Weiß/Colonia, 24.10. (1)
En la tele pasaron anoche un reportaje sobre el trabajo de los prácticos en el estrecho de Magallanes, documentando la vida en aquellas soledades. Así, entrevistaron a una señora que parecía empeñada en abrir una cafetería en un rincón muy visitado por los turistas, e incluso ya sabía como iba a llamarse el local: CAFETERÍA FINAL DEL MUNDO. Pude imaginarme a las pobres neuronas de la señora, herniadas por el esfuerzo de parir ese mediterráneo. Pero luego me divertí más, además de gozar su maravillosa voz con los ojos cerrados, con Elīna Garanča, y fue cuando se arrancó a cantar, en un concierto en Baden Baden, el vibrante tema de El niño judío: «De España vengo, / soy española, / y mi cara serrana lo va diciendo, / yo he nacido en España, / por donde voy». Y uno miraba a esa diosa eslava rubia, letona purasangre, y se decía que lo de la cara serrana, a otro perro con ese güeso. Así que me tocó cerrar los ojos para seguir gozando.
Weiß/Colonia, 24.10. (2)
Leo en el suplemento dominical del diario un miniensayo acerca de las arrugas faciales y los efectos del botox. Lo que me asombra es el léxico tan rico que lo acompaña y que establece las diferentes clases de arrugas que existen: patas de gallo, comisuras bucales (también llamadas ”arrugas de fumador”), arrugas mímicas, actínicas, nasolabiales, de marioneta y “fuerza de la gravitación” (mejillas caídas, mentón colgante). En cuanto al botox, unos investigadores de la Uni muniquesa han chequeado que además de restarle mímica al rostro, hace que disminuya la actividad cerebral relacionada con los sentimientos. La autora del miniensayo recomienda, pues, en vez de botox, la receta de Gwyneth Paltrow: «Cero alcohol. Cero grasa. Cero sol. Ir a dormir temprano. Té de diente de león». Después de leer este párrafo acudo al cuarto de baño, me miro en el espejo. Ni modo, Gwyneth, soy un caso perdido. Además que a mí el buen whisky y el jamón de Jabugo, qué quieres que te diga, hija, me merecen todas las arrugas que me provoquen.
Weiß/Colonia, 25.10., primera hora de la noche
¡Cómo he envidiado a Diny esta noche pasada! Había en la tele, Canal Arte, una programación homenaje a Sidney Poitier y pasaron en primer lugar In the Heat of de Night, que Diny veía por primera vez. Y en los reportajes que siguieron, con harta documentación sobre el movimiento pro derechos civiles en USA, oyó por primera vez cantar a Paul Robeson, y nada menos que “Ol’ Man River”. Hay gente afortunada en este mundo, carajo. Los que encallecimos en los cines con programas dobles y aprendimos música con el oído pegado a la membrana del altavoz de la vieja radio paterna, somos gente de vuelta de todo, envilecidos por el exceso de golosinas visuales y acústicas que nos tocó consumir. ¡Cuánto daría por no haber oído nunca a Robeson, por no haber visto todavía (y esta debe de haber sido la décima vez) In the Heat of de Night… ¡Poder volverlos a oír y ver por primera vez! ¡qué lujo! ¡¡qué lujo no haber leído aún la Odisea!!
Weiß/Colonia, 25.10. (1)
El cartero me trae un tesoro que me llega de Río Ceballos, en la Córdoba argentina. Es un regalo de Graciela, los dioses todos se lo paguen. ¡Una edición en cómic de Bomarzo! Publicada por el suplemento del Anuario Intervalo, con fecha 26 de diciembre de 1972. Le faltan la portada, las seis primeras páginas y fragmentos del lomo, pegoteado de manera burda, y amén dello está el ejemplar bastante desencuadernado, pero a Bomarzo regalado no se le miran las mataduras. ¡Aleluya!… como dizque gritan durante sus orgasmos los soldados del Ejército de Salvación.
