientras Diny come, reflexiono que desde que llegamos a Berlín nos persiguen los grandes nombres: en el Metro las paradas Calle Carlos Marx y Parque Kleist, la calle Clara Freud cerca de nuestro hotel, la Sala Bolívar, la taberna Joseph Roth

 

Al taxista que nos lleva al Instituto le pido que nos deje en el Kultur Forum, y al rato me dice que el Kultur Forum está en la acera de los pares, pero le explico que en realidad nuestra meta es enfrente, a lo que me replica «¡Ah, donde la estatua de Bolivar!» Chapeau, Herr Taxifahrer!

 

Hay unas 50 personas para ver la peli de Cantinflas más que para oír mi presentación, pero mi presentación no es mala y contiene un par de sorpresas para el público, de modo y manera que el resultado es positivo. Como no nos vamos a quedar a ver la peli, que conocemos, mientras se apagan las luces nos ponemos en marcha, Diny, Peter y yo. Me detiene antes una señora que me pregunta por el título de mi blog (al que Peter se refirió al presentarme) y tengo un black out de campeonato mundial: ¡no me acuerdo de cómo se llama mi blog! Le pido a la señora que mire el martes próximo en la sección Blogs de El Espectador, de Bogotá.

 

Peter nos invita a cenar en un restaurante vegetariano del Sony Center, dentro del cual se hallan entre otros el viejo cine Arsenal, la Casa del Film y la Cinemateca Alemana (Nacional es un adjetivo que aquí se elude siempre al hablarse de edificios e instituciones oficiales). Pido lo que la carta del restaurante me asegura que es una sopa de fideos chinos, pero casi ni la tocoes una pura aglomeración de legumbres regadas con algún caldo huérfano de madre y un par de fideos chinos como coartada. [A posteriori descubrí mi metedura de pata creyendo que un bowl –como reza en la carta– es una sopa: estoy razonablemente dispuesto a comer vegetales si es así que de una manera decente se ocultan diluidos en el caldo, pero devorar cadáveres botánicos no es lo mío]. Peter nos muestra luego algunas de las proezas arquitectónicas del Sony Center, entre ellas una que a Peter le entusiasma y es la conservación del Gran Hotel Esplanade detrás de una estructura de hierro y metal tan sólida como casi etérea. Y del Sony Center, en su auto, nos lleva de vuelta al hotel, pero por algún despiste lo hizo a una Grunewaldstraße distinta de la del hotel, en Schöneberg: «Peter –le dije–, no reconozco esta calle, me huele que nos has traído a Steglitz y no a Schöneberg». Y así era. Recién a las 11:00 pm logró dejarnos en el hotel.

 

Esta vez he abordado mi ferry nocturno a Escocia en las orillas del Spree. Tomé mis whiskies y leí un par de los magníficos reportajes literarios de Dietmar Grieser hasta la medianoche.

 

16., viernes

Nos citamos por teléfono con Charo y Luis, en la parada Mehringdam de la misma línea 9 del Metro que pasa por nuestro hotel. Y nos sucede lo mismo que a la llegada, cuando salimos de la parada por el final del tren. Amén de que Charo y Luis nos esperaban en el andén, cosa que ella me dijo al teléfono pero yo pasé por alto. Menos mal que ambos cargamos nuestros celulares, en cuyo manejo Charo es de una precisión propia de los virtuosos. En fin, que para mí en el pecado va la penitencia; es una cuadra más que tengo que recorrer y las cuadras berlinesas no son como las argentinas, sino kolossals. De camino al lugar donde vamos a almorzar pasamos enfrente del boliche donde dizque se come la mejor Curry Wurst de Berlín, casi estoy tentado a decir que almorcemos ahí. Pero me callo, porque me han dicho que vamos a un parque muy lindo, con cascada y toda la pesca. Entretanto avisto encima del toldo de un local su letrero de anuncio: CAFE & TINTO. Sabiendo que los colombianos al café lo llaman tinto le digo a Luis que este es el ideal para él, a lo cual me replica que ese es “su” local, puesto que vive a la vuelta de la esquina. Nos sentamos a una de las mesas de su terraza para hacer una pausa y a mí me sirven la cerveza en un vaso de plástico porque las ordenanzas municipales no le permiten al dueño vender alcohol fuera del local: esta estratagema es lo que en Brasil llaman o jeitinho brasileiro. Y consigno que Charo casi se enfada cuando logro encerrar en la botella vacía de la Coca Cola de Diny a una avispa que nos da la lata todo el tiempo: la libero con la esperanza de que haya aprendido la lección y no se le ocurra volver.

