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Mientras tantoDe mi Diario: Semana 3 / 2013

De mi Diario: Semana 3 / 2013


 

Weiß/Colonia, 13.1.

En el Diccionario de Frases Célebres y Citas Literarias, de Vicente Vega, del que ya he dicho un par de veces que me parece el mejor libro editado en castellano en el siglo XX, el apartado 934 se dedica al tema “Vejez”, y se inicia con esta tremenda frase de Terencio: «Senectus ipsa est morbus [=La propia vejez es la enfermedad]». Y la 14ª cita, de monsieur La Rochefoucauld, remacha el clavo: «Pocas personas saben ser viejos». Menos mal que siempre surge un rasgo de humor, por ejemplo el del compositor francés Daniel Auber, quien acertó a decir algo tan sabio como que «envejecer es el único medio de vivir mucho tiempo».

 

Weiß/Colonia, 14.1.

1:35 am, acaban de pasar The Verdict [Veredicto final, o Será justicia, en español]. ¡Qué grande Lumet, qué grande Paul Newman! ¡Y qué bien elegir a la Rampling para ese papel tan feo y tan desagradecido, qué partido sabe sacarle a semejante personaje casi ladymacbethiano!, incluso llega a hacerla simpática, o al menos digna de compasión. Es el don de los grandes artistas, y la Rampling lo posee. Veinte años después, en Swimming Pool, lo demostraría hasta el exceso.

 

Salí de casa a las 11:33 para agarrar el bus de las 11:40 y llegarme al centro, y en el camino a la parada me encuentro con Montse, que acaba de recoger a Henri en el kindergarten. Sorpresa y alegría en la cara de Henri, y menos mal que levanté la vista a tiempo, si no hubieran perdido el bus suyo de las 11:39, en dirección contraria al mío. Y una vez se puso en marcha, con ellos a bordo, me dije que soy un perfecto imbécil, podría haberme ido con ellos y transbordar en Sürth en vez de en Rodenkirchen al tranvía de la línea 16, y así hubiese disfrutado de la compañía de Henri diez minutos más. Pero estoy tan hecho a tomar siempre el bus en dirección Norte cuando voy a la ciudad, que siempre me olvido de que en ambas direcciones se accede a paradas de la línea 16. Reflexión paniaguada sobre la fuerza inconscientemente coercitiva de  la inercia de la costumbre, gracias (desgracias) a la cual me pasan estas cosas.

 

Almuerzo con Julio, bullabesa con pincho de gambas a la plancha y regada con vino blanco seco y frío, en el Mar del Norte. Me devuelve los dos volúmenes de El despiste nacional, que según él lo salvaron de la Navidad y sus parafernalias. Me devuelve también ¿Existe La Paz?, el libro preciosísimo de Julieta de Godoy Ladeira y Osman Lins, donde describen la odisea kafkiana de un viaje que hicieron, en autobús, desde Cuzco/Perú a La Paz/Bolivia: un texto apasionante que en sus 110 páginas dice mucho más de América Latina que docenas de tratados sociológicos. Se lo he ofrecido, incluso traduciéndolo gratis, a lo largo de los 25 años que lo conozco, a diversos amigos editores que nunca se interesaron por él. Publican mainstream, y son felices. Ay.

 

