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Mientras tantoDe mi Diario / Semana 46 : Estampas neerlandesas

De mi Diario / Semana 46 : Estampas neerlandesas


Con motivo de mis vacaciones, y siendo esa una ocasión en la que me distancio al máximo de las computadoras, durante las casi cuatro semanas que estaré fuera aparecerán acá viejas entradas de mi diario, agrupadas de manera temática. Hoy le toca el turno a unas estampas neerlandesas, del país de mi mujer, Diny Hansen. 

 

 

En Ámsterdam : Viniendo a casa con el tranvía de la línea 1, en la acera derecha del nuevo Voorburgwal veo el siguiente letrero: BAR MEXICANO. TAPAS. TÍO PEPE. Es algo así como si leyésemos en otro lugar: TABERNA ESPAÑOLA. ENCHILADAS. TEQUILA CUERVO. La capacidad humana para ponerse en ridículo carece de fronteras conocidas.

 

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Acudimos a la inauguración en el Osterpark (Parque del Este) del monumento al pasado la esclavitud. Muy emocionante, y al mismo tiempo muy documentativo de cómo se entiende todavía hoy la distancia que, al parecer, debe seguir habiendo entre señores y simplemente manumitidos. La plazoleta donde se alza el monumento estaba herméticamente cerrada al público, que sólo podía seguir en una pantalla de televisión, a unos doscientos metros del lugar vallado, los discursos y luego el desvelamiento del gigantesco grupo escultórico. No es de extrañar que se produjeran escenas tumultuosas, aunque no degenerasen en incidentes. Hay que agradecerlo a la sangre fría de los manumitidos. La policía de a pie, y sobre todo la de a caballo, imponían más respeto del necesario. Posiblemente todo se debiera a la asistencia de la reina a la inauguración. La psicosis de seguridad ha hecho presa en todas las policías del mundo dizque civilizado. A nuestro lado, antes de que por fin se permitiese el acceso al monumento, una aguerrida negra de Suriname contestaba indignada a las preguntas de una reportera de TV, poniendo a parir a la organización del acto, y arguyendo además cómo era que allí se encontraban cientos de ciudadanos neerlandeses de piel con todos los matices de la oscuridad, cientos de ellos que habían venido a ver cómo por fin se rendía justicia a los miles de miles de africanos que fueron arrancados de sus hogares para ir a trabajar en régimen de esclavitud a las plantaciones de los blancos holandeses, ingleses, franceses, españoles y portugueses, regadas con su sudor en toda la geografía de las dos Américas: miles de miles de africanos que fueron tratados como mercancía por países que se decían cristianos: miles de miles de hombres y mujeres de Ghana, Mali, Benin, Guinea, Nigeria, Dahomey, Togo, Camerún y Senegal a cuya indomable voluntad humana de supervivencia debemos hoy en día todo el riquísimo folclore afroamericano, desde el jazz hasta la bossa nova. Y ahora, a la hora de rendirles el debido homenaje, alrededor del monumento se instalaba un nuevo cerco protegido por la policía, un cerco aislante que protegía a los blancos y rubios que con ese monumento decidían expiar su culpabilidad, y también a algunos negros representantes de las clases privilegiadas de las ex-colonias. La aguerrida negra de Suriname argumentaba con bastante lógica, „Si nosotros estamos acá es porque ustedes” (le decía a la reportera holandesa) „ustedes estuvieron allá”, y añadía que si no eran ellos, los descendientes de los esclavos, los protagonistas del acto, ¿quiénes entonces?  Interiormente yo le repondía: „La protagonista del acto es la reina de los Países Bajos, y ella, vicariamente, lo es de la mala conciencia de los esclavistas de antaño…, pero de ahí a pensar que se van a dejar robar el show por ustedes, gente de piel seria, como dice el maestro Mutis, hay un abismo. Un abismo que nunca van a saltar”. Eso es lo que yo le respondía interiormente a la aguerrida negra surinamesa, que se desgañitaba luchando contra la razón de Estado y el imperativo categórico de la seguridad, elevado a dogma desde el 11 de septiembre. Por suerte, al día siguiente, el martes 2, la prensa del país no destacó en primera plana a la ensombrerada reina Beatriz sino a los indignados negros contestatarios del cerco. Alabado sea el santísimo sacramento del altar.

 

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Ya lo vi el año pasado, también cuando fuimos al mercado callejero semanal de todos los martes en Doetinchem: y en el mismo lugar. Pero me olvidé de anotarlo y no quiero que vuelva a suceder. Y es el hallazgo de una calle entera de tenderetes que se anuncia con el letrero LENCERÍA DE BORGOÑA. Borgoña tiene que haber sido la Sodoma de la Edad Media.

