Weiß/Colonia, 13.6.
Rolando me escribe: «Rory [su hijo] acaba de enviarme los boletos para mi vuelo a Virginia este jueves; me tocará ver el último partido de los nietos, Ryon y Cory. Cory, que era tan chaparro como el chaparral, ha crecido y (aunque no he dicho nada) creo que va a ser más alto que su hermano y su padre. Cosa de genes, ya que mi linda nuera, Kathi, mide 1.75. Ahora resulta que yo seré el más chaparro en esa familia».
Difícil imaginarme a Rolando ni medio petizo, pero le contesto lo siguiente: «¿Nunca te hablé de mi tía abuela extremeña, Remedios, como mi abuela, y a quien –para diferenciarla de ella, y a causa de su menguada estatura– la llamaban «La Chaparra”? Tengo, suya, una anécdota excelente y es que era ella quien acompañaba a mi madre, como persona de respeto (chaperona, pues), cuando mi madre iba a encontrarse con mi padre en Sevilla, durante la guerra civil. Y yo no sé si tú sabes la fama que tienen los sevillanos, de que son lo más prepotente y jactancioso que uno puede echarse a la cara…, vamos, algo así como si todos ellos tuvieran vocación de neoyorquinos o de porteños (del puerto de Santa María de los Buenos Aires, you know it, sir?) Bien, pues mientras mi madre y La Chaparra hacían tiempo hasta que mi padre terminara su jornada laboral, paseaban por Sevilla, y una de las veces, en llegando a la plaza de la Virgen de los Reyes, delante de la catedral, La Chaparra le dice a mi madre que ya va a ver cómo le toman el pelo a esos engreídos sevillanos y que, a partir de ahora, haga exactamente lo que ella hace, y que no es otra cosa que pararse mirando hacia arriba, a la Giralda, con la boca abierta, como dos aldeanas recién llegadas a la ciudad. Hasta que, por fin, un sevillano transeúnte se acercó a ellas y les preguntó que si les gustaba, y La Chaparra le contestó que sí, que muchísimo, que hay que ver cuánto arte… a lo cual el sevillano les dice: «Pues ahí donde usté la ve, la trajeron de Arabia, «empapelá»». Y entonces La Chaparra a mi madre: «Lo que yo te decía, Manuela, que ningún sevillano “esaborío” era capaz de hacer “argo” como esto». Es una de las anécdotas más viejas y acrisoladas de nuestra familia, y tú me las ha recordado al hablarme de tu nieto chaparro».
Weiß/Colonia, 14.6., primera hora del día
Cuscús con pescado, en la tele. Pecado sería no haberla visto de nuevo. Pero me voy a la cama feliz y contento tras estas dos horas y media que hay críticos a quienes les parecen repetitivas, excesivas. Son gente que ya no tienen ojos para mirar, sino sólo consolas visuales para editar.
Weiß/Colonia, 14.6. (1)
Voy con la bici a la primera sesión de una nueva tanda de linfodrenaje. La Frau Schumacher se alegra de verme y me devuelve el ejemplar del libro de cuentos de Siegfried Lenz So zärtlich war Suleyken [=Tan dulce era Suleyken] que le presté antes de irme a España. Me dice que no le terminó de convencer, que esa de Lenz no era su Masuria, y le replico que la óptica del lector crece en progresión geométrica de discrepancia con el autor cuanto más cercano a su mundo sea lo que él describe. Admite que eso puede ser cierto. Y de la sesión de linfodrenaje acudo a ver a Henri, que me recibe con grandes sonrisas, me quedo un rato con él y acepto venir el miércoles, después de mi segundo linfodrenaje de esta tanda, para quedarme a cuidarlo mientras Montse va al médico con Oskar.
