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Mientras tantoDe mi Diario : Semana 12 / 2011

De mi Diario : Semana 12 / 2011


 

Weiß/Colonia, 20.3., primera hora del día

Un concierto en el Admiral de Berlín, de la Palast Orchester –desde 2007 completa con la congenial violinista veneciana Cecilia Crisafulli–, y Max Raabe presentando una canción: «Una de las tesis centrales de Darwin sostiene que el hombre y el mono son parientes cercanos. [Pausa]. Naturalmente esto es algo abochornante. [Pausa un pelín más larga]. Para el mono». La canción es una pura delicia de los años 30, y su estribillo («En la Amazonia viven nuestros ancestros […] Darwin tenía razón») recuerda la leyenda en las etiquetas del anís del Mono.

 

Weiß/Colonia, 20.3. (1)

Diny se marchó a las 8 a.m. camino de Beek, se quedará allá un par de días después del entierro, que será el martes y al que acudiremos todos desde Colonia, menos Paul, Oskar y Vincent. Ahora, como me levanté para despedir a Diny y ya estaba desvelado, me dediqué a contestar correspondencia y luego fragüé un desayuno como la gente. Una rebanada de pan campesino frita en buen aceite virgen de oliva + un huevo de granja ecológica pasado por agua el tiempo necesario para dejar como cuajada pero no dura la yema, y una infusión de hinojo. Delicias de la soledad y la no fiscalización dietética, una de las tiranías más odiosas de la ecúmene.

 

Weiß/Colonia, 20.3. (2)

Maysi, a quien le pasé el enlace a la entrevista en La Nación, de San José de Costa Rica, con Salvador Gutiérrez Ordóñez, miembro de la RALE y coordinador de la Ortografía de la lengua española, se sorprendió de que en un texto sobre lo normativo de la ortografía se permitieran el lujo de unos errores (u horrores) ortográficos de bulto, y les quiso enviar un comentario, sin conseguirlo. Pero acabo de ver que otro lector sí lo consiguió y les ha dejado estas dos líneas: «…empiecen por respetarla ustedes mismos, porque al escribir linguistas, linguistica y psicolinguistas están indicando que se pasan por la costura del pantalón el uso de la diéresis». A mí, la verdad, ya nada me asombra de ese diario donde me siguen debiendo 375 $USA por  colaboraciones no pagadas, desde noviembre 2007. Ya sé que una cosa no tiene que ver con la otra, pero igual la recuerdo siempre que por hache o por be aparece esa página en mi pantalla.

[Ana Cristina me cuenta desde Medellín, comentando este tema, que su hija Gabriela, de cinco años, le preguntó: «Mamá ¿quieres que escriba mi nombre en manúscula o en miyúscula?» Le contesto que su hija le ha regalado un título fabuloso para una columna acerca de la ortografía].

 

Weiß/Colonia, 21.3. (1)

¡Por fin una página Twitter que toda ella es literatura!… (Cuando menos hasta el momento en que la registro). ¡Juan, querido Juan, persevera, persevera, persevera, a ver si aprenden de ti!…

 

Weiß/Colonia, 21.3. (2)

Me pregunta Óscar, desde Bogotá, si Diny lee mi diario o se lo tengo prohibido, y la respuesta es que no se lo tengo prohibido pero no lo lee, y ello por una razón harto comprensible: a Diny no le gusta cómo escribo. Confieso que nunca lo he sentido como una afrenta, más bien veo en ello un reconocimiento tácito de la enorme prestación que significa sacar adelante a toda una familia con un trabajo para Diny tan carente de sustancia. Subsumiendo en ese reconocimiento tácito, claro está, la poco halagüeña aunque agradecida opinión que Diny tiene de mis lectores. En último término, hemos sido y seguimos siendo sus parásitos.

 

Weiß/Colonia, 22.3., primera hora del día

Antes de irme a dormir, porque debo madrugar, y cómo, zapeo en la tele y encuentro una joya, además en versión original con subtítulos en idioma de la etnia aborigen germánica. Se trata de un cortometraje de 40’ sobre una maquila en Buenos Aires donde se fabrica ropa infantil: “de marca”, se entiende, y en un régimen de completa esclavitud laboral. Talleres clandestinos se titula, y es algo así como uno de los mejores comentarios fílmicos que se me ocurren para el libro No Logo, de la canadiense Naomi Klein.

 

Beek de Montferland (Países Bajos), 22.3.