 

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Hemos venido al parque de atracciones infantiles llamado „el país de Jan Klaassen”, en Braamt. Es una especie de disneylandia de la Holanda profunda. Acabo de descubrir un cartel que indica la dirección de unas atracciones así como exóticas, y leo en él: „Jan Klaassen en la tierra de los incas”…, al pie de una ilustración que reproduce una pirámide más indudablemente maya que la cara de Miguel Ángel Asturias. Bien comienza la educación de los niños holandeses en materia de geografía e historia.

 

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El patriotismo local es el sida de las almas. Hoy descubro en el diario que está planteada una discusión „seria” acerca del lugar por dónde el Rhin penetra en los Países Bajos. Hasta hace relativamente poco, si a un neerlandés se le preguntaba el nombre de ese lugar, lo más seguro es que contestase -de manera automática- Lobith. Ello tiene que ver con el hecho de que en los noticiarios radiofónicos, junto con la temperatura y el estado del tiempo, se daba a conocer también el nivel del Rhin, y esa información provenía de la estación medidora, con sede en Lobith. Lo que pasa es que Lobith no es una población ribereña, sino que está ubicada sin solución de continuidad al norte de Tolkamer, donde se hallaban la policía fronteriza y la aduana fluvial. Ahora bien, cuando el Rhin alcanza Tolkamer ya lleva un par de kilómetros recorridos frente a su orilla derecha [la izquierda sigue siendo alemana todavía], de suerte que el honor de ser la primera localidad renana neerlandesa tampoco le correspondería a Tolkamer sino a la aldea de Spijk, que aunque no es directamente ribereña sí se ubica exactamente en el límite con Alemania. Pero no, no, no… Sapientes células grises atareadas con esta importantísima y vital cuestión han decidido que entre Spijk y Tolkamer el Rhin tan sólo discurre frente a los Países Bajos, y que cuando efectivamente los penetra es a unos dos kilómetros más allá de Tolkamer, en Millingen a/d Rijn, donde ya las dos orillas son neerlandesas. ¡Viva la reina!

 

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El paso a nivel a la salida de Elten en dirección a Emmerich es un remanso de tercer mundo en pleno centro de la fortaleza europea. Se encuentra sobre la línea férrea que une Colonia con Ámsterdam y carece de barreras. Como por aquí casi sólo pasan los superexpresos ICE, que van lanzados a toda leche, se hace pues preciso vigilar atentamente el paso para que no se produzcan desgracias irremediables. La solución encontrada es digna de fotografiarse y hoy he tenido la gran suerte de pasar por allá con la bicicleta ¡y con la cámara!, de regreso del dique del Rhin, y encontrarme ya la cola de autos detenidos esperando el paso de un tren. Hay junto a las vías una caseta que está conectada telefónicamente con las estaciones de Oberhausen y Arnhem, y cada vez que sale un tren de ellas, dirección Ámsterdam o Colonia, respectivamente, avisan a la persona que está de guardia en la caseta, y esa persona procede a tender, a ambos lados de las vías, una de esas cintas listadas de rojo y blanco que también usan la policía y los bomberos para cercar los sitios donde actúan. Es todo un espectáculo. Sobre todo cuando pasa entre esas dos cintas la exhalación del ICE: parece entonces como si asistiésemos a una fastuosa puesta en escena de la Scala en una favela de Río de Janeiro.

 

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Por la ventanilla del tren, ya en Holanda, entre Zevenaar y el Rhin, descubro la Brassería El Misionero. Es algo así como si en el barrio de las luces rojas de Ámsterdam hubiese un local llamado Lenocinio La Monja.

 

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Willy nos esperaba con un auto en la estación de Arnhem porque tiene que ir a Ámsterdam a ver qué correo le llegó y a hacerse con una disquette del Van Dale, el diccionario sabelotodo de la lengua neerlandesa. Cuando entramos en A’dam, y el auto corre por el Churchill-laan, me encanta, como siempre, la indudable justicia poética de que allá, en el centro de la Alameda Churchill, se alce la estatua de Gandhi.