Weiß/Colonia, 25.10. (2)
Estuve en lo de mi Dr. Ruppert, quiere que mi cardiólogo le haga un electrocardiograma a mi Cuore di Pagliaccio, para ver por qué me quedo sin aliento después de caminar 100 m; en base a ello verá qué aconsejarme en cuanto al viaje de noviembre a España. Laus Deo!
Weiß/Colonia, 25.10. (3)
Pasó SariTica el fin de semana en Madrid, y como me pidió un par de consejos acerca de sitios adonde ir, etc., le escribí, entre otras cosas: «El Café Comercial no te lo debés perder; está en la Glorieta de Bilbao, metro Bilbao, salida Manuela Malasaña. Es el único que queda de los viejos cafés adonde iban los escritores a escribir y a mantener su tertulia. Ahí va casi a diario el gran poeta Tomás Segovia, pregunta por él a alguno de los camareros, y si está, saludalo en nuestro nombre. Es un ser adorable y abiertísimo a pegar la hebra (=charlar) con todo el mundo».
Me escribe Sara, ya desde Londres: «Me vas a matar… A veces se me mete una vergüenza terrible y paralizante, y bueno, fui con mi esposo al Café Comercial, me encantó, había un par de señores algo mayores en unas mesas solos, con una pintísima de escritores, particularmente uno dulce y tierno, y yo le decía a mi esposo que quizás uno de ellos era tu amigo Segovia. Pues como estaba con día de vergüenza, no le pregunté al mesero. No tuve mucho Internet durante el viaje, y me acabo de meter a la señora Google, como decís vos, y ¡¿adiviná qué!? ¡El señor dulce dulce con cara de escritor era Segovia! ¡Por eso digo que me vas a matar! Hay una foto mía donde sale él de trasfondo, te la mando esta noche. Sería simpático si se la mandaras a él remitiéndole esta historia de la tica pola. Por cierto, lo de pola es un tiquismo total, que el diccionario de jergas define así (de modo más o menos atinado): “persona rústica, del campo”».
Pola o no, una historia más para mi colección del jardín de los senderos que se bifurcan. Ay…
Weiß/Colonia, 26.10., primera hora de la noche
A la 1.48 p.m. sale mi tren para Hannóver. Acabo de repasar el texto de la conferencia que daré allí a las 7.00 p.m., y el miércoles en Bremen y el jueves en Hamburgo. Me digo que si caigo, va a ser con honra. Y casi me siento argentino al pensarlo. (Little Susan, I’m coming!)
Weiß/Colonia, 26.10.
Almorzamos como todos los martes en La Modicana. En el auto de Carlitos ya está cargada mi maleta, porque después de los espaguettis frutti-di-mare nos vamos derechos a la estación para yo abordar mi tren a Hannóver. Hay en La Modicana una camarera nueva, alemana, joven, con un cuerpo en forma de ánfora donde destaca un culo del que se habría enamorado Rubens.
Hannóver, 26.10.
Como siempre, la impresión de ser turista cuando el tren desfila a toda máquina por delante de la colina sobre la cual se asienta el monumento de la Porta Westfalica.
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En la estación de Hannóver me aguarda, para recibirme, Charlotte von Kleist, del consulado general de España. Me parece congruente: qué menos que un(a) Von Kleist para recibir al cónsul de Miguel Hernández.
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La sala del consulado está repleta, unas ochenta personas. Mi conferencia es seguida con mucha atención prendida en los folios de su traducción alemana: más de la mitad de los asistentes, por más que sean miembros de la Sociedad de la Amistad Hispano-Alemana de la Baja Sajonia, ni habla el español ni lo entiende. Con todo, cuando llego casi al final de mi texto –el recitado de “El tren de los heridos”– se me empaña la vista y se me quiebra la voz: me pierde el sentimiento, no doy la talla profesional que requiere el instante, tendré que vigilarme para mantener el control de la voz en Bremen y en Hamburgo.