 

Almorzamos un rato después en Casa Tomasa, a la entrada del Viktoria Park, luego de haber visto la cascada a cuyo final, en todo lo alto, hay una estatua de mujer que ni Charo ni Luis me saben decir a quién representa. Supongo que a la reina Victoria de Inglaterra, quien no en vano era la abuela del káiser. Pero vete a saber si no será alguna archiduquesa prusiana. Lo de Casa Tomasa (pero sólo el nombre) me hace recordar uno de los “más mijores” restaurantes de San Sebastián, el primero donde comí cuando viajé por primera vez a mi querida Donostia.

 

Tras la siesta, a las 6:00 pm, nos viene a buscar Esther para llevarnos a la librería La Rayuela, donde Esther me presentará y yo daré mi charla sobre Mafalda. Llegamos con antelación de sobra, de manera que me da tiempo de ir conociendo a mi público, pues como en el Martín Fierro, «va cayendo gente al baile». Y así conozco a Macarena la chilena, a Elsye Suquilanda la ecuatoriana, a Marina Caba Rall (con quien ya me carteo desde que leí su primera novela, en alemán, Esperanza, que me pareció magnífica) y Luis Rivas, su esposo, y por supuesto conozco al fin a Margarita, la dueña de la librería pero al mismo tiempo echo de menos la presencia de gente que anunció que vendría, y además, como Wolfgang Karrer, con afán de polémica.

 

La librería se llenó a tope (en término taurinos es un lleno hasta la bandera) y Esther se saca de la manga una presentación en exceso elogiosa de mí, rematada con el ruego de que la considere a la hora de negociar mi deuda estherna, le prometo una rebaja del 0,25%, ante testigos. Y luego mi charla. Es el mayor éxito que recuerdo de entre las mías, con excepción de la que di en el 2010 en el Centro Cervantes de Hamburgo, sobre Miguel Hernández. Sólo que al final, en Hamburgo, casi no hubo aplausos, la gente estaba demasiado conmovida como para aplaudir, y cuando pregunté si había preguntas, un señor se levantó a la derecha, por la quinta o sexta fila, y resumió con la voz algo embargada por la emoción: «No ha lugar». Que no había nada que añadir. Aquí no, aquí se rieron durante toda la conferencia y aplaudieron al final de una manera tan cerrada que Esther me dijo, luego, no recordar ninguna ovación como esa en la librería, una tan fuerte que me dio vergüenza, no soy amigo de los aplausos, a los cuales tuve que poner fin para que pudiésemos dialogar. Y lo hicimos, por todos los dioses, sí que lo hicimos.

 

 

 

[En la foto de Elsye, sobre el estrado, Esther a la izquierda y yo a la derecha. En el público, de espaldas, Marina y Luis a la derecha en la primera fila, Diny a la izquierda en la segunda].

 

De la librería, con Marina y Luis Rivas, Charo y Luis Fayad, Margarita, Diny, Esther, fuimos a cenar a un italiano llamado Ovid, donde una vez más puedo constatar la pasión berlinesa por lo kolossal, que tan ingeniosamente reseñó en su día Julio Camba. Las pizzas que llegaron eran grandes como pellejos de lechones, platos pensados para acabar con el hambre en una aldea del Tercer Mundo. Y mi surtido de quesos merece descripción aparte porque parecía talmente una reproducción a escala de una isla montañosa cubierta de espesos bosques con desfiladeros y claros donde de forma estratégica se escondían los quesos. Larga la sobremesa, muy rentable la conversación y aún más rentable el regreso a casa en Metro, sin billete. ¡Yupiiiiiiiiiiii!

 

En el hotel, antes de dormir, una nueva excursión a Escocia en la amable compañía de Dietmar Grieser. ¡De todo lo que se entera uno leyendo a este pionero!

 

17., sábado

No bajo a desayunar, me quedo en la cama hasta que Diny regresa de una excursión frustrada a la zona schopping del Hackescher Markt, frustrada porque la línea desde Charlotenburg hasta la estación central está fuera de servicio y es sustituida por autobuses, con el despelote natural en estos casos. Eso además que, de repente, se descargó una lluvia torrencial acompañada de toda la parafernalia meteorológica propia de una tormenta.