Weiß/Colonia, 14.6. (2)
Pasaron en el canal Arte un reportaje de 45′ sobre Burkina Faso. Ismael, un nativo, acompañaba a Bettina, una suiza que tiene una agencia de viajes, asesorándola para crear un circuito turístico que incluya atractivos fuera de lo común. Por ejemplo la arquitectura de determinados pueblos, donde son las mujeres quienes construyen las casas y las exornan, creando una especie de paisaje que no se puede llamar ni urbano ni rural, yo lo calificaría como de exposición artística, pero lo bueno del caso es que esas viviendas le hacen honor a su nombre: ahí vive gente. Viéndolo, me imaginé que el buen Gaudí, de haber conocido este tipo de arquitectura, hubiera encontrado en ella acicates para su personalísimo estilo. Pero en lo que a mí me toca, lo que quiero dejar reseñado en el diario es que, irracionalmente, todo el tiempo que duró el reportaje me lo pasé esperando que, por arte de birbibirloque, sin venir a cuento, como fuese, en algún momento apareciera en pantalla mi amigo Félix.
Weiß/Colonia, 14.6. (3)
Acerado (y acertado) el comentario de Milan Paulović, mi crítico de cine predilecto, hablando de Broadway Melody of 1940, que la vimos mientras otros andaban viendo cocear a la cuadra burra, en su partido contra Paraguay. Dice Paulović: «Hollywood produjo durante cuatro años seguidos algunas golosinas fílmicas donde la danza sustituía con creces a un argumento. (…) En la edición [de Broadway Melody] de 1940 se juntaron por primera vez en un film Eleanor Powell y Fred Astaire, y lo divertido del caso es que a Astaire le toca jugar el papel de quien tiene que estar contento por poder bailar con Powell». ¡El mundo al revés! ¿O no sería más bien, me pregunto, una sangrienta ironía de los guionistas?
Weiß/Colonia, 15.6.
Rolando me escribe desde Austin: «Anoche, al acostarme escuché a la que lee las noticias; dijo que Paraguay había empatado a Italia. En el partido que yo vi, Italia empató a los paraguayos, qué caray. Como no suelo escuchar a los locutores, ya que me dicen lo que estoy viendo, no pongo el sonido; ahora veo que los locutores no les van en zaga a las vuvus».
Me hace recordar este comentario en La Prensa, de San Pedro Sula/Honduras, en la crónica de la inauguración del evento: «Cuando la imagen de Nelson Mandela apareció en las pantallas, estalló un aplauso como hasta ahora pocas veces se ha visto en el mundo del deporte». Pues yo diría que no sólo en él, porque los aplausos visuales deben de ser una creación sudafricana.
Weiß/Colonia, 16.6.
Voy con el bus a Sürth, a la segunda sesión de linfodrenaje. En la pradera frente a la iglesia del pueblo, dividida en dos mitades, dos espectáculos a cual más distinto. En la mitad norte, un caballo petizo ramonea sin apuro entre la yerba crecida que luce verde, no sé cómo decirlo, clorofílicamente verde. Puro contraste: en la mitad sur ha plantado su carpa el Circo Caroli, uno de esos circos ambulantes que tanto abundan en Alemania, una de esas empresas familiares que siempre me provocan la pregunta de cómo sobreviven si no es por amor al arte. Y la respuesta que no es provocación, sino todo un epítome de lógica, de que ésa tiene que ser una de las mejores, si es que no la mejor manera de sobrevivir.
Weiß/Colonia, 17.6. (1)
Estoy citado con Julio en el Mar del Norte, para almorzar una sopa de pescado, y para que me cuente de su odisea en Venezuela. Cuando llego con el autobús a la parada del tranvía en Rodenkirchen, de repente me doy cuenta de que, distraído, me vine sin la cartera, así es que ando sin más que un poco de calderilla en el portamonedas, y ni una maldita tarjeta de crédito para salvar la situación. Y tengo además que comprar los billetes del tren para nuestro viaje de fin de semana a Holanda, a la boda de nuestra sobrina Elke. ¿Qué hacer? (como se preguntaba Lenin angustiado, con una erección king size y un ejemplar no menos king size del Kamasutra que sólo podía mantener abierto con ambas manos). La inspiración me llega en la persona del cajero de mi banco en Rodenkirchen, él me conoce personalmente desde hace años y no va a tener problemas en entregarme 150 euros en efectivo. Salgo a buen paso hacia el banco, que está a dos cuadras, llego, no hay cola, hablo con el cajero aludiendo a mi progresivo alzhéimer, me extiende sonriente un recibo, firmo y vuelvo a buen paso a la parada del tranvía, a tiempo de agarrar el siguiente y llegar a la cita con Julio con nada más que 15’de retraso. La moraleja no es que debo de hacer un chequeo de pertenencias cada vez que salgo de casa, sino que a veces es mejor haber sembrado buenas relaciones, a tener tarjetas de crédito.