Ha amanecido un día de sol, de primavera triunfante del invierno, arrinconándolo sin remisión. Salimos de Colonia a las 7.20 a.m., Montse y Henri en los asientos de atrás, Frank conduciendo y yo de copiloto. Aunque hay un par de atascos, a las 9.55 estamos ya en Beek. Han instalado la capilla ardiente en la casa de Jos (la que fuera de mis suegros) y cuando llegamos no están aquí sino los de la casa, tomando café en la cocina. Bebo el mío ardiendo, como me gusta, y a partir de ese momento me quedo plantado al lado de la cabecera del ataúd. A mi suegra la han vestido que parece la muchacha que alguna vez fue. La voy recordando en momentos sucesivos de una vida de la que sé mucho. Un par de veces alargo la mano y acaricio las suyas, yertas, una sobre la otra, con un rosario depositado en ellas. Mientras tanto va llegando la familia. Los once hijos, 23 de los 25 nietos (faltan Chantal, en Italia, y Lars, en Nueva York) y muchos bisnietos; Henri es el penúltimo de los 20 y hay dos más en camino. Se retiran las flores y el empleado de la funeraria entra con la tapa del ataúd. Es un ataúd sencillo, de madera de pino, pulida. Bajamos la tapa entre Diny, Riet, Bernadet, Theo, Jos, Thea, Miny y yo. Como estoy a la cabecera, soy el último en ver la cara de mi suegra (y el escorzo de la mano de Miny, acariciándola, desde mi derecha) antes de que quede completamente tapada. El ataúd tiene ocho tornillos, tres de cada lado, uno en la cabecera, otro en los pies. Es una tarea más, atornillar el ataúd. Hay que hacerla. La hacemos. Luego, entra Annie, que se negó a colocar la tapa, y las seis hijas toman el ataúd por las asas, tres de cada lado, y lo sacan hasta el coche fúnebre. Caminamos tras él, despacito, por la calle mayor del pueblo, desierta. Sólo se oyen las campanas de la iglesia, los píos de algún pájaro, el graznido de algún grajo, nuestras pasos en el empedrado. La iglesia está llena de bote en bote. Entramos detrás de las seis hermanas Hansen que conducen al ataúd hasta el pie del altar mayor, ante el que nos casamos Diny y yo, y qué cara de felicidad la de mi suegra aquel lejano 2 de julio de 1966. Misa de córpore insepulto en la que participan diez de sus hijos (sólo Marcel no, sentado a mi lado, deshecho por el llanto) y algunos nietos (Rebeca y Montse entre ellos). Harry hace la loa de la mujer fuerte que fue mi suegra; Melanie, Sabrina y Silas le cantan a tres voces una tonada infantil que su abuela les cantaba; Willy le dedica un soneto suyo que nos pone los ojos húmedos; se recitan aleluyas familiares. Las seis hijas sacan el ataúd hasta el cementerio que rodea casi completamente la iglesia. Termina el servicio religioso con la cruz de tierra sobre el ataúd, y desfilan los parientes, los amigos, los vecinos, despidiéndose de Anneke, el nombre de muchacha de una mujer a la que siempre llamamos todos, hasta su marido, Moeder (=madre). Pensaba yo que el ataúd lo condujeran hasta la sepultura los cinco hijos varones y mi hijo, el mayor de los nietos, o Silas, el que vivió más tiempo con los abuelos, en su propia casa. Ninguno de los dos se arranca y avanzo yo, tomo el asa de enmedio, a la izquierda, todavía con los ojos preguntándole a Silas, pero él tiene aferrado el retrato de la abuela que presidió la misa desde encima del ataúd y me dice, también con los ojos, que no. Levantamos el ataúd en peso (las mujeres lo condujeron encima de un armatoste rodante) y lo llevamos hasta la tumba de la familia, ya abierta, lo depositamos sobre los dos travesaños, y Willy, Harry, Theo y Marcel se hacen cargo de las cuerdas, Jos y yo de los travesaños. El empleado de la funeraria conoce su oficio a fondo y nos contea en voz casi inaudible: 1, 2, 3. Las cuerdas se tensan e izan el ataúd abriendo el espacio para que retiremos los travesaños, y luego van dejándolo caer muy lentamente hasta depositarlo como una pluma, en el fondo del hueco. Todo se ha cumplido. La caravana de autos se pone en camino a ‘t Heuveltje, para el refrigerio que suele seguir a los entierros. Es un encuentro casi multitudinario: sólo la familia directa somos casi ochenta. Nosotros (Montse, Frank y yo) llegamos los últimos, algo retrasados porque tuvimos que devolvernos a casa de Jos para recoger la sillita de Henri, y ya está todo el mundo sentado cuando entro con Henri en los brazos. Henri sonríe embelesado mirando los espejos del techo que reflejan las mesas y la gente sentada y los camareros yendo y viniendo con bandejas en alto, y les transmite ese embeleso a quienes se han vuelto hacia la puerta. Es como si el sol se hubiera abierto paso hasta la sala.

