Weiß/Colonia, 21.3.
Luciano Londoño es un lector mío fiel entre los fieles, y esta mañana leo un comentario que me ha dejado en el post que le dediqué a Jardiel Poncela en mi blog de El Espectador. En realidad, más que un comentario es una cita de lo que escribió a la muerte de Jardiel un gran periodista, César González Ruano, a quien admiro profundamente, y de quien poseo un ejemplar comprado intonso de la edición original de una de sus novelas (Circe), un objeto que ha ganado plusvalía. Y la dicha cita es una de esas que parecen hechas para ser cinceladas en bronce o mármol: «Agotado y casi eclipsado, disminuido por un bosque de espaldas, cuando mejor indiferentes, Enrique Jardiel Poncela entra hoy por derecho propio en la Plaza Mayor del Recuerdo, ocupando, con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua que le corresponde en la historia de nuestra literatura española como el humorista más completo que nuestro siglo ha dado». Pero una lectura atenta de este ditirambo me hace sentir que en el calor del elogio se puede deslizar algún que otro gazapo del tamaño de un pino centenario. Así por ejemplo, decir tan pancho eso de «ocupando, con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua», en lugar de lo que sería lógico: «aupándose, con su mínimo volumen, al caballo de la estatua ecuestre». Porque, ay, no es lo mismo Tejidos Y Novedades que te jodes y no ves nada. Y porque además de ese pleonasmo del «caballo ecuestre», lo que don César estaría postulando, en último término, sería que Jardiel ocupase el puesto del équido. Digo yo (=Sostiene Bada).
Weiß/Colonia, 22.3. (1)
Desde las 10.00 a.m. con Henri hasta el mediodía. Acaba de tomar el biberón, me aclara su mamá, «así que si lo paseas y lo meces un poco, se dormirá en seguida». Y el pobrecito mío parece que la hubiese oído. Lo paseo meciéndolo y cantándole suavecito el romance de ciego de Mackie Messer y otra canción de Brecht [«Der Mensch lebt durch den Kopf, / der Kopf reicht ihm nicht aus, / versuche es nur; von deinem Kopf / lebt höchstens eine Laus! (El ser humano vive gracias a su cabeza, pero su cabeza no le alcanza; inténtalo: ¡de tu cabeza apenas si puede vivir un piojo!)»], y un ratito después está mi Henri dormido y no sé yo si no debo de ir pensando ya en patentar mi método brechtiano de inducción al sueño infantil.
Weiß/Colonia, 22.3. (2)
En el camino a casa de Montse, esta mañana, he vuelto a ver en el suelo, al lado de un paso de cebra, uno de esos que acá en Alemania llaman Sicherheitsnadeln (alfileres de seguridad), y en España imperdibles. Buen título para un cuento: “El imperdible perdido”.
Weiß/Colonia, 22.3. (3)
Las memorias de Marcos Ana, terminadas de leer, dejan una impresión indefinible. La primera parte (guerra civil, condenas a muerte, cárceles franquistas) se lee como podría leerse el relato de un náufrago que milagrosamente logró salvarse, en una isla inhóspita y librado a todos los peligros imaginables. La segunda parte (desde el momento en que se libera y pasa a refugiarse en París) no se lee de manera muy diferente al currículo de un funcionario internacional. Duro es decirlo así, pero más duro, para mí, sería callármelo. Le debo sinceridad a Marcos y a Félix, que me regaló el libro e hizo que Marcos me lo dedicase personalmente.
Weiß/Colonia, 23.3. (1)
Como todos los años, puntuales cada 23 de marzo, aparecen en el diario los tres recordatorios –uno de ellos con las dos fotos– de Hanna y Marie Ritter, que perdieron la vida en Costa Rica, tal día como hoy, en 1997, como consecuencia de un accidente que ya no recuerdo bien, si de tráfico o con una avioneta. El tercero de los recordatorios lleva un epígrafe enigmático de la grande y así mismo muy recordada Hilde Domin: «Con su índice de sombra y de oro / reduce los pájaros al silencio / y cancela el regalo de este día». No puede referirse a la Muerte porque la Muerte, en alemán es masculino, e “ihrem Zeigefinger (=su índice)” remite a un femenino. ¿A quién o qué, pues, se refería Hilde Domin? Sea como fuere, Hanna y Marie parecen haber dejado una huella indeleble, 13 años en que no se las olvida ni un solo día de ellos.