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Sigue a mi conferencia el recital de guitarra de Fernando Espí, y la verdad es que me quedé por completo espirituado por la magia de sus dedos. Este es un guitarrista como me gusta que sean los artistas, creadores de arte, no unos viciosos (el escalón siguiente a virtuosos) de la técnica. El recital incluía piezas de compositores contemporáneos a Miguel Hernández o piezas compuestas en los años de su andadura poética. Me llegaron especialmente la Danza de la “Suite castellana” de Moreno Torroba, el “Preludio epigramático VI” («Me cogiste el corazón y hoy precipitas su vuelo») de Leo Brouwer, y el postludio de “Homenaje a Miguel Hernández” del propio Espí, una joyita dentro de la cual trina un ruiseñor y eso me trajo el recuerdo de mi tantas veces oído y otras tantas admirado Catálogo de pájaros de Messiaen. La ovación final para Fernando es tan atronadora como merecida. Y él la retribuye con un camafeo gracioso, la polca “Pepita”, de Tárrega. Todo el público sonríe escuchándola, y no es para menos.
Bremen, 26.10
Nos llevan a dormir a Bremen, a Fernando y a mí. Dejamos las valijas en el hotel y salimos a ver si pese a lo avanzado de la hora encontramos algo abierto, yo no tengo hambre pero Fernando sí. Se decide por el menos repelente de los locales de comida rápida, los únicos que descubrimos en actividad nocherniega. Él toma cerveza, yo vino tinto, y no sé por qué le digo que dejé de beber cerveza el 10 de junio de 2003, el día de mi cumpleaños. Se ríe me parece que incrédulo, pero no, lo que pasa es que –¡oh máquina de los dioses!– Fernando también nació un 10 de junio.
[Si hubiera sabido lo que nos llegarían a unir estos tres días juntos, y lo que le gusta el cine, como a mí, ya le hubiese dicho en ese momento aquello de «I think this is the beginning of a beautiful friendship»].
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Ya en mi habitación del hotel, en la cama, con un buen whisky al alcance de la mano, activo el televisor para tratar de ver las últimas noticias. Alcanzo a enterarme en el 1er. canal del boletín meteorológico y cuando voy a zapear en busca de otro, anuncian Amadeus. La consecuencia es que me voy a dormir a las 3 a.m.
Bremen, 27.10.
A las 8 a.m., como siempre que duermo fuera de casa, suena el teléfono. Diny está preocupada al máximo, ayer hubo que internar a Willy en una clínica de Ámsterdam, sospecha de pulmonía, y eso es algo sumamente peligroso en sus precarias condiciones de salud.
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Un día tranquilo, dedicado a descansar, tanto Fernando como yo, un descanso que tan sólo interrumpimos para salir a almorzar. Un rico almuerzo en el que nada más desentonó el tiramisú del postre, que era de sobre. Pero la charla con Fernando fue mucho más sabrosa que la comida en sí. Cuando le menciono mi impresión messiaenesca sobre el postludio del homenaje a MH se queda un momento pensando y dice que por qué no, pero que en realidad él tenía más a Satie que a Messiaen en la cabeza, cuando lo compuso.
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En el Cervantes, reencuentro con el nuevo director, Carlos Ortega, a quien no veía desde el 99, cuando estuvimos en Valladolid en el homenaje a Paco Pino. Reencuentro también con Víctor, bibliotecario del Centro y viejo conocido, que me informa de que ya están catalogados todos los libros que les llevo legados. Y reencuentro asimismo con Marcela, quien me trae un regalo de su reciente viaje a Colombia, un ejemplar de Rosario Tijeras. Viene Marcela acompañada de José, que se me presenta como cuentacuentos y quiere saber si le autorizo a contar alguno de los míos en su programa. Le digo que cómo no, y que incluso ni siquiera tiene que darme ningún crédito, la propiedad intelectual es un robo. A veces hasta a mano armada.
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Mi conferencia transcurre sin novedad, a no ser que nadie quiere preguntar nada, pero entonces alguien (es Pablo, lo conozco de la vez pasada, él me presentó aquí mismo) alza el brazo, le doy la palabra y empieza a hablar y hablar de Miguel Hernández, y que si Alberti no le ayudó todo lo que debía para escaparse de España, y que si Miguel tenía muy mala opinión de Alberti y de su entorno, y que si Miguel no es tan buen poeta, además de que no creó escuela… En una pausa lo interrumpo para preguntarle: «Bueno, pero ¿cuál es la pregunta?» Risas, y no había pregunta, y así ya podemos pasar al concierto, tras una pausa para tomar un vino.
