Home Mientras tanto De mi Diario : Semana 23 / 2011

De mi Diario : Semana 23 / 2011

Weiß/Colonia, 5.6.

En el suplemento dominical del diario un artículo harto interesante sobre la clonación de árboles gigantescos (sobre todo secuoyas) como posibilidad real de poner freno al cambio climático, o al menos a la polución por el bióxido de carbono. A ver si un arqueólogo dendrologista (¡qué raro, la dendrología aún no llegó al Diccionario de la RALE!) descubre por fin dónde se encontraba el Paraíso Terrenal y nos clona un par de manzanas del árbol del Bien y del Mal, para asegurar la suerte de la humanidad en los siglos venideros. Aunque para eso, a decir verdad, pues ya basta con los chinos. Como diría Cortázar: ¡Pobres mártires! (Nosotros, claro).

 

Weiß/Colonia, 6.6.

Noam Chomsky vino hoy a disertar en la Uni de Colonia. Ni remotamente se me ocurrió pensar en acudir allí, sabedor de lo que pasaría. Carlitos, que vive cerca del alma mater, y además es de un optimismo a prueba de realidades, sí acudió, después de lo cual me escribe: «Pues ya ves, Ricardo, nada más que viene Chomsky a Colonia y pensé inocentemente que a lo mejor a las 19.00 quedaba quizá un huequito para un ex-estudiante de Lingüistica en el Aula Magna, qué risa, no se veian sino espaldas esperando. Otro aula con transmisión en directo vía internet: muralla de espaldas por todas partes hasta en las escaleras de acceso. En fin, me quedé con un compañero de Ulli, catedrático de arqueología que igualmente se quedó afuera, en la plaza, y pasaba todo el mundo por ahí. Pasó hasta SQQ, aunque bueno, más bien rodaba. Luego, Ulli encontró la conexión con la Uni en internet y vimos y escuchamos al maestro en casa. Lo malo es que mi inglés es tan apagado que no le entendí casi nada, pero lo poco que le capté tenía su gracia, más bien sabiduría, parecía casi un lingüísta europeo*».

* Lo de que SQQ más bien rodaba es puro humor negro a costa de una gordita indefensa, pero lo de que don Noam casi parece un lingüista europeo habla sólo del despecho de Carlitos por no haberle podido colocarle su grabadora en el pupitre al maestro. Qué manera de insultarlo, che

 

Weiß/Colonia, 7.6. (1)

Oskar viene derecho de la escuela a nuestra casa, esta noche duerme acá. Le preparo el almuerzo y comemos juntos. Él su pasta rociada de jugo Maggi, yo mis langostinos con salsa holandesa. Le invito a que los pruebe. Trabajos de amor perdidos, ninguno de mis nietos (aunque habrá que ver Henri, todavía tan crío) ha heredado mis genes gustativos, al contrario que mis hijas, sobre todo la Rebecota, ella podría vivir a base de boquerones, almejas y choco frito. Y pan.

 

Weiß/Colonia, 7.6. (2)

Mi disciplina plúmbea ha sido rentable en la relectura de Sabato. Mañana, si todo va bien, habré terminado con su obra novelística. La relectura la ha revalorizado, menos El túnel, que me sigue resultando indeglutible. Lo bueno, además, es que gané un día, y entonces aprovecharé el viaje a Hamburgo para, por fin, leer la novela de Susana en el tren (¡qué inglés!) y a lo mejor incluso me cunde el tiempo para iniciar la lectura de Antes del fin, y quedarme a partir del domingo, tan sólo –¡qué risa, María Luisa!–, escribir el texto de la conferencia: 36.000 espacios. Ay

 

Weiß/Colonia, 8.6., primera hora de la noche

Un reportaje ejemplar sobre las cartas privadas de los ciudadanos alemanes a Hitler. Escribí acerca de ese tema cuando se publicó una antología de dicha correspondencia. Ahora pienso que Sabato reitera una y otra vez en sus ensayos y en sus novelas cómo es que el pueblo más culto del mundo fue el que se comportó de la manera más salvaje y primitiva entre 1933 y 1945. Pero jamás añadió, quizás porque nunca vivió acá en Alemania, que el alemán es el único de todos los pueblos genocidas que ha reconocido y reconoce públicamente su culpa. Tal vez pueda pensarse que ese reconocimiento público es rentable desde el punto de vista documental y publicístico, sí, pero entonces ¿por qué no rentabilizan también su culpabilidad argentinos, uruguayos, chilenos, guatemaltecos, brasileños, camboyanos, ruandeses, congoleños, serbios, rusos, japoneses, chinos y, last but not least, estadounidenses, amén de un largo etcétera?