La noche americana, es mi peli favorita entre las de Truffaut, y eso dice mucho de ella, porque de Truffaut me gustan todas, sin excepción. Y hoy la pasaron por el canal Arte y he conseguido que Jorge Luis me haga una copia, porque el DVD está descatalogado y fuera del comercio, no hay manera de hacerse con él. La he gozado de nuevo, esta vez con Diny, que no la conocía, y he recordado que en Diario16, cuando el centenario del cine, 1996, la contratapa del suplemento cultural estuvo dedicada todo el año a que escritores y artistas publicasen allí sus listas de las 10 pelis que preferían. César Antonio y Amalia me invitaron a pergeñar también la mia, y lo hice de una manera curiosa: yo estaba yendo con Chico a París, temprano en la mañana, y ya en el tren, al salir de Colonia, le dije a Chico que iba a dar una cabezadita hasta Bruselas, porque los ojos me pesaban por el madrugón que nos habíamos dado. Y ahí, dando cabezaditas, me acordé del encargo de CA & A, y empecé a pensar en mis pelis favoritas, y de repente decidí que anotaría las 10 primeras de que me acordase, y esa sería mi lista. Y allí mismo, ya despierto mucho antes de llegar a Lieja, la escribí en la libreta de apuntes que siempre me acompaña[ba] en mis viajes: Ninotschka, Viridiana, Casablanca, Nashville, Ciudadano Kane,  La strada, Al este del Edén, La noche americana, Las vacaciones de M. Hulot y ¡Qué sabroso era mi francés!  Qué duda cabe de que hoy, 17 años después, sin recurrir al método espontáneo, mi lista podría ser bastante distintaEn 1996, y aún siendo de 1938, yo no había visto todavía Pygmalion, por ejemplo. 

 

Weiß/Colonia, 15.1.

La profe Silvia se nos añadió para el almuerzo de los martes en La Modicana. En el último salón que hubo en su casa (la profe cultiva la tradición del salón literario, tan linda) se platicó acerca del tema “Huída y destierro”, y en él se citó un concepto, «Heimat ist entronnen sein», tomado de la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer/Adorno, en el capítulo sobre Ulises. Algo que la profe desea saber –y esa me parece la razón oculta de querer almorzar hoy con nosotros– es cómo se podría traducir al castellano. Se trata de una paradoja, porque “Heimat” puede ser, según fuere su contexto, “patria, patria chica, hogar”, mientras que “entrinnen” significa “escapar(se)”. Pienso pues en los republicanos que tuvieron que huir de España al acabar la guerra civil y propongo traducir la frase de este modo: «Mi hogar es el desarraigo». La profe está de acuerdo. Carlitos no, arguye que “raíces”, en alemán, es un término que remite a la jardinería. La profe y yo le contradecimos vehementemente. Alego que desarraigar(se) y enraizar(se) son términos más humanos que botánicos, y no sólo en alemán; a una planta no se la desarraiga, todo lo más se la trasplanta. Luego, en casa, continúo pensando en el tema y llego a la conclusión de que ese concepto también podría traducirse diciendo que el hogar es haberse  salvado, es decir, haber escapado al peligro, lo que en realidad fue para los millones de alemanes que tuvieron que abandonar Prusia, Masuria, Silesia, ante el avance del ejército soviético. En fin y en resumen: que cuatro palabras dan para pensar y repensar gran parte de la Historia.

 

En el almacén de bebidas, adonde voy a comprar el agua mineral, su dueño, turco, me pregunta de repente si soy español, catalán o vasco. Le digo que soy contribuyente al Fisco alemán, y eso lo deja bastante desconcertado. Me cuenta entonces que tiene una hermana casada en Madrid, y me muestra el libro que está leyendo, un best seller español de un tal Ildefonso nosécuántos, traducido al alemán. Franciscanamente, le explico que no leo esas cosas. Que qué leo, quiere saber. «A Nâzim Hikmet, por ejemplo». Y ahí sí que ya no sabe cómo reaccionar. Poverello!

 

Weiß/Colonia, 16.1.

Esta vez la nieve ha venido para quedarse, y ando con el temor de salir a la calle, no sea que haya hielo y me resbale y dé con mis huesos en el puto suelo. Otro batacazo no lo resistiría, se impone la dura ley del tango: «mi cuerpo enfermo no resiste más». Dura lex, sed lex.

 

Termino de leer el Diccionario de frases célebres de don Vicente Vega. Es el enésimo en mi lista de obras de consulta leídas de cabo a rabo. Ahora le hincaré el diente al Borges, de Bioy Casares, del que llevaba leída la quinta parte antes de abandonar por KO técnico; el volumen es tan, pero tan voluminoso, que habría que leerlo teniéndolo abierto sobre un atril. O un facistol. Es un libro (en el sentido más literal y físico, no figurado) que se le cae a uno de las manos. Del  puro cansancio de mantenerlo abierto. Maldición eterna a quien editara semejante librosaurio.