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Durante la primera parte del concierto me quedo en la biblioteca, con una compu que me dejó abierta Víctor, y compruebo que hay 67 mails en mi estafeta, de los que sin compasión ninguna elimino 49 sin abrir. El de M*** es muy divertido, casi se diría el de una novia con mono porque el novio dejó de escribirle dos días.
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Cenamos en el restaurante del Museo de Ultramar, que ya conozco de veces anteriores. Somos cinco: la factótum Marina, Víctor, Fernando, Carlos y yo. La conversación es de lo más ameno y hasta nos hace enterarnos de que Carlos trabajó una vez como esclusero, abriendo y cerrando compuertas en un canal francés, mientras el empleado (amigo suyo) se iba de juerga. La verdad es que lo envidio, pensando en esclusas me vuelvo personaje de Simenon. Ya más tarde, Carlos se empeña en tocar con la guitarra de Fernando, y Fernando accede, estamos solos, somos los últimos de filipinas en el amplio comedor. Y vuelvo a envidiar a Carlos, porque sabe tocar la guitarra, mientras que yo, a duras penas, si acaso llevaría el ritmo en un tambor de hojalata.
Bremen, 28.10.
No he pegado ojo en toda la noche. Me tomo la tensión, como todas las mañanas: 166 / 92 con 105 pulsaciones. Y acostumbrado como estoy a la amplitud de mi cuarto de baño, no contribuye a desestresarme el tener que hacer mis necesidades, cepillarme los dientes, afeitarme y ducharme encerrado en una caja de fósforos, porque más no es el baño de mi habitación en este hotel. Ay… Desayuno un plátano y dos tazas de tila.
Hamburgo, 28.10.
Llegamos a Hamburgo en el Metronom, uno de esos trenes de compañías privadas que han roto el monopolio de los Ferrocarriles Alemanes. Como fuere, nada más congruente que viajar en un metrónomo con un músico, igual que lo hago yo con Fernando. Nos espera la buena Isabel, con su sonrisa de siempre, iluminando el gris con que nos recibe Hamburgo. Dejamos el equipaje en el hotel y salimos sin más hacia el Centro Cervantes, en la Chilehaus (=Casa Chile), uno de los edificios más emblemáticos de la muy noble y hanseática ciudad. Por el camino veo con tristeza las banderas a media asta en señal de luto por la muerte de Loki Schmidt.
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Helena es la directora del Centro acá en Hamburgo, y se estrenó en Bremen como tal teniendo de primer invitado justamente a Fernando, con otro concierto. Con Helena tenemos ya amistad muy consolidada y afectuosa. Hoy nos recibe acompañada de un colega, Joan Álvarez, a quien recién nombrado director del CC de Estocolmo le ha caído encima el viaje de arena gruesa del Nobel a Vargas Llosa. Pues resulta que el protocolo sueco ha partido sin dudar un instante de la nacionalidad peruana de Mario, no contando con que también tiene la española, hasta el punto de ser miembro de número de la RAE. Joan tendrá que conseguir el milagro de que la ministro de Cultura de España, la directora del Instituto Cervantes y el de la RAE estén presentes en la sala donde se entregan los Nobel cada año, y cuyos asientos son habas contadas. Trato de consolar a Joan diciéndole que cuando me concedan al Nobel no va a tener tantos problemas.
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Almorzamos en un restaurante tan historiado que Fernando me pregunta (impresionado por un comentario mío ayer en Bremen) si éste es el Rathauskeller de Hamburgo, y me río, le digo que no, que Hamburgo es una ciudad riquísima y debe de haber una docena de lugares como este en toda la ciudad. Durante el almuerzo, charla muy animada sobre perspectivas de programación de cara al 2011. Tres centenarios a la vista: Gabriel Celaya, Ernesto Sabato y Cantinflas. Y un tema en el aire: la literatura que se hace en los blogs y cómo la escritura en pantallas y las redes sociales le cambian a la literatura el aire que respira, hasta el mismo idioma en que se expresa. Qué pueden las palabras “un montón de besos” contra una ristra de emoticones que lo simbolizan de manera tan gráfica… Sin duda un tema que va a dar mucho juego en los años próximos, aparte del que está dando ya.