 

Weiß/Colonia, 8.6. (1)

Un actor de cine austríaco, Robert Stadlober, a quien no recuerdo haberlo visto en peli alguna, afirmaba ayer en el diario que el Camino de Santiago está tan saturado que es imposible que en él pueda tener lugar «el recogimiento interior», y añade: «Para ello tanto valdría viajar allá en el Metro, donde va el mismo número de viajeros». A mí estas reflexiones me producen un asombro que racionalmente intenta resistirse a la carcajada. Stadlober parece ignorar, a) que el Camino de Santiago es una ruta comercial camuflada con un pretexto religioso; b) que el apóstol Santiago en su puta vida puso el pie en la península ibérica; y c) que quien está enterrado en el dizque sepulcro del apóstol es un hereje de nombre Prisciliano, el primero de los muchos asesinados por la Iglesia Católica a lo largo de sus muchas “limpiezas étnicas”. ¿Quién puede hoy en día pensar en serio que el Camino de Santiago tiene un carajo que ver con la religión, suponiendo, y ya es mucho suponer, que la religión tenga un carajo que ver con los auténticos problemas que padece el ser humano? Sería algo así como extrapolar que Bayer es Dios porque fabrica la aspirina.

 

Weiß/Colonia, 8.6. (2)

Ana María me sorprendió hace un par de días preguntándome si yo sabía cuáles eran las cinco palabras en español terminadas en j: ella recordaba reloj, almofrej y carcaj. Le contesté que las que yo conocía eran carcaj, reloj, almoraduj (la mejorana) y boj (que es una madera de las más duras), y que ahora, gracias a ella, ya sabía cinco. Ella: «Estoy segura de que falta una, porque yo no conocía almoraduj y es troj, me acordé. Entonces son 6: Boj, troj, almofrej, carcaj, reloj y almoraduj». Yo: «Lo que me jode es que falta una de siete letras, porque las hay de 3, 4, 5, 6, 8 y 9: boj, troj, reloj, carcaj, almofrej y almoraduj. Tenemos que inventar una de siete, carajo». Ni corta ni perezosa, Ana María lanzó un SOS a través de su cuenta Twitter, y el tuitero Alejo Rincón Moreno, del mismo Manizales, le hizo el quite por chicuelinas: «Doctora, pedicoj (salto que se da con un pie solo) tiene 7 letras y termina en j». Y la verdad es que Ana María y yo estamos de contentos como dos chicos con zapatos nuevos. Gracias, Alejo.

[Distribuyo esta entrada como anticipo de mi diario y a vuelta de correos me manda Helena, desde Hamburgo, la palabra almiraj, algo así como un bicho mitológico de los musulmanes, y me dice que, según doña María Moliner, hay hasta 19 acabadas en j, aunque todas ellas en desuso. Por su parte, Félix, desde El Rompido –que no El Roto–, me envía cinco más: itzaj (indio maya guatemalteco), erraj (cisco del hueso de la aceituna), borraj (bórax), relej (releje) y balaj (balaje, un tipo de rubí morado). Con lo que ya hemos llegado a trece. Una hora más tarde me escribe Carles, desde Barcelona, «a punto de maquetar los 5 volúmenes de cartas» de Julio Cortázar, y me arrima un enlace conteniendo todas las palabras que terminan en j, y que son: aj, alioj, almiraj, almofrej, almoraduj, balaj, boj, borraj, cambuj, carcaj, dij, erraj, gambaj, gambuj, herraj, j, maniblaj, pedicoj, rebalaj, relej, reloj, troj, o sea 22 sin contar a los mayas guatemaltecos. Y sin contar con mi tocayo porteño, quien le añade a la lista una palabra tan, pero tan evidente, que a todos se nos escapó: contrarreloj. ¡Hay que ver los lodos que trajeron aquellos polvos!]