 

A mediodía le preguntamos al conserje de turno en el hotel (Francisco tiene libres hoy y mañana, así es que no podremos despedirnos de él) y, siguiendo sus indicaciones, salimos a la calle en dirección Este, buscando un restaurante. Y el primero que vemos es un chino en la esquina de la Goltz– con la Grunewaldstraße, se llama chi.chi.kan y tiene muy buena pinta, que se confirma en la sopa y las lumpias que pide Diny y en una soberbia sopa de pescado al curry, la más apetitosa que recuerdo desde hace mucho, mucho tiempo. [Quienes conocimos la lumpia en los restaurantes indonesios neerlandeses jamás la llamaremos cosa tan banal y morfológica como “rollitos de primavera”, cual si la Primavera alguna vez hubiese sido rolliza].

 

En la calle, delante de mi ventana del chi.chi.kan, me da risa un cartel de propaganda electoral (mañana hay elecciones para el Senado de Berlín) donde ve un perro de no sé qué raza, que nos mira sacándonos la lengua, y encima el lema del partido ecologista que pide MÁS ESPACIOS DONDE RETOZAR (los perros, ça va sans dire!) La política cada día más ridícula.

 

Al final, porque a Diny se le han perdido los billetes del Metro y no los encuentra sino muy tarde, pedimos un taxi para acudir a la fiesta de los 75 años de Dieter, que es la razón básica para este viaje nuestro a la provincia. Es en la misma calle donde él vive, en una taberna de lo más berlinesa, eine alte Berliner Kneipe a la que sólo se falta la palabra Destille en su letrero: se llama Joel. Está la vieja guardia de los amigos de Dieter, venidos de todos los lugares donde viven, vivimos, algunos no precisamente cerca, como Colonia. Como llegamos los primeros, le da ocasión a Dieter de preguntarme qué tal me fue en la conferencia de ayer y le contesto que fue fantástico. «Standing ovations?» me pregunta. “Standing no, pero ovation sí», le respondo.

 

Y llegó naturalmente Alex, quien cumple años el mismo día que su padre, así es que siempre festeja con él. También ella me pregunta por la conferencia y que cuál fue el tema, y le digo que sobre la heroína de unas tiras cómicas argentinas. «¡Ah, sobre Mafalda!» «¿Tú conoces a  Mafalda?», me asombro. «Claro, Gorki, tú le regalaste a papá los libros de Mafalda que se iban publicando y nos aficionamos mucho a ella. Además, el estilo del humor de Mafalda se parece mucho al de papá». Lo recapacito y me doy cuenta de que es verdad. Alex ha venido con sus dos hijos mayores, Liv y Theo (el pequeño es demasiado pequeño y se quedó en Darmstadt, en casa, con Moossi, su papá), y al ver a Liv no puedo menos que recordar que cuando nació en Bergen, en Noruega, y llamamos a Alex para felicitarla, me dijo: «Bueno, ya tienes una nieta, Gorki», dándome el nombre que me dio desde niña, cuando siendo vecinos de sus padres, Diny y yo nos convertimos en una especie de segundos padres suyos. Se lo contamos ahora a Liv, quien nos mira con los ojos muy abiertos, y luego, casi a la última hora de la noche, cuando me encuentro charlando en la barra con Ilo & Gerd, la pareja eterna, de repente me tocan el brazo y es Liv que me dice: «Me voy a dormir, abuelo». No me eché a llorar porque Dios es grande en el Sinaí, le di un beso en la frente y le dije que durmiese bien y soñase con los angelitos.

 

Algo accidentado el regreso trasnochador a casa, casi a la 1:00 am, pero me da el cuero todavía para una breve excursión a Escocia y dos reportajes de Dietmar Grieser mientras Diny duerme ya el sueño de los justos.

 

18., domingo

Tampoco desayuno hoy, y a las 12:00 en punto del mediodía hacen su aparición Esther y ALR para llevarnos al aeropuerto, benditas sean ambas las dos, como decía Cantinflas. Llegamos en un tiempo mínimo (la autopista estaba prácticamente vacía) y eso nos permite gozar el Tercer Mundo –dicho sea con perdón del Tercer Mundo– que es el aeropuerto de Schönefeld, durante casi dos horas y ½. Menos mal que el vuelo FR 187 decola con puntualidad, y vuelve a hacerme reír cómo el sobrecargo que nos lee las instrucciones de seguridad por los altoparlantes vuelve a decir «Sáquense por favor los auriculares de los oídos para escuchar estas instrucciones»al parecer nadie les ha hecho ver todavía la ingenua paradoja en la que incurren. Y una hora y ¼ más tarde ya estamos de regreso en la civilización, del lado izquierdo del Rhin, separados de Siberia por el río misericordioso, el río padre de los alemanes.

 

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