Weiß/Colonia, 23.3. (2)
En Colonia tenemos un barrio chino que ni siquiera se llama así, como el de San Francisco, tal vez el más famoso de todos ellos. No, el de Colonia no es un barrio chino porque en él vivan por km² tantos hijos del Imperio Rabanito (rojo por fuera, blanco por dentro) como en Shanghai o Pekín. No. Sino porque en el siglo pasado, sofocando la sangrienta rebelión de los llamados boxers, contra el dominio extranjero, hubo un capitán de corbeta alemán que desde la cañonera a su mando bombardeó un fuerte chino. Y el capitán Wilhelm von Lans, la cañonera Iltis y el fuerte Taku, tienen sus respectivas calles vecinas en Colonia, como por lo demás también las tienen algunos de los genocidas alemanes que en nombre del káiser masacraron poblaciones indígenas en las colonias del Reich en África. La polémica está servida, porque hay una presión de parte de la ciencia histórica para que se corrijan estos desmanes toponímicos, y una lógica reacción negativa de quienes viven en esas calles sin tener ni la más puta idea de quién fue el capitán de corbeta von Lans ni de dónde queda Taku. Me parece razonable que el presidente de la asociación de vecinos ponga en guardia contra la negación de la Historia a través del silencio (esto es: cambiando los nombres de las calles por otros políticamente correctos). Llevando a su lógica consecuencia el tema, lo que habría que hacer es añadir a los letreros de esas calles unos subletreros que explicasen en dos líneas la razón de semejante nomenclatura. El callejero sería así una lección de Historia, pero no sólo de su cara gloriosa, sino también de su cruz siniestra.
Weiß/Colonia, 24.3. (1)
Son las 8.56 a.m. cuando bajo del bus cerca de la consulta de mi médico de cabecera, que me tiene que extraer sangre para un nuevo análisis recomendado por mi cardiólogo. 8’56 a.m. con 11° en el termómetro, el día promete primavera. En la consulta, mi Dr. Ruppert me pregunta que cómo me va, y le hablo de mis piernas y pies hinchados, y de mi estrés profesional en las últimas semanas. Porque, le digo, la traducción del catálogo de una exposición es tarea harto más difícultosa y peligrosa que traducir el Ulises de Joyce. Yo reincido a la presente en el traspiés de haber aceptado hacer una, por la puta plata. Como también en 1982, cuando traduje para la Galería Nacional de Berlín el catálogo de la muestra de expresionistas alemanes que iba a presentar en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. En una traducción como esta, los errores no se pueden perdonar, y además son imperdonables (como diría El Guerra: «Lo que no pué sé, no pué sé, y además es imposible»). Y mientras se lo digo, mi mirada se posa en un armario con medicamentos, y de repente se volatiliza mucho de mi estrés: aún más dificil, y con un grado de responsabilidad mayor, es la traducción de los prospectos de los remedios, muy en especial en los apartados Contraindicaciones y Efectos Secundarios. Vale, me digo.
Weiß/Colonia, 24.3. (3)
Leo en el diario una deliciosa columna acerca del estudio realizado por el International Journal of Obesity teniendo como objeto la iconografía de la llamada Santa Cena. Los expertos de esa publicación se han entretenido en comparar todos los cuadros dedicados (desde el siglo XI a nuestros días) al último refrigerio que Jesús compartió con sus amigos, y llegaron a desoladoras conclusiones para los dietéticos y dietistas. Así, el tamaño de los manjares principales aumentó en estos diez siglos un 69%, el de los platos –congruentemente– un 66%, y el de las hogazas de pan un 23%. Curiosa esta traducción artística de la mayor disponibilidad de alimentos al correr de los años: convierte en tragaldabas a los amigos de Jesús, y al propio Jesús, quien de todos modos era un experto en cattering para grandes asambleas a partir de panes y peces. Pero luego los obispos se indignan cuando Harry Potter acomete milagros homologables. Quién entiende a estos santos varones, mártires del celibato.