Weiß/Colonia, 17.6. (2)
La experiencia venezolana de Julio me deja absorto. Me deja absorto porque quien me la cuenta y la ha vivido es Julio, una persona de una objetividad rayana en lo notarial. Conque nada más que fuese cierto la mitad de lo que me ha contado, y no albergo la menor duda de que lo sea el 100%, ya me da pena y miedo por Anabelle, Ana, Nancy, Luis, Ibsen, mis queridos amigos venezolanos, a todos los cuales les recomendé que atendieran a Julio si los contactaba, pero él mismo no los quiso contactar porque le dio vergüenza de tener que confesarles que es la peor experiencia latinoamericana que ha tenido en su vida. Y Julio pasó por las cárceles de Fujimori, así es que sabe de lo que habla.
Weiß/Colonia, 17.6. (3)
En la programación de los cines de Colonia, que se renueva todos los jueves, hoy aparece una peli chilena, La Nana, que es la única a la que los críticos de esta ciudad le conceden **** de puntuación. Lo jodido del caso es que al repasar la cartelera veo que en ningún cine la pasan en la versión original, y yo, que soy decidido partidario del doblaje de las pelis, las únicas que me niego a ver (a oír) dobladas son las españolas y las iberoamericanas. El sólo pensar cómo dirán “güevón” en alemán ya me pone la carne de gallina. Habrá que esperar al DVD, lo que significa armarse de paciencia, en el caso del cine latinoamericano.
Zeddam (provincia de Güeldres, Países Bajos), 18.6.
Me da tiempo a ver el primer tiempo (oh) del Alemania-Serbia, y la expulsión de Klose por un árbitro español consecuente hasta el ridículo en lo de sacar tarjeta amarilla a los mano a manos (esto es: pies a pies) en el centro del campo, encasquetándosela siempre al segundo que se cae al suelo: en la mentalidad del tal árbitro, ese tuvo que ser el infractor. Ay… Me da también tiempo a ver el gol serbio. Luego apago la tele y la compu, agarro la valija y me pongo en camino hacia la estación central, donde ya me estará esperando Diny para viajar juntos a la boda de nuestra sobrina Elke. En el tranvía saco la cuenta mental de los sobrinos que aún tenemos solteros en Holanda, y son una decena cumplida. Otra vez ay…
En el tren, por los altoparlantes, se nos pone en guardia ante el hecho de que han detectado la presencia de carteristas y descuideros a bordo del mismo. Que no perdamos de vista en ningún momento nuestras pertenencias.
En Emmerich nos espera Frans y nos lleva a Zeddam, a la casa suya y de Bernadet, donde pernoctaremos. Por el telediario neerlandés me entero de la muerte de Saramago. Supongo que las jaculatorias inundarán los suplementos de este fin de semana. [Lo que no podía suponer es que mi cuate Luis me estaba escribiendo un mail urgente pidiéndome un texto de 6.000 espacios sobre el tema, para su suplemento del próximo domingo, y al leerlo al día siguiente me quedo sin saber qué contestarle. Porque o senhor Saramago nunca ha sido santo de mi devoción. Tendré que decidirme antes del lunes, qué voy a hacer].
A lo que en realidad estamos invitados no es a la boda en sí, que ya tuvo lugar, en el registro civil y en la iglesia. A lo que estamos invitados es a la fiesta, que comienza a las 8 p.m. y es lo que suelen ser estas fiestas en los Países Bajos profundos. Un tremendo e insoportable atracón de decibelios, so pretexto de que bailen los 250 invitados. Y como suele ser costumbre en mi caso, agarro la copa de vino y me voy a un rincón retirado del vestíbulo del hotel, donde poco a poco van a llegando, en mi seguimiento, todos los que como yo aborrecen las borracheras acústicas.