 

Weiß/Colonia, 9.6.

Leído en el diario, mientras desayuno tempranísimo: Un comentario haciéndose eco con cierto asombro del auge que ha adquirido en los últimos tiempos el partido de los verdes. Pienso que el comentarista (al ser alemán y, por lo tanto, uno de los sospechosos habituales) no ha caído en la cuenta de que Los Verdes es el más conservador de todos los partidos, hasta el punto de que su propia esencia es conservar, y eso, en un país tan conservador como este, a la larga es rentable.

 

En el tren y en Hamburgo, 9.6.

Inicio en el tren, por fin, la relectura (pero ahora ya editado el libro) de Cuando Virginia Woolf desató la cinta azul. Es lo menos que le debo a Susana, que me envió un ejemplar único, cosido y pegado por ella misma. Y además ese título se lo inventé yo, es decir, que tengo más de un motivo para volver a revivir las últimas horas de la vida de nuestra VW. Leo sin descanso y con interés creciente hasta la página 250 y el día en que conoció a Vita Sackville-West.

 

Interrumpí la lectura al llegar a Hartburg, donde ya se empiezan a ver allá lejos las grúas del puerto de Hamburgo. Nadie que no haya nacido en un puerto de mar puede imaginarse cuán poderoso es el reclamo visual de un panorama de grúas. Esta vez, no obstante, la imagen del paso por Hartburg que se me queda en la retina es la de un mercancías estacionado a la salida de la estación: un tren largo, no menos de treinta unidades, plataformas enormes sobre cada una de las cuales se apilan incontables troncos de árboles ya casi simétricamente aserrados. Es como ver el cementerio de un bosque, hace daño a la vista y al alma.

 

Me esperaba Helena en la estación. Qué bueno reencontrarse con alguien así, que es como la imagen misma de la eficiencia y de la bonhomía. Almorzamos junto al hotel, y me cuenta de la próxima edición de su traducción de uno de los poemas cardinales de Hölderlin, del cual me dice que hay muchas versiones, y alguna hasta buena, como la de Díez del Corral, pero ninguna en la métrica original (hexámetros, a los que el español es casi alérgico), y arguye Helena con la razón de su parte que en ese poema, y en todo Hölderlin por lo demás, la forma importa tanto como el contenido. Ya estoy deseando leer esa traducción, cosa rara en mí, porque odio leer a los poetas alemanes traducidos. También eso me retrae un poco de traducir yo, como querría, la dolorosísima “Elegía de Marienbad” de un Goethe de 74 años y tan enamorado de Ulrike von Levetzow, de 19, que lo rechaza: no hay ni una sola traducción española que valga la pena, y el goethicida Guillermo Valencia cometió además la atrocidad de jibarizar las 23 estrofas del original hasta dejarlas en nada más que 10, o sea, del tamaño de su talento.

 

Luego de reposar hasta las 5, me voy con el Metro al Centro Cervantes, en la originalísima Chilehaus, y allí tengo otro reencuentro lindo, con Isabel, a quien le he traído un montón de chistes gráficos de Yrrah, que le parecen sencillamente geniales: lo son. Helena, por su parte, me regala una de esas libretas del Instituto en cuya tapa luce un poema. Me da a elegir entre las de Neruda, Gabriela Mistral y Machado, y me quedo con esta sin dudarlo ni un instante.

 

La conferencia es un éxito de risas que llegan a las carcajadas durante el recitado del poema de Marroquín, al final del cual estallan espontáneos los aplausos. Pero el clímax de a deveras llega con el monólogo de Lucky en Esperando a Godot, que nadie (menos Helena e Isabel) se podía esperar en una conferencia sobre Cantinflas. Dejo al público viendo ¡Ahí está el detalle!, que yo he visto al menos cinco veces preparando la conferencia, y en el antedespacho de Helena abro mi estafeta y contesto correspondencia. En especial un mail cariñosísimo de Ana Istarú, que es la vanguardia de mis felicitaciones de cumpleaños. La Maga, en cambio, me anuncia que me tiene un regalo muy especial para el mismo, pero que se retrasará un par de días. Veremos.