Weiß/Colonia, 24.3. (4)
Regresa Diny de casa de Montse y me cuenta que Montse había armado dos grandes paquetes de ropa de abrigo para bebés y niños, para la nueva acción solidaria con Chile. Y yo pienso en mi Montse y en cómo le encanta participar en mercados de pulgas a los que acude con todo lo que le sobra en su casa –ropa, libros, juguetes, cachivaches– y se gana un dinerito para ayudar al presupuesto familiar (es un eufemismo, a lo que ayuda es a “sus alfileres”, como se decía antiguamente). Pero hoy, cuando llegó la madre, de lo primero que le habló es de que se viene el invierno en Chile y todos esos pobres niños sin ropa de abrigo, y seguía rellenando bolsas de plástico con ropa ya desechada de Paul y Oskar (de Henri difícilmente, a no ser los pañales ya usados), para contribuir al envío organizado por Mauro, como la vez pasada con ropa de cama.
Hay muchos momentos en los que me he sentido orgulloso de ser el padre de mis hijos: este es uno. Y domino el impulso de telefonear a Montse para agradecerle su aporte, porque sé que no entendería por qué le agradezco por algo que para ella es perfectamente lógico y natural como comportamiento de un adulto con un par de dedos de frente, y sin proclividades haragánicas. Como hay tantos, y sin necesidad de salir de la familia.
Weiß/Colonia, 25.3.
Lászlo, desde Montevideo, me escribe que quiere reproducir en su suplemento mi efeméride en La Jornada mexicana sobre Schiller, pero le queda «un poco corta para centrales, agregándole un recuadro sale OK. ¿Te sobró material?», y cuando le pregunto qué cuánto recuadro me dice que unos 2.000 espacios. Y entonces se me ocurrió pensar qué habría escrito Goethe en su diario a la muerte de su amigo del alma. Busqué el texto original con la ayuda de Miss Google, a quien adoro y venero, y lo encontramos, y traduje unos 2.400 espacios que es la primera vez que se leerán de este modo en castellano (entretanto he consultado la traducción canónica, de Cansinos Assens, plagada de errores y de cosas que nunca escribió el indefenso Goethe), y espero que en ella se note el placer de un traductor enamorado de un idioma traduciendo a un genio del mismo, qué gozada, después del apocalipsis de los textos para ese catálogo de mierda, y releo el original y la traducción, cotejándolos, y me digo que qué hermoso, qué homenaje, carajo, y una tan desarmante sencillez en un genio como Goethe… ¿Escribiría alguien algo tan lindo y tan simple cuando yo me vaya de una puta vez? Y no, aunque tengo amigos que son maravillosos escritores, que me perdonen pero creo que ninguno de ellos es un genio. Me jodí.
Weiß/Colonia, 26.3.
Me siento a escribir estas líneas bajo la impresión de este fenomenal programa doble de hoy en la Ópera, de donde acabamos de regresar. Tanto La voz humana de Poulenc como El castillo de Barba Azul de Bartók han sido puestos en escena con gran mimo y una mirada en profundidad a los respectivos libretos, a la busca de corrientes subterráneas que los unen. Y el resultado es fulminante. Los folletos de las representaciones, en Colonia, suelen ser muy ricos en literatura secundaria y en testimonios colaterales. Esta vez la riqueza de la documentación alcanza para rastrear hasta las secuelas, los paralelos y las citas cinematográficas: Sorry, Wrong Number de Litvak; Un tranvía llamado Deseo de Kazan; la mención expresa de La voz humana en La ley del deseo de Almodóvar; y aunque en otra dimensión, también La octava mujer de Barba Azul de Lubitsch, con una irresistible Claudette Colbert. El folleto incluye así mismo el texto de la canción posiblemente más triste y más bella que conozco, “Ne me quitte pas”, de Jacques Brel. Estoy escuchando a Brel mientras escribo estas líneas, y casi estereofónicamente sigo oyendo las notas de Poulenc y Bartók, las voces de Nicola Beller Carbone, de Takesha Meshé Kizart y de Johannes Martin Kränzle, cero coros, sólo tres voces de ensueño, nada más para una noche inolvidable de ópera, y la orquesta inspirada del Gürzenich, con momentos (sobre todo en lo de Bartók) de una intensidad tan dolorosa que me quedaba tenso en la butaca de mi palco, como en trance. Ni una tos, ni un carraspeo en las intensas dos horas y media que duró el espectáculo. Cuando se descorrió el telón final y los tres intérpretes y Oleg Caetani, el director de orquesta, salieron a saludar, el teatro se venía abajo. No era para menos.Las ovaciones y los”¡Bravos!” fueron un huracán de la sala al escenario, la expresión de una catarsis como raras veces se vive en un teatro. Porque aquí no había ninguna primadonna, ni tenores de postín, ni dirigía Carlos Kleiber (a quien adoro), sino música concelebrada por los cantantes y el público. Es una gozada haber tenido el privilegio de vivir esta noche en la Ópera. Y sí, Jacques, sí, “Ne me quitte pas!”