Me llevo de lectura el habitual cuaderno con la Guía de los Recién Casados, y descubro en ella algo de lo más típico, y es un calendario que abarca desde el 31.5. (despedida de solteros) hasta el 11.7., la final del Mundial, y en la correspondiente cuadrícula se adelanta: Países Bajos vs. Alemania. Pero para mi sorpresa y gratitud, en la cuadrícula del 10 de junio sólo figuran estas dos palabras: “Ricardo Bada”.
Uno de los primeros que se me añade en mi voluntario retiro es Jan, el marido de Riet, un tipo simpático y muy equilibrado. Lo que me hace gracia es que me cuenta que días pasados acudió a la biblioteca de su pueblo (Terborg), a buscar lectura, y se llevó a casa tres libros de Jan Wolkers, que al parecer lo han entusiasmado, sobre todo un volumen de cuentos del que no recuerda el tíulo: le ayudo con los que recuerdo yo, Serpentina’s Petticoat [Las enaguas de Serpentina], no, Gesponnen suiker [Palo de azúcar], no, De hond met de blauwe tong [El perro con la lengua azul], tampoco, y tiro la toalla. Por si acaso le pregunto si no será Turks Fruits [Delicias turcas] pero me contesta que no, que ésa es la novela. Y lo que me hace gracia es cómo ellos están ahora leyendo lo que hace cuarenta años, en esta familia, sólo leíamos Diny, Willy y yo, es decir, los outsiders, los no convencionales. Los tiempos cambian, ah sí…
Regresamos a casa a la 1 a.m., acompañados largo trecho de la calle principal por Theo y Ria, a quienes acudirá a buscar su hijo Dirk, con el coche, desde Stokkum. (Todos los Hansen, menos Willy en Ámsterdam y nosotros en Colonia, viven en Beek, el pueblo natal suyo, y los de los alrededores: Stokkum, Terborg, Zeddam, Ganderen…) Theo iba bastante achispado, que es cuando más se parece a su padre, me dice Bernadet en voz baja, y es verdad, viéndolo caminar del brazo de Ria y de Diny, que lo guían para que no vaya haciendo eses, es la imagen clavada de mi suegro. «Pero mejor persona», le digo a Bernadet. Y aunque se trata también de su padre, da la callada por respuesta.
Antes de irnos a dormir, mientras toman una copa Diny, Bernardet y Frans, envío al blog de Nexos dos décimas sobre la derrota de Alemania. Y me uno al grupo familiar para mi trago de dormir (Schlaftrunk), un whisky single malt de 12 años.
Zeddam (provincia de Güeldres, Países Bajos), 19.6. (1)
Bernadet y Frans tienen a dos jóvenes turcos limpiándoles y pintándoles las fachadas de la casa. Uno ya casi treintañero, el otro de unos veinte años, muy simpáticos y eficientes, y hablando un neerlandés envidiable. Hoy, cuando voy al baño para el aseo matinal, y mientras todavía estoy sentado en el inodoro, llaman a la puerta. Es Bernadet pidiéndome que abra la ventanita que da a la fachada trasera, porque el pintor joven está por ahí subido a su escalera y tiene que pintar el marco de la ventana, por dentro y por fuera. La obedezco y a renglón seguido me cepillo los dientes, me desnudo y me ducho, consciente de que todo ello se refleja en el espejo encima del lavabo y de que el pintor, si quisiera mirar, me vería. Luego, desayunando, Bernadet quiere saber si no me dio apuro ducharme bajo la mirada del joven pintor y le contesto que fue lo más normal, «¿o es que nunca oíste hablar de los “baños turcos”?»
Algo imprevisto y que quería evitar: visitar a mi suegra. Desde que está en la residencia donde la han recluido sus hijos, me he negado a ir a verla, sobre todo a partir del momento en que me empezaron a llegar noticias del comienzo del proceso de demencia. Quería conservar la imagen de ella que tengo desde que la conocí. Pero Bernadet le dijo ayer que hoy la visitaríamos Diny y yo, y aunque albergo serias dudas de que mi suegra se acuerde de ello, no puedo evadir el compromiso. Y pasa lo que me temía, que no nos reconoce, ni a Diny ni a mí, hasta que al rato parece entender quiénes somos.