 

Vamos a cenar al Café de París, cerca del imponente ayuntamiento hanseático. Es un local que se inauguró en 1882 y que me gana la vista desde el vamos. La atmósfera es realmente como la de una brasserie parisina. Y resueltamente franceses los langostinos a la provenzal que son mi cena. La charla se alarga hablando del fenómeno Twitter y las posibles efemérides del 2012, cuando de repente llega la camarera con una tarta enorme sobre la que lucen dos velitas. Son las doce de noche, y Helena e Isabel me tenían preparada esta sorpresa, que regamos con champán. Dios las bendiga. Y desde luego convengamos en que 72 velas hubiera sido un despilfarro, por aquello que decía Katherine Hepburn: «He envejecido, he llegado a esa edad en que la torta de cumpleaños parece un desfile de antorchas».

 

En Hamburgo y en el tren, 10.6.

Llego al hotel a la 1 a.m. y sé que no voy a dormir, porque mi habitación da a la calle y es en la orilla del Alster grande, un tráfico que no cesa ni de día ni de noche, y tengo la ventana abierta, como suelo dormir siempre y porque hace mucho calor. Así es que encargo un gintonic en la barra del bar del hotel y me lo llevo a mi habitación, me empijamo y leo lo que me resta de la novela de Susana. Es buena con la calidad que tienen las cosas bien hechas, y nos acerca a VW de una manera que nunca podrá hacerlo una biografía. Cuando apago la luz ya han pasado las famosas dos de la madrugada del texto español del vals de Lili.

 

Desayuno jugo de pomelo, una infusión de té de menta y un pancito crujiente y abierto por gala en dos: en una de las mitades una loncha de salmón ahumado, en la otra de salmón marinado. En la habitación, haciendo tiempo para bajar a tomar el taxi que he pedido, descubro que en la mesa de noche hay un volumen muy bien editado con motivo del centenario del hotel: Baseler Hof 1907/2007, practicante de la (cito) «hospitalidad cristiana». Tan practicante que en él hasta se alojó una vez el judío Heine, a quien se cita consecuentemente en este libro.

 

El taxista ¿vietnamita, camboyano, laosiano, chino? no parece muy feliz con llevarme sólo del hotel a la estación: «Con este tiempo que está haciendo bien podría usted haber ido dando un paseo por el Alster, 15 minutos todo lo más». «¿Padece usted de los discos intervertebrales?» Me mira y no responde, y yo sigo: «¿Pesa usted ± 110 kilos y le cuesta arrastrar su cuerpo con este calor? ¿Le gustaría llegar a la estación empapado en sudor?» Me deja sin decir palabra a la puerta de la estación y a regañadientes redondeo a 5.00 € los 4.70 de la carrera. Cretino.

 

En mi asiento reservado se sienta una hermosa joven cuyo rostro y cuyo pelo (rojo tiziano algo  desvaído) recuerdan a las protagonistas de los cuadros de Waterhouse. Tiene un busto pequeño, proporcionado, precioso. Y una mirada soñadora. Por desgracia su asiento no es el de al lado, sino el inmediatamente detrás del mío.

 

Hasta Bremen (una hora) viajo solo en mi fila. En Bremen ocupa el asiento de al lado, junto a la ventana, una de esas amables cotorras viejas que sonríen constantemente y aprovechan la más mínima ocasión para entablar conversación, y luego ya no sueltan a su víctima hasta que la dejan exhausta y poco menos que ensordecida por saturación. Sabedor por el boletín de la reserva que viaja hasta Dortmund, decido cerrar los ojos como si durmiera, la siguiente hora y media. Sueño que estoy viajando en la fila posterior y que la chica Waterhouse y yo ya hemos intercambiado nuestras direcciones de e-mail y nuestros números de teléfono. La cotorra, a mi lado, rezonga de vez en cuando. Pero no le doy ni cinco de bolilla.

 

A partir de Dortmund vuelvo a viajar solo y aprovecho para empezar la lectura de Antes del fin, el último libro de Sabato antes de ponerme a escribir, el lunes, el texto de mi conferencia del 29, en San Sebastián. Me jalo la mitad de una sentada. Creo que lo que finalmente estaré diciendo ese miércoles 29 va a ser muy distinto de lo que pensaba en principio que iba a decir. Releyendo esta obra me he reconciliado bastante con ella. Aunque no del todo con el autor.