 

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En el tranvía de la línea 2, yendo al centro. Los conductores de los tranvías eran parte del folclor de Ámsterdam. Sus comentarios lapidarios y llenos del más puro humor popular ante lo que sucedía en el tráfico eran una delicia. Hoy en día, a juzgar por el conductor que nos lleva a la Centraal Station, van camino de convertirse en disc jockeys con programa propio en el ámbito municipal: el modo cómo anuncia las paradas, cómo comenta, gritando exaltado o bajando la voz como para contarnos un secreto, sus cánticos sin venir a cuento, sólo para suscitar la risa del aborigen y la sonrisa de incomprensión cómplice de los turistas, que no entienden ni media palabra del dialecto capitalino por mucho neerlandés que sí entiendan… todo ello es una especie de agresión acústica que sólo se soporta porque nos hemos vuelto progresivamente sordos a causa de la polución sonora de las metrópolis. Sic transit mores! No me extrañaría nada que en el futuro estas peroratas fuesen esponsorizadas, por ejemplo, por CocaCola, con algún eslogan al comenzar el trayecto (“Bienvenidos en nombre de la pausa que refresca a este trayecto de la línea 2 entre Nieuw Sloten y la estación central”) y algún otro al llegar allá: “Gracias por haber viajado con este tranvía en un trayecto esponsorizado por la pausa que refresca”.

 

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Por la noche, en un canal de TV neerlandesa, un reportaje sobre refugiados de derechas, durante la guerra civil, en la embajada de los Países Bajos en Madrid. Fueron evacuados vía Valencia a Marsella, y de allá, en tren, hasta Holanda, teniéndose que comprometer por escrito a no volver a España, ni empuñar las armas por Franco, hasta el final de las operaciones militares. Como varios de ellos intentaron tres veces fugarse, las autoridades los confinaron en la isla de Ameland. Una de las isleñas tuvo amores con uno de los confinados, que era de Falange y se marchó dejándola embarazada. Toda una historia dentro de la Historia. Me recuerda el episodio de las tropas del marqués de la Romaña, que Godoy puso a disposición de Napoleón, y que éste envió a Dinamarca. Cuando se produce la sublevación popular del 2 de mayo y los españoles se alzaron contra el Corso, el marqués de la Romaña intentó abandonar Dinamarca con sus tropas y ponerse al servicio de las Cortes de Cádiz. Al fin lo consiguió, gracias a la ayuda de los ingleses. Pero en Dinamarca quedaron varios apellidos de una indudable estirpe española: sin ir más lejos el de un excelente escritor danés que se llama Leif Panduro. No sé yo de nada que sea más castellano que el pan duro.

 

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En el tranvía, yendo a la estación central. Parada Leidseplein. Miro a la derecha y veo un edificio en cuyo frontis, a la altura del primer piso, puede leerse COMISARÍA DE POLICÍA Nr. 14, letrero flanqueado por los anuncios luminosos de un restaurante que hay en el parterre y que congruentemente se llama THE BULLDOG.

 

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Visto en la estación de A’dam, esperando nuestro tren a Arnhem, donde transbordaremos al de Winterswijk : En el andén 2b el letrero que muestra su número está rodeado de azulejos en el típico azul de Delft, y configura una cita de Shakespeare si se lo lee en inglés: “2b or not 2b”.

 

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Una vez más la vieja reflexión sobre el inodoro de tubo y el inodoro de meseta. En el apartamento de Willy, en la termostático-calvinista Ámsterdam, era de meseta. Acá, en la casa de Monique y Marcel, en el hasta hace poco férvido-católico Beek, es de tubo. ¿Dice ello algo acerca de la relación escatológica (en el sentido religioso) del ser humano con su propia escatología (en el sentido de la función excretora)?  Naturalmente no se nos debe consultar a quienes creemos que todo lo que tiene que ver con lo trascendente es pura deyección mental.

 