Weiß/Colonia, 27.3. (1)
Mi columna de ayer en El Espectador (sobre el dinosaurio del brevísimo cuento de Augusto Monterroso) motivó que un lector comentase que nada de AM merecía estar en el Olimpo. Repliqué que casi me daba más pena que risa el que haya alguien que diga eso, y el lector me replicó que «las opiniones, si fundadas, no dan ni risa ni pena», en lo que tiene harta razón, pero añadió: «Lei la obra completa del señor Monterroso. Tuve que hacer un gran esfuerzo para hacerlo. Si tomamos el bestiario de Monterroso, por ejemplo, y lo comparamos con el de Arreola, el del guatemalteco es muy, muy inferior. Si hay algo de Monterroso que debe estar, no en el Olimpo, mas sí en el cielo, debe ser su alma. En una entrevista cuenta con candidez lo que sintió en una reunión al ver a Borges; el temor reverencial, el inmenso respeto que sentía por Borges. Una persona que tenía tales sentimientos y que los confesaba como lo hacía, debe estar en el cielo». A lo cual me sentí obligado a contestar: «Conociendo como conocí al buen Tito Monterroso me parece que torcería el gesto al leer que usted le desea el cielo, lugar donde se aburriría soberanamente, y no sólo eso, sino que siempre que se despertase, Dios siempre estaría allí. Eternamente. Me imagino los tiritones de alergia que le produciría a Tito la simple idea. Por otra parte no fue candidez sino honradez, lo de confesar su temor reverencial en presencia de Borges: también yo conversé con él, y certifico que uno sentía palpablemente el latido de su genio, y eso manda carajo. Last but not least, como decimos los puristas : Si el bestiario de Arreola es mejor o peor que el de Monterroso, eso sábenlo los dioses. Yo lo que digo es que me gustan ambos, muchísimo cada cual en su estilo, y eso salgo ganando. Vale».
Weiß/Colonia, 27.3. (2)
Aunque soy español de pasaporte y nacimiento, yo no tengo ordenador (ni siquiera obedecedor, como mi amigo Raúl Guerra Garrido), no, yo tengo computadora, la mía es mujer, y menstrúa, y sus menstruaciones son del género burra de Balaam. Se enterca en huelga de bytes caídos y ni las más sólidas mentadas a los 24 cojones de los 12 apóstoles o a la remilputa madre de dios le hacen mover el culo al presionar una tecla, o el ratón, no importa si a la izquierda o la derecha: hasta que no le sale de sus mismísimos ovarios, se emperra en sus trece y se pasa mis berridos por la cenefa de encaje de su calzón virtual, con el resultado de que mis blasfemias terminan por oírse en Bonn, a 21 km de distancia. Mohammed, el hijo de mis vecinos nigerianos, tiene su cuarto debajo de mi despacho. Lo conozco y le profeso un gran afecto desde que era un pibe de la edad que tiene ahora mi Vincent, o menos. A veces coincidimos en el bus, cuando voy a lo de mi médico de cabecera y él a su escuela. Y no pocas veces pegamos la hebra. Un día que hablábamos del derrumbamiento del Archivo Municipal de Colonia, y de que yo había escrito una columna sumamente indignado con semejante desastre, parece que Mohammed se atrevió por fin y con la mayor diplomacia del mundo me preguntó: «Y, Herr Bada, ¿usted siempre lee en voz alta sus columnas?» Como íbamos sentados juntos, ladeé la cabeza, lo miré con el ceño fruncido y una muda interrogación en los ojos, y él se sonrió como deben de sonreír los ángeles negros, y yo le di un codazo suave en el costado, y los dos nos echamos a reír.
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