 

En el tren, ya entrando a Colonia, 10.6.

Cuando entramos en agujas en Colonia, por Mülheim, una vez más caigo en la cuenta de por qué llegar en tren acá, viniendo del norte o el este, siempre me da la impresión de estar llegando a Huelva, y es por las tapias de la fábrica Felten&Guillaume, idénticas a las que sigue habiendo allí, en las avenidas de Italia y de la escultora Whitney, hasta el barrio del Matadero. Sin querer, un ramalazo de nostalgia, el alma en pos de la infancia lejanísima, largas décadas ya de lejana.

 

Weiß/Colonia, 10.6.

Carlitos me estaba esperando, y de la estación vamos directamente a La Modicana con la obra de arte, como Carlitos llama a su Citroën tiburón. Y por cierto que al entrar en la calle principal de Sürth se nos atraviesa de pronto un gatito blanco con pintas negras, que se detiene en el centro de la calle; Carlitos tiene frenar de apuro, pero luego comenta sonriente: «¿Te fijaste? ¡Se paró para admirar mi coche!» Luego, en La Modicana, al llegar veo en la pizarra, entre los platos del día, la formidable sopa de pescado. Le grito a la dueña: «Signora Giuseppina, ¿cómo supo que era mi cumpleaños?, ¡qué lindo regalo se le ocurrió para mí, hoy, gracias!» Y desde luego ha sido todo un señor regalo, hmmmmmmm. La signora, de yapa, me obsequió con una botella de uno de sus mejores vinos. Como Carlitos, que me trajo un Cabernet-Sauvignon sudafricano del 2010 con todo el aspecto de ser un caldo de primera. Cheers!

 

Weiß/Colonia, 11.6. (1)

Me escribió Populius después de haber leído en mi diario, la semana pasada, lo del suicidio de nuestro compañero de trabajo en la Deutsche Welle, aquel administrativo con quien a veces almorzábamos fuera de la emisora, y al que describí como «un tipo casi genéticamente anodino, súper pequeñoburgués y nonplusultra correcto, de quien hubiera sido difícil imaginar hasta un gemido de placer en un orgasmo», pero que a los dos o tres meses de la inesperada muerte de su esposa se ahorcó en el dormitorio común. Populius: «Recuerdo perfectamente el caso al que te refieres. Después del fallecimiento de su esposa, el señor R. sufrió terribles problemas síquicos. Alguien que lo conocía muy bien me comentó que se iba al restaurante donde solía comer frecuentemente con su mujer, pidiendo dos cubiertos, uno para él, otro para ella. Y mientras almorzaba o cenaba, conversaba con su difunta mujer. Caso trágico y triste».

 

Weiß/Colonia, 11.6. (2)

En la peatonal Im Wingert, una callecita que termina en una escalera de piedra por la que se baja a la orilla del Rhin, y donde está el taller de Herr Berg, adonde llevo a reparar mi bici, había una hermosa robinia, un árbol espectacular. Había. El diario nos informa de que empezó a deshojarse de repente, hasta quedarse en las ramas mondas y lirondas. Los vecinos, alarmados, contactaron enseguida con la autoridad municipal competente y el dictamen de los técnicos es que el árbol fue envenenado. A mí me hace mucha gracia eso del homo sapiens y de que el hombre es bueno por naturaleza. Hay que poseer un instinto criminal de la peor laya para envenenar a un árbol. Aliento el ferviente deseo de que al autor del crimen lo mate otro, desplomándosele encima.

 

Weiß/Colonia, 11.6. (3)

Carmen ha leído mi columna de ayer en El Espectador y me escribió admirándose de los buenos facsímiles del libro que allí comento. Luego, en otro e-mail, añade: «Aunque no te dije nada, me fijé en lo que decías sobre la hija de Neruda. Es estremecedor». Le contesto: «Neruda era un hijo de puta de muchísimos quilates. Lo de esa pobre niña hidrocefálica, hija suya, es nada más (nada menos) que la guinda del pastel de su hijueputismo».

 

*********************************************

Salir de la versión móvil