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Una vez más en bici a Elten, esta vez para comprar el pan de nuestros nietos: la suerte es que tenemos Alemania [Elten] a las puertas del pueblo y podemos comprar en sus panaderías, pero me pregunto qué pasa cuando estos niños están de vacaciones en Cerdeña o la Provenza: ¿se llevarán los padres la cantidad de pan necesaria del único que le gusta para sus desayunos y meriendas?  Sea como fuere, yendo a Elten, como casi siempre que voy allá, recuerdo una vez más uno de los episodios mayores de la picaresca europea. Tiene que ver con la situación de Elten al final de la guerra mundial y con los precios de la mantequilla veinte años después. Antes de la guerra, Elten era alemana. En 1945, cuando los Países Bajos se liberaron del yugo nazi, el gobierno de La Haya llevó a cabo una “rectificación” de fronteras, resultado de la cual Elten pasó a ser neerlandesa. Y la verdad es que parecía no sólo natural como reparación de guerra, por la mucha destrucción que los nazis provocaron en el país (baste recordar el cobarde bombardeo de Rotterdam), sino también natural por la situación geográfica de Elten. Mirando con atención un mapa de este segmento de la frontera se puede comprobar que Elten forma una especie de bahía terrestre que se adentra en territorio neerlandés, entre Lobith y Tolkamer al oeste y Stokkum y ‘s Heerenberg al este. La “rectificación” era, pues, también una manera de simplificar el diseño fronterizo. Pero en 1963 los Países Bajos y la República Federal de Alemania son ya miembros equiparados del Mercado Común Europeo, las relaciones de ambos países funcionan admirablemente, y un acuerdo entre ambos gobiernos contempla, entre otras cosas, el retorno de Elten al regazo alemán. 24 horas antes del día señalado para la devolución legal del pueblo a la RFA, todo el término municipal quedó literalmente colapsado de tráfico debido al estacionamiento de cientos de camiones cargados de mantequilla, baratísima en los Países Bajos. Al dar las campanadas de la medianoche, esos cientos de camiones se hallaban legalmente en territorio alemán sin haber tenido que declarar derechos arancelarios… y la mantequilla era entonces muy cara en Alemania: negocio redondo para los especuladores, quienes habían demostrado con su operativo que el Buscón de don Francisco de Quevedo fue un niño de teta si se lo comparase con un negociante neerlandés.

 

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Suele hablarse, a propósito de las peculiaridades de la vida neerlandesa, de las ventanas sin visillos: son algo así como la tarjeta de visita de la transparencia y de la apertura tan dizque características de este pueblo. Y eso incluso cuando se termina sabiendo que la ausencia de visillos se remonta históricamente al momento en que el Estado, urgido de peculio, inventó el impuesto a los mismos, consiguiendo un efecto contrario al deseado, y fue que los neerlandeses desvisillaron las ventanas de sus casas. A mí, más que el tema de la ausencia de visillos en esas ventanas, siempre me ha llamado la atención el hecho de que las casas de este país donde vive una sola familia –me refiero a las casas generalmente en los pueblos (pero también en las ciudades)– tienen todas dos puertas: la principal, teóricamente de entrada, y la de la cocina, que es la única que se utiliza, no sólo para recibir a quienes llegan sino también para entrar y salir de casa sus habitantes. Nunca he querido preguntar para qué tienen una puerta en la fachada si no la usan nunca. Como el monarquismo de este pueblo está más allá de la comprensión y de la racionalidad, siempre he tenido el temor de que me contestasen que es por si acaso algún día la reina viene de visita.

 

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Una locución 100% del dialecto de Beek es el «Ooooó, dannn», que puede traducirse al castellano, aproximadamente, y según el sentido de lo que lleva implícito, de la siguiente manera: «Aaaaah, en ese caso todo es como debe de ser». Diny habla con su madre y le cuenta, cosa que Moeder no sabía, que Melanie se ha quedado sin trabajo: «¿Melanie?», «Sí», y Diny añade: «pero ya ha estado buscando trabajo en varios sitios», y mi suegra: «Ooooó, dannn».

 

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Empecé a leer De renner, el libro donde Tim Krabbé cuenta sus experiencias como ciclista amateur, y anoto esta frase deliciosa acerca de los métodos de entrenamiento de algunos de sus amigos: “Los hermanos Pélissier tan sólo entrenaban con el viento a favor (a veces tardaban años en volver a casa)”.

 

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Al regresar a casa, por cierto, y pasar por el lugar donde administrativa y políticamente se halla la frontera entre Holanda y Alemania, me di cuenta de que faltaban las señales de tráfico donde podía leerse RIJKSGRENS [“frontera del Imperio”, un Imperio no era el Reich alemán, sino el neerlandés, que se extendía con posesiones en América –algunas de las cuales aún subsisten– y en Oceanía]. En mi anterior viaje todavía estaban. Ahora, ya, seguramente habrán ido a caer en manos de algún coleccionista o estarán en una tienda de antigüedades (prefiero pensar eso a que hayan terminado en una chatarrería).

 

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El viento ha ido perdiendo fuerza, y el sol ganándola, a lo largo del día. Ojalá se mantenga la tendencia, vamos a estar aquí sólo doce días escasos y son muchas las ganas que tengo de hacer largas excursiones en bici, sobre todo por el dique de la orilla del Rhin, cuando el río se vuelve neerlandés, y también por su viejo cauce, donde hay lugares en que los árboles casi unen sus ramas por encima de las aguas, paisajes como de cuentos de hadas.