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Descanso en el hotel hasta la hora de los actos. Y para mi sorpresa descubro que me hallo en un hotel sin teléfonos ni radio-reloj, y el televisor no muestra tampoco la hora, de manera que vivo en una burbuja del Tiempo. A la búsqueda del teléfono hasta lo intento con el secador de pelo en el baño, porque hoy en día, con tanta sofisticación, ya no se sabe cuáles son los aparatos multiuso. Con el teléfono móvil de Fernando, por ejemplo, se puede fotografiar, oír música y no sé si además llevará también incorporada una máquina lavarropas en miniatura. Mi siesta, pues, depende que sea el buen Fernando quien me despierte, y el resultado final es que aunque queda en avisarme a las 6.30 p.m., no descanso nada.
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Mi conferencia de Hamburgo ha sido el resultado de un buen rodaje en Hannóver y Bremen. Leí con sentimiento y con entrega a la obra de Miguel, pero también con la distancia necesaria. Creo que salió redonda. Cuando se calmaron los aplausos, pregunté si había preguntas, y un señor se levantó a la derecha, por la quinta o sexta fila, y resumió con la voz algo embargada por la emoción: «No hay lugar». Que no había nada que añadir. Es el mejor elogio que recibí en este viaje.
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No asistí al concierto, me quedé en la sala de trabajo del equipo del Centro, hincándole el diente al Fausto de Goethe que acaba de publicar Helena en Abada, Madrid, en una edición bilingüe y de una presentación gráfica impecable. Estoy deslumbrado. Creo que por fin (¡era hora, joder!) los lectores de nuestro idioma tienen –por primera vez– la ocasión de poder leer este capolavoro de Goethe como él se merece: en una traducción cuidada al milímetro, dándole a la prosa lo que es de la prosa y al verso lo que es del verso, fiel pero no esclava, empática con el original. Es un auténtico lujo. Gracias, Helena, por este regalo no sólo a quienes no saben alemán para poderlo leer en el original, sino a todos quienes amamos el trabajo bien hecho.
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Cena con Helena, Isabel y Fernando en uno de los pocos lugares donde todavía hay cocina abierta casi a medianoche. Hablamos mucho de cine, y yo me meto en un berenjenal inaudito hablando de Julie Andrews como si fuese Julie Christie. La única explicación es que adoro a las dos, pese a lo disímiles. Aunque como explicación…
Me parece floja, tiene usted toda la razón, mi querido doctor Alzheimer.
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Nos dejan en el hotel y le encargo a Fernando su taxi, porque tiene que partir a las 7.15 a.m. rumbo al aeropuerto: por mi parte, contra fianza de 10 €, en la conserjería me facilitan un despertador king size. Y aclarado todo, le pregunto a Fernando si quiere la espuela en el bar del hotel antes de irnos a dormir y despedirnos quién sabe hasta cuándo. Acepta y pedimos, él un vodka& Sprite, yo un gintonic de Bombay celeste. Y me platica muchas cosas de sus conciertos, que me interesan sobremanera, e insiste en que no me pierda las grabaciones que existen en youtube donde él acompaña a Lorena Valero, de cuya voz me canta glorias. Pero está visto que hoy es el Día Internacional del Black Out: después del mío con las dos Julies, durante la cena (al que siguió otro de Helena, no recuerdo con qué motivo), Fernando me habla ahora de su interpretación del “Concierto de Aranjuez” en el Palau de Barcelona, conduciendo la orquesta el marido de Lorena, un director con quien ha trabajado mucho y muy a gusto, y del que me dice que estudió en Berlín con Helmut Rilling, y yo le cuento a mi vez de cuando entrevisté a Rilling para Scherzo y de mi pasión por sus interpretaciones de Bach, hasta que Fernando me interrumpe: no era Rilling con quien estudió su amigo, sino Simon Rattle. Apuramos los tragos y nos despedimos luego en el corredor del hotel con un largo y afectuoso abrazo. Ha nacido una amistad que me hace egoistamente muy feliz, no son tantos los amigos artistas que tengo.