 

Weiß/Colonia, 17.1.

1:00 am: Acaban de pasar una de las pelis más desoladoras que haya visto en toda mi vida, Operation Zucker. Si  alguna vez se hiciera una antología de pelis o telefilmes cuyo tema fuese la prostitución infantil, Operation Zucker [Operación Azúcar] y Trade [El rapto en Argentina, Crimen sin perdón en otros países] ocuparían el podio junto con Pretty Baby (aunque esta a partir de unas premisas muy distintas).

 

Me escribe la profe Volckmann para darme las gracias por la reflexión continuada: «Después, a mí también se me ocurrió la palabra «salvarse». Sí, me parece que la expresión «Heimat ist das Entronnensein» contiene ambos aspectos, el del desarraigo y el de haberse salvado. Y la inestabilidad de lo que se llama «Heimat»». Le contesto: «Gracias, y más gracias aún por la correcta escritura de «das Entronnensein». Viéndolo escrito así (y no como yo pensaba que era, «entronnen sein»), casi me atrevo a decir que la traducción más aproximada sería algo así como «Hogar es haberse escapado». Escapar incluye la idea de salvarse (de algo) y el hecho de haberse escapado señaliza la inestabilidad de lo que se llama hogar». 

 

Weiß/Colonia, 18.1.

Voy con el bus a Rodenkirchen, a despachar en el correo una carta para Bertalicia en el país de las Lucías, como yo la llamo, con el mapa de la ruta que deberán seguir el viernes para llegar desde la autopista 555 a nuestra casa. Almuerzo solo en el chino, y después voy de compras a ReWe y cedo a la tentación de mercar paté de Rügen, del crudo y del fino, para que los prueben Berta Lucía y Emmanuel, su marido francés, que pasarán con nosotros el fin de semana.

 

Como se me había ocurrido pensar qué tal un concurso para premiar un tuit donde estén las 30 letras del alfabeto (incluso la ch, la ll y la rr), y ya tenía el primero, «No se queje, le lleno el vaso de whisky (o kirsch) mientras goza con una frase donde concurren las 30 letras del alfabeto excepto la ñ», pergeñé un segundo («De viaje en carricoche, km tras km llegué hasta Niebla por la feria de san Walabonso, patrón del lugar, y comí pestiños, ¡qué exquisitez!») y le mandé los dos a José María, en Cielorroto, quien inmediatamente los subió a su cuenta Twitter, y a los pocos minutos recibió la primera respuesta positiva:

 

Andres Herrera P ‏@iseptico
Facil: escribo en la montaña con los zapatos de Juve, expoeta q´toma guandiolo y vodka al desayuno en la barra no llora ni con winchester.

 

Le comento a José María que no está mal, pero que es muy artificial, diría yo, y usa un apócope innecesario. Pero en fin, que me gusta que alguien se haya atrevido. Y más me gusta cuando el que se atreve es nada menos que Miroslav, con esta preciosura:  «¿Quién le arrebataba ñoquis y hojaldres a Wagner para verlo llorar? Según Ricoeur, eran sospechosos Nietzsche, Karl Marx y Freud». Chapeau, monsieur Scheuba!

 

Cada vez acendrándoseme más el sentimiento de la decadencia física. Uno siente la polilla dentro del armario y el serrucho de las termitas en el esqueleto. Es algo así como el ejército del millón de hormigas de un orgasmo, pero de signo contrario: el antiéxtasis de los cinco sentidos, y para más pior de manera simultánea, como si el cuerpo te quisiera decir: «Y, jodete, pibe, es la ley del tango, tu cuerpo enfermo no resiste más». Este puto tango me persigue toda la semana.

 

Weiß/Colonia, 19.1.