 

Weiß/Colonia, 22.3.

Cuando regresamos a Colonia y llego a casa, el magnolio está alcanzando ya su pleno esplendor. Rebeca me llama de noche para decirme que acaba de telefonear con Annie (con quien mantiene una relación casi fraternal, más que de tía/sobrina) y que hubo una llamada del empleado de la funeraria para disculparse una y mil veces por un error suyo del que ninguno de nosotros se dio cuenta. Y es que hemos enterrado a mi suegra de cara a la calle y no a la iglesia. «Tanto mejor» le digo a Rebeca, «la hemos dejado mirando el sitio por el que nos vamos a reunir con ella».

 

Weiß/Colonia, 23.3. (1)

Salgo con la bici al correo para retirar un paquete certificado cuyo aviso me encontré ayer en el buzón al regresar de Beek. Son las almendras garrapiñadas que prometió enviar Josefa Cortés desde Cáceres, y resisto la tentación de abrir el paquete para –dentro de la mejor tradición del fair play –darle una chance a Diny de que las pueda probar cuando vuelva a casa. En el correo me agencio un folleto con las nuevas tarifas postales, y al final del mismo descubro una lista de los plazos estimados para la llegada de los envíos postales desde Alemania a los distintos países. ¡Qué risa, María Luisa!, México y Colombia ni siquiera figuran en la lista, se conoce que con esos países es bastante mejor evitar comunicarse por el correo quelonio

 

Weiß/Colonia, 23.3. (2)

Hoy, en la página Twitter de Juan esta anotación: «La paz de Suiza produjo el reloj cucú. La corrupción de Italia produjo el Renacimiento. Ya es hora de que nos pongamos renacentistas». Echo de menos las comillas que remitan al original, en The Third Man, y donde Graham Greene no usó para nada la palabra “corrupción”: «Like the fella says, in Italy for 30 years under the Borgias they had warfare, terror, murder, and bloodshed, but they produced Michelangelo, Leonardo da Vinci, and the Renaissance. In Switzerland they had brotherly love – they had 500 years of democracy and peace, and what did that produce? The cuckoo clock». Inolvidable esa escena en la gran rueda del Prater de Viena, entre Joseph Cotten y un diabólico Orson Welles.

 

Weiß/Colonia, 23.3. (3)

Por la página Twitter de Andrés me entero de que The New York Times tenía engavetada la necrológica de Elizabeth Taylor desde hace tanto tiempo, que su redactor murió hace seis años. Elizabeth Taylor ¿Por qué se casaría tantas veces, y tan mal, por lo común?  Creo que no pudo soportar el hecho de que Montgomery Clift fuera homosexual. ¡Si ellos eran la pareja ideal! Pero ET nunca me gustó como actriz, excepto en La gata y en Virginia Woolf?, y como mujer era un tipo de belleza que no me dijo nunca nada, le sobraba perfección. De esa misma época, mi predilecta era una belleza golfa, a la que se le presumían las ganas de cama hasta en la manera de prender un cigarrillo: Ava Gardner. Por otra parte, como actriz, ET no logró pasar la barrera de papeles cuya edad cinematográfica fueran los 40 años. Le faltaba la grandeza de una Katherine Hepburn, de una Catherine Deneuve, de una Vanessa Redgrave.

 

Weiß/Colonia, 24.3. (1)

Regresa Diny de Holanda, y trae consigo su parte del botín, los hermanos se han repartido entre ellos los objetos propiedad de la madre. En la parte de Diny entraron los ejemplares dedicados a mis suegros de Ein Schiff aus Wasser y La generación del 39.

 

Weiß/Colonia, 24.3. (2)

Qué pereza tener que escribir la reseña de una novela que no es chicha ni limoná. ¿Qué decir en tres folios de algo que se podría despachar en menos de uno?  To write or not to write, that is la jodienda. Y me acuerdo del preñado aforismo de Karl Kraus: «Hay escritores que son capaces de expresar en veinte páginas aquello para lo cual a veces necesito hasta dos líneas». Así es que me toca, pues, ser uno de aquellos escritores de que él habla. ¡Adelante con el 7° de caballería!