Hamburgo, 29.10.
Casi no vuelvo a pegar ojo en toda la noche. Cuando me tomo la tensión registro 171 / 94 (112 el pulso). Bajo al comedor a desayunar un litro de tila si es necesario, pero el agua caliente sale tibia debido a un desperfecto del sistema, de modo que debo conformarme con un cruasán y una tisana que sabe a escurrajas de sahumerios. Dos consuelos: a) en la pared de enfrente, detrás del bufé, leo unos versos de Joachim Ringelnatz: «Aus meiner tiefsten Seele zieht / mit Nasenflügelleben / ein ungeheuerer Appetit / nach Frühstück und nach Leben [De mi alma en lo más recondíto, / con las narinas sin brida, / nace un tremendo apetito / de desayuno y de vida]». Y b) mi vecina de mesa cruza durante su desayuno las piernotas enfundadas en leotardos negros, y su minivestido es tan corto y tan ceñido que al igual que en una toma de Hitchcock uno espera que la bastilla le ascienda hasta el ombligo. Pero no, milagrosamente se detiene allí donde los muslos pierden su honesto nombre anatómico.
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Me habían reservado asiento para un tren a las 9.46, con el que llegaría a Colonia a las 14.46, pero teniendo que transbordar en Dortmund. Así es que a las 8.30 estoy pidiendo un taxi y me lanzo al azar de conseguir un asiento en el tren de las 8.46, que llega a Colonia a las 13.46, sólo que sin necesidad de transbordar. La suerte me acompaña y consigo un asiento. Y duermo hasta Wuppertal, a ½ hora de mi estación de destino. Cuando se desvanecen las últimas nubes rosadas del sueño, a la distancia se ven ya las torres de la catedral.
Weiß/Colonia, 29.10.
Hogar, dulce hogar. Carlitos me estaba esperando y me trajo a casa casi sin detenernos en un solo semáforo. Estar en casa es como volver a vivir. Y cuando llamo a Diny (es viernes, anda de canguro con Henri), me cuenta que Willy ha regresado a la suya, no era pulmonía, gracias a los dioses
Weiß/Colonia, 30.10.
Empieza el día con una de cal y otra de arena. Primero la de cal. Anoche, antes de irme a dormir le puse un mail a varios amigos creadores: «Hora europea, es pasada la medianoche, estamos ya en el día centenario del nacimiento de Miguel Hernández. Que cada cual lo lea hoy de nuevo, al menos su poema favorito. Ese es el mejor homenaje que podemos rendirle».
Y esta mañana me encuentro la respuesta de uno de los mejores poetas de nuestra lengua:
«Mañana mi hijo E***, nacido el 30 de octubre de 1990, cumpliría veinte años, pero murió en agosto de 1992. De joven, a principio de los 70, me aprendí “Fue una alegría de una sola vez” de Hernández, sin saber que algún día… Entre varios poemas, incluidos uno de Ben Jonson (“here lies Ben Jonson’s best piece of poetry”), y el de Lope de Vega a Carlos, incluso el de la “Tumba para Anatole” de Mallarmé, y el de Celan para Eric, este de Hernández es el que me mueve más el humor acuoso y el que quisiera repetirme a mí mismo, de los suyos, en tu llamado. Y además, el poema tiene, por supuesto, sinestesias fantásticas que sonean (if necessary, fuck the RAE):
“…azul el corazón, y grande,
más comunicativo su latido […]
se inflamaban los gallos, y callaron
atravesados por su misma sangre”».
Me arrasa un sentimiento de solidaridad con el amigo, y de respeto por su grandeza de ánimo.
Muy distinta es la de arena. En la página Twitter de Andrés descubro esta joya:
«pelucavieja : Hay restaurantes con cartas tan farragosas que tengo la sospecha de que son trabajos freelance de William Ospina».
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