Alguien (creo recordar que fue Felipe) me regaló para mi cumpleaños, en 1980, un primoroso Libro de Memoria Diaria, en cuya portada luce una dama de emperifollado copete y ajustado corpiño, rematado este por un miriñaque compuesto como un Arcimboldo, pero con libros y calendarios en vez de frutas. La dama carga dos voluminosos infolios, uno bajo el brazo zurdo, el otro apoyado en el miriñaque (¿o será un guardainfante?)  Y el libro en sí es un dietario en octavo, donde cada hoja está reservada a un día, con indicación de las personas célebres que nacieron en él. Es un dietario abierto, no ligado a un año especial, y en él fui anotando a mano, durante mucho tiempo, ideas, impresiones, poemas, aventuras consignadas crípticamente por medio de un billete de tren u otro recuerdo del episodio, en soporte homólogo; en fin, es una especie de vademécum de mi mente y mi cuerpo calenturientos, aproximadamente entre 1979 y 1985. Hoy he dedicado el día a saquearlo, a canibalizarlo, como diría Raymond Chandler, y encuentro que lo inauguré el 26 de julio, día en que nacieron Bernard Shaw, Antonio Machado, Jung y Aldous Huxley. Y también el día en que, así lo consigno allá, ocurrió «la crispada muerte de Nikki». Al leerlo, me acordé de cuando Arcángeles contó, en el blog que tenía entonces, cómo había tenido que ir al veterinario con su perro bienamado, para que una inyección pusiera fin  a sus padecimientos. Recordé muy bien que le escribí enseguida, y he buscado en el archivo de mi correspondencia la copia de mi email. Está fechado el 21.8.2011 y dice así:


«Sé de sobra lo que es llevar al veterinario a un animal querido. De eso no te hablé nunca. Yo tuve un gato maravilloso, una verdadera maravilla. Mezcla de siamés y angora. Su dueña, una alemana que vivía en Kigali/Ruanda y al regresar aquí se convirtió en nuestra vecina, me lo regaló por mi cumpleaños, en 1976. Ella lo había encontrado tirado en un basural de Kigali, destinado a morir. Al tirarlo, el pobrecito quedó afectado en su columna vertebral: siempre que pegaba un salto, hacia arriba o hacia abajo, emitía un quejido de dolor. Karin, su dueña, lo llamaba Nikki. Pero era tan hermoso que yo lo rebauticé con nombre y apellidos gloriosos: Nicolás Fernández de Moratín. Aunque para mayor comodidad seguimos llamándolo Nikki. Según Diny, fue Nikki quien me salvó de la desesperación cuando murió mi padre. Creo que alguna razón no le falta en ello. Nikki me esperaba a la puerta cada día cuando regresaba de la redacción, y su lugar predilecto era mi regazo. A veces, por la noche, cuando estaba escribiendo y me quedaba atascado en alguna frase, Nikki se daba cuenta de que algo andaba mal, despertaba, me miraba a los ojos y luego ponía sus zarpitas sobre el teclado (entonces de la máquina de escribir) como si me quisiera decir «Sigue, haragán». Mucho, mucho tiempo después, un día, en verano, estando Diny y yo solos en casa (los tres niños de vacaciones en España con mis padres), nos dimos cuenta de que Nikki estaba enfermo. Lo llevamos al veterinario. Le recetó varias medicinas pero sin mucha esperanza. Esa noche lo acostamos en la cama de Chico, que era un lugar donde solía ovillarse cuando Chico no estaba en casa. En la madrugada me levanté para ir al baño y me encontré a Nikki casi a la puerta de nuestra alcoba, prácticamente muerto. Se había arrastrado penosamente los casi seis metros, de un dormitorio al otro, para venir a nuestro lado. De inmediato llamé un taxi y me largué al veterinario de guardia, no podía verlo sufrir. Le dieron una inyección en mi presencia, mientras él me miraba con unos ojos que me hacían llorar. Tanto como lloraron nuestros hijos al regresar de España (no les habíamos dicho nada, para no amargarles las vacaciones) y entraron en casa gritando «¡Nikki, Nikki, Nikki!». Y de común y tácito acuerdo nunca quisimos volver a tener un animal en casa».

 

***********FIN***********

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