 

Weiß/Colonia, 25.3. (1)

Al levantarme abro la estafeta y me encuentro con media docena de mails dándonos la noticia de la muerte de Gloria. No por saber que estaba muy mal nos duele menos. Gloria. Qué de horas de conversación y de vivencias inolvidables, en París, en Madrid, en Bogotá, donde nos abrió las puertas de su casa y nos hizo sentirnos como en la nuestra. Pero me he levantado tarde, por no acordarme de avisarle a Diny que me despertara bien temprano, tengo cita a las 9 a.m. con el dentista, para tres empastes. Desayuno, me afeito y me ducho de prisa y a la carrera, salgo en la bici camino de la consulta, a tres cuadras de casa. Hay un vecino del pueblo en la sala de espera, al que sólo conozco de vista, aunque sea desde hace más de treinta años; me saluda con una leve inclinación de cabeza y un discreto «Guten Morgen!», que me agarran desprevenido. Al regresar a casa, todavía sumido en mis pensamientos, en qué decirle a Álvaro cuando lo llame para darle el pésame, no veo al cartero sino hasta que me saluda en voz alta. Y en camino al supermercado, por el bosque, me pasa lo mismo con otro vecino del pueblo que ha sacado a pasear a su perro y también me saluda. Escucho el ruido de un helicóptero justo por encima de mi cabeza, cuando atravieso los campos labrantíos de la linde del bosque, miro hacia arriba y recuerdo de inmediato unos versos de Blas de Otero que cito de memoria: «Un avión / –¡qué cabrón!– / a reacción». De vuelta a casa me cruzo con K., también en su bici, nos saludamos, pienso que seguirá siendo siempre un vergonzante homosexual de pueblo, nunca saldrá del armario, y esa es su tragedia.  Al llegar a casa acaricio al magnolio con los ojos, se lo siente casi a punto de hervor vegetal, como el agua aperlándose en su superficie antes de ponerse a ebullir. Mañana, el domingo a más tardar, estará en su plenitud. Y envío mi reseña a Madrid, descubriendo después que Juan ha hablado de la ¿misma? novela en su página Twitter: «El viaje de Faulkner a la sordidez se llama Santuario. Por la misma razón el viaje de Enrigue a la identidad nacional se llama Decencia». Es a todas luces evidente que él y yo, en ese mismo libro, hemos leído dos novelas distintas. Una hora y media más tarde llamo a Álvaro, serán las 9.30 a.m. en Bogotá. No está en la casa. Hablo con la buena Lucila, a la que tanto queremos Diny y yo; nos consolamos mutuamente.

 

Weiß/Colonia, 25.3. (2)

“50°: el paralelo de los extremos” fue la serie de reportajes que pasó Arte desde el lunes hasta hoy. Otra de esas series fabulosas en que no se han escatimado medios para ofrecer una visión inédita del mundo en que vivimos. Si me quedase con una imagen, una sola, de las docenas de ellas espectaculares que vimos durante la semana, me quedaría entonces con la de una planta, la Sonnentau (literalmente “rocío solar”), cuyo nombre científico es Drosera intermedia. Es la única planta carnívora que crece en Alemania y resulta espeluznante, y al mismo tiempo como si fuera el hermoso pas de deux de un ballet mortal, ver cómo se enrolla al engullir sus víctimas.

 

Weiß/Colonia, 26.3.

En el diario, en un editorial acerca de la Europa dizque unida y el tema de Libia, una creación verbal que me entusiasma: Selbstverzwergung (=autoenanización). De a deveras, da pena ver el espectáculo de esta Europa sin líderes y sin otras metas que ella misma, autoenanizándose. También en el diario, hoy, una esquela con un dibujo. No suelen ser habituales. Si las hay con una nota gráfica suelen ser fotos del difunto o una viñeta piadosa, en blanco y negro. Esta vez no, es un dibujo, o tal vez la reproducción de una acuarela, y además de Don Quijote, erguido sobre Rocinante y con la lanza enhiesta en el brazo derecho. Pareciera casi una contra-alegoría del editorial, si no fuese por la cita de Emerson que la acompaña: «Lo que dejas a tu espalda y lo que tienes por delante, es pálido en comparación con lo que llevas dentro». Una cita para Don Quijote, y hasta para Sancho Panza, pero difícilmente para esta Europa.

 

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