 

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Salimos a hacer compras en el barrio y me sorprendo de la gran cantidad de apartamentos que se ofrecen en alquiler: “Te huur” (= Se alquila). Es gramaticalmente correcto, pero siempre tengo la impresión de que se trata de una claudicación ante la mirada de los alemanes, por el “falso amigo” que es el verbo “alquilar” en neerlandés. Antes, cuando vine la primera vez a estos Países Bajos, en 1965, era mucho más frecuente ver “Te huren” (= Para alquilar), en infinitivo. Lo que pasa es que “huren”, en alemán, es lo que hacen “die Huren” (= las putas), y los alemanes desconocedores del neerlandés llegaban indefectiblemente a la conclusión de que sus vecinos dedicaban mucho espacio habitable a la profesión más antigua del mundo. Así, poco a poco, “Te huren” fue siendo sustituido por el más neutro “Te huur”. Otro “falso amigo” es “bellen”, que en alemán significa “ladrar” y en neerlandés “telefonear”. Los alemanes tienen a veces la impresión de que los holandeses hablan mucho ladrando, y en realidad lo que hacen es homenajear con ese verbo a Graham Bell, el inventor del teléfono. El “bellen” neerlandés es como el “pasteurizar” español. Los alemanes, en cambio, barren para dentro, y “radiografiar” es un verbo que procede del apellido del descubridor de los rayos X: “röntgen”. Ah, los idiomas, cómo nos desenmascaran…

 

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Vamos al centro, a nuestra habitual recorrido del mercado de la Albert Cuyp Straat. Al llegar, Diny invierte 14 euros en un carrito de la compra, para que nos ayude a transportar las que hagamos en el supermercado, y que luego se lo dejaremos en casa a Willy, a quien también le convendrá tenerlo. No hemos recorrido ni 200 metros cuando en otro tenderete del mercado descubrimos el mismo carrito por sólo 10 euros. Casi un 30% de devaluación de la moneda en tan corto espacio es algo que debería estar penalizado por el Banco Central Europeo.

 

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Los primeros diez días, completamos el primer tercio de estas largas vacaciones, las más largas desde las que tuvimos del 1° de diciembre 2001 al 17 de enero 2002, en el barco carguero de contenedores y en Buenos Aires, aquellas que cuando regresamos a Europa habían desaparecido el marco, la peseta, el florín, la lira, el franco, el escudo, y ya sólo existía el euro. Comparado  con eso, la Revolución Francesa no fue nada más que una escaramuza.

 

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Nunca me pierdo el trayecto entre Arnhem y Utrecht que discurre paralelo a la autopista. Hay un poema muy hermoso dedicado a él, que lo descubrí allá por 1965. El poema me impresionó desde el primer momento porque traducía algunos de los sentimientos que yo experimentaba al ir en tren a Ámsterdam a encontrarme con Diny durante nuestro noviazgo. Se lo mostré a Willy (que no lo conocía) y desde entonces nos convertimos en fetichistas de ese segmento del paisaje. Como es un trayecto paralelo bastante extenso, automovilistas y pasajeros tienen ocasión de acompañarse un largo rato, pero todas las ventajas están a favor de los pasajeros del tren, quienes siempre tendrán automóviles a la vista, mientras que debe de haber algunos pobres conductores que habrán recorrido centenares de veces este trayecto sin ver un puto tren.

 

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La relectura de estas anotaciones me lleva a buscar el poema donde se habla de ese trayecto paralelo que hacen el tren y la autopista, entre Arnhem y Utrecht. Ojeo y hojeo un par de  antologías de las mil y una de poesía neerlandesa que hay en esta casa, y no lo encuentro. Pero una y otra vez me detengo a paladear algún epigrama, aunque sepa amargo, como este de Theun de Winter:

 

                                       Laatst op de tram
                                       bleek een
                                       in gedachten verzonken
                                       Neger
                                       de zitplaats bestemd
                                       voor invalide
                                       bezet 
                                       te houden

 

[El otro día / en el tranvía / sumido en sus pensamientos / un negro / justificaba mantener / ocupado / el asiento reservado / para inválidos].

 

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Esta mañana, en la estafeta, tengo varios mails con alusiones a la victoria de anoche, del Barça, en el Estadio Olímpico de Roma. Desde Madrid, Daniel Samper exulta: «No te imaginas lo que fue ver culés en La Cibeles, Gran Bada». Y ello me hace reflexionar en lo más obvio, que si se trata de un triplete hay que ir una cuadra más al sur, a Neptuno, el señor del tridente, joder.

 

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