Con motivo de mis vacaciones, y siendo esa una ocasión en la que me distancio al máximo de las computadoras, durante las casi cuatro semanas que estaré fuera aparecen acá, hasta este domingo, viejas entradas de mi diario, agrupadas de manera temática. Hoy recojo en una gavilla harto heteróclita diversas anotaciones hechas con motivo de visitas a Museos de toda índole.
30.4.2004, Madrid
En el Museo del Traje (un verdadero must del nuevo Madrid) descubro una nueva palabra que aún no figura ni siquiera en el Seco: velcro. Es el nombre del tejido autoadherente que se usa hoy en vestidos y calzados, sustituyendo a las clásicas hebillas, botones y cordones.
18.6.2004, Dublín
Llueve y ya hemos hecho todo lo que queríamos hacer, asi que decidimos visitar la Galería Nacional, animados por la idea de ver uno de los mejores Vermeer y algunos Caravaggios. Pero hay más, mucho más, además de los inevitables pintores dublineses, ilustremente desconocidos. Por cierto que entre ellos no se encuentra representado Francis Bacon, cuya casa natal descubrimos el 16., de camino a Sandymount, en la misma calle de nuestro hotel. Y la Galería en sí ya es digna de visita como edificio: una armoniosa simbiosis del espacio con la visibilidad y con la comodidad. Si fuese cuadro, me encantaría estar colgado aquí. Donde hay bastantes españoles, dicho sea de paso. Ribera el Españoleto, Antolínez, Morales, Carreño de Miranda, Juan van der Hamen y Leva, Navarrete, El Greco, José Leonardo, varios Murillos, cuatro Goyas, un Velázquez del que no sabía su existencia, y sobre todo una Santa Rufina, de Zurbarán, que vale por sí sola una visita al museo (la cual, por si todo lo dicho fuera poco, es gratuita). Del mismo Zurbarán, al lado, tal vez como programa de contraste, una Inmaculada murillesca empalagosa, con cara de hacer la primera comunión no muy convencida. La Santa Rufina, por el contrario, parece estar pidiéndole explicaciones a su Dios por sus Santas Tonterías. Descubro (la memoria me falla ahora dónde, en qué sala) un Jacob Duck que muestra a una mujer soñando con gente minúscula, liliputiense. Pero el gran descubrimiento es el del Vermeer, la mujer escribiendo una carta mientras su criada mira por la ventana. Y lo es no ya por el cuadro mismo, que es una maravilla, sino por la disposición genial adoptada en esa sala 40: exactamente frente al Vermeer hay dos Gabriel Metsu, uno de un gentilhombre escribiendo también una carta, y el otro como una réplica del Vermeer, una mujer lee una carta mientras su criada descorre un poco una cortina y mira…un cuadro, un cuadro con un motivo marítimo. El juego de referencias visuales entre los tres cuadros es algo así como asomarse a un aleph. Y la criada asomándose a un cuadro casi prefigura la lejana llegada de la televisión.
8.12.2004, Colonia
En el Museo Ludwig, una exposición de sesenta cuadros de Edward Hopper, que he visitado hoy con Esther y que nos ha dejado a los dos boquiabiertos: ¿cómo es posible llegar a ser un tan gran artista sin pintar otra cosa que lo que veía? Y la reflexión que seguía a ello no era otra que la siguiente: ¿Y de qué otro modo pintaron Velázquez o Goya, Rembrandt o Vermeer, Durero o Renoir? Me llamó la atención un hecho que nunca había percibido a pesar de conocer bien la obra de Hopper, pero sólo en reproducciones. Recién acá, en el Museo Ludwig, enfrentado a los originales, fue donde me saltó a la vista. En toda la obra de Hopper hay un único varón que está leyendo, y lo hace por motivos profesionales, pues se trata de un contable, en una oficina. A cambio son muchas las mujeres que aparecen leyendo en sus cuadros, y todas, todas, todas, sin excepción, lo hacen por gusto, por placer, porque les da la real y republicana gana de hacerlo. Puede que se trate de un mediterráneo, de la pólvora, puede que lo hayan descubierto muchos críticos y analistas de la obra de Hopper, antes que yo, pero no me importa, porque yo lo hice por mis propios medios visuales y sin tener ninguna infraestructura informativa al respecto.
29.4.2005, Madrid
En el Museo Municipal de Madrid anoto un verso de Calderón referido a la ciudad:
„Todo el mundo en breve mapa“.
30.4.2005, Madrid
En el Museo Arqueológico una tesera de bronce del siglo I, encontrada en Niebla y llamada tessera gladiatoria, sobre el gladiador Borea, que tomó parte en unos munera durante el consulado de Marcio Licinio, hacia el año 64 (Número de inventario 37.810). Y al lado una estela con una inscripción funeraria: Sit terra levis, Canula hic situs est (Que la tierra te sea leve, Canula está enterrada aquí), sólo que el Sit terra levis está simplemente escrito STL, como una especie de ancestro del RIPA cristiano.
27.7.2005, Ámsterdam
Nos despertamos y llueve. Desayunamos y llueve. Salimos a la calle y llueve. Día que ni hecho de encargo para visitar museos, y además, desde el último viaje a A’dam nos habíamos prometido regresar al Tropenmuseum, al museo de los trópicos, cuya visita debimos interrumpir entonces (2002) justamente cuando llegamos a las salas latinoamericanas y caribes, en el tercer piso.