Tiene mi suegra un cuarto amplio para ella sola, con baño propio. Y en el cuarto, excepto la cama, todos el moblaje y los adornos son suyos, de su casa de Beek. El tapiz de macramé con el paisaje del bosque de Montferland y, contemplándolo, mi suegro, de espaldas; el sillón; la mesita junto al sillón y el busto de mi suegro encima (obra de Bernadet, mientras que el tapiz es obra de Riet); el reloj de péndulo de pared; y en la pared frontera el crucifijo y el armario con el televisor y una docena de libros: de Willy y míos. Delante de los libros, una foto de Henri. Pero cuando Diny le muestra nuevas fotos de Henri que le ha traido expresamente, mi suegra entiende que son fotos mías de cuando yo era bebé. Para mí todo esto es muy triste, a pesar de que la pared enfrente a la puerta de entrada es toda de cristal y abre la vista a un patio amplio con un césped luminoso. Ese intento natural -y naturalmente patético- de rescatar algo del hogar entre cuatro paredes en último término mercenarias; ese fracaso de la mente en conectar dos recuerdos que afectan a seres tan queridos (a Montse ni siquiera la identifica, y cuando Bernadet le dice que Paul es el más viejo de sus biznietos, mi suegra me señala con el dedo, riéndose, y pregunta: «¿Él?», por mí)… Es muy triste.
Respiro aliviado cuando salimos de la residencia y regresamos a Zeddam, pero antes de volver a casa, para almorzar y hacer tiempo hasta la salida del tren desde Emmerich, Bernadet nos invita a ver una tienda que han abierto ella y otras personas aficionadas al arte y artistas en sus ratos perdidos, y entre los cuadros suyos encuentro dos que me gustan, tanto que le compro el más pequeño, para mi cuarto de trabajo. Es un óleo mostrando un rincón de una típica granja de por estos pagos, con las no menos típicas vasijas lecheras cilíndricas, de lata, donde se recoge la leche del ordeñe; en primer plano, además, tres gallinas picoteando en el suelo. Es una imagen que me recuerda mucho la granja de mis suegros, como la conocí el primer día que fui allí con Diny, para ser presentado a la familia, en octubre de 1965.
Bernadet nos lleva en su coche a la estación de Emmerich. Desde Zeddam hasta la frontera, 17’ de recorrido, cuento nada más que seis automóviles. El país en pleno está hipnotizado delante del televisor, siguiendo el Holanda-Japón en Durban.
En el tren, por los altoparlantes, pasado Oberhausen, se nos pone en guardia ante el hecho de que han detectado la presencia de niños ladrones a bordo del mismo. Que no perdamos de vista en ningún momento nuestras pertenencias. Ayer Taschendiebe, hoy Klaukinder, dentro de poco a lo mejor hasta nos avisan de la presencia de los enloquecidos de amok, y se nos pida que nos arrojemos por las ventanillas antes de que empiecen a disparar. Un buen servicio el de la policía ferroviaria, a fe mía.
Weiß/Colonia, 19.6. (2)
Entramos en Colonia bajo una lluvia rilkeana. Le pregunto al taxista que si sabe los resultados de los partidos que ya se han jugado hoy. Se ríe y me dice que no, que no le interesa el fútbol. Al ratito me pregunta que de qué país vengo. Le digo que de España. Me contesta que el once español lo ha decepcionado. Le replico que poca decepción será esa, cuando no le interesa el fútbol. Aduce que vio jugar a España el campeonato europeo del 2008 y le entusiasmó cómo lo hacía. Le arguyo que entonces entiendo todavía menos la decepción que dice sentir, puesto que España, en su partido contra Suiza jugó como en el 2008, sólo que el gol lo hicieron los helvéticos. Y se lo arguyo en un tono de los que admiten réplica. Creo que se ha dado cuenta de esa gran verdad que dice que en boca cerrada no entran moscas. Se atiene a ello durante el resto del trayecto al Pflasterhofweg. Home, sweet home.
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