Tropenmuseum. Al comprar las entradas nos regalan a cada uno, en el mostrador, una piedrita contra la mala suerte: en el primer piso está expuesta en estos momentos una amplia muestra dedicada nada menos que al Mal, el que se escribe con mayúscula. Me prometo verla, amparado por mi piedrita, pero ahora le toca el turno a otros males. Este museo fue, en un principio, el de las colonias neerlandesas en Ultramar, algo así como el de América en Madrid, pero entretanto se ha convertido en algo distinto, en algo así como el museo de lo que (sin cosechar reproches por la incorrección política) se llama universalmente Tercer Mundo. Es algo extraordinario, como documento de un expolio pero también de un síndrome coleccionista: no sé, en último término me asalta la duda de si un museo como éste no sería en sus comienzos el Ersatz „civilizado” de los recibimientos triunfales que los romanos tributaban a sus generales vencedores de los bárbaros. Sea como fuere, la plétora de material de primera, primerísima calidad, casi anula la reflexión. Esta vez nos concentramos en América Latina y el Caribe. En la salita de entrada, en un cuartito dedicado a „los héroes”, fotos y documentos de El Santo, Gardel, Che Guevara, Emiliano Zapata, Pancho Villa, Pedro Infante, Pelé… Hay un tablero que puede activarse para poner en el monitor documentos audiovisuales. Oigo a Gardel cantar lo de „todo, todo se ilumira” (esa n gardeliana vocalizada como r que es toda una marca de fábrica). Veo los cuatro campeonatos mundiales de fútbol ganados por Brasil hasta 1994. Reveo el gol de Maradona con la mano, en México 1986, contra los ingleses: vuelvo a despreciar el fraude. Y una vez más Evita, de un carisma que a su lado Madonna parece la sirvienta de Mata Hari. En ese mismo vestíbulo hay un quiosco de prensa, y un altar de santos y yo qué sé cuántas cosas más. Yendo adelante, un segmento dedicado a la Guadalupana, que no me dice ni la mitad que Yemanjá, mi diosa. Un panel, luego, con lupas de aumento que permiten visualizar las filigranas exquisitas de las pulgas vestidas, esas figuras esculpidas en las cabezas de los palillos escarbadientes: unos prodigios de artesanía. En cambio las vasijas antropomórficas de Chancay despiertan la impresión de que los indígenas de esa etnia fueron víctimas premonitorias de la talidomida. Me asombra, por otra parte, que un museo que invierte el dinero y la dedicación que éste, se permita deslices como hablar en algún audio de Franchesco de Orellana, con pronunciación italiana del nombre Francisco, o rotule algunas imágenes marianas como siendo de Nuestra Signora. Me impresiona mucho más adelante el espacio dedicado a la presencia neerlandesa en el Caribe, especialmente en Curaçao, donde descubro la presencia de judíos sefardíes que llegaron allá escapando literalmente de la quema inquisistorial española. Oigo testimonios al respecto, en ese curioso híbrido que es el papiamento. Una experiencia la de esta visita que pienso repetir pronto, con centros de gravedad para detenerme ahora que ya sé dónde se ubican sus tesoros. Camino de la exposición dedicada al Mal paso por las salas dedicadas al Islam, que ya conocía de la vez pasada, pero en aquella ocasión se me pasó por alto un panel audiovisual dedicado a cinco inventos árabes que hemos asumido al 100% en Occidente: el cuadrante, la brújula, las cerraduras de las puertas, la retorta y la granada de mano. Sí, las primeras las fabricaron los sirios y las usaron contra los cruzados, haciendo una mezcla de azufre, grasa, aceite y nitatro, que embutían en unos recipientes de cerámica donde insertaban una mecha a la cual prendían fuego. Concluyo la visita al museo con una mirada fugaz a la exposición cuyo protagonista es el Mal. ¿Seguro? ¿no será más bien la superstición? He visto allí cientos de referencias a la serpiente inductora del pecado original y hasta a los personajes malvados de las últimas películas basadas en Tolkien & Co., es decir, todo lo que es el Mal como literatura (y hasta la mala literatura), pero no he visto en la muestra una sola referencia al Mal en la realidad, es decir, por ejemplo, Hitler, y esa ausencia, en una muestra dedicada al Mal, es de veras grave.
4.5.2006. Madrid
Museo Cerralbo : Una celadora me informa de que el marqués era carlista, y se queda muy asombrada cuando le digo que no importa, que Valle-Inclán también lo era. Resulta que ella ha sido secretaria del nieto de V-I. en el Reina Sofía, según me dice. Y en el sótano del museo un descubrimiento en la lista de invitados para una fiesta del marqués el año 1902. Está en una vitrina esa lista de invitados, y la página de la izquierda explicita los signos convencionales, uno de los cuales me apasiona. Dice así: “● : el Señor y la persona se tutean”. ¿Qué significaba esto para el mayordomo, que le debía servir una doble porción de canapés y champagne a los agraciados?
20.9.2006, Colonia
Con Rosa y Juan visita del Museo Ludwig. Hay un cuadro de Picasso, de 1922, el de la mujer con el batín verde (Femme au peignoir vert), que si lo miro atentamente me delata que estoy en presencia de un autorretrato. Este Picasso, siempre con sus bromas.
6.10.2006, Colonia
Me llevó Diny (la expresión es literalmente exacta) a visitar el Museo de Max Ernst, que se inauguró hace poco en Brühl, el lugar donde ME nació, en las afueras de Colonia. Se trata de un edificio muy armonioso y muy bien pensado como museo. La obra de Max Ernst en cambio me interesa poco. Como en general todo el arte moderno, con muy poquitas excepciones, por ejemplo Hopper. Nunca he podido comulgar la rueda de molino de que el título sea más ingenioso que el cuadro, y a veces hasta lo explique. Y en cuanto al expresionismo abstracto, yo creo que es una invención de la CIA para que la gente crea que hay un arte pictórico característico de los Estados Unidos. Porque la ecuación no falla: si usted le dice a un millonario gringo que tiene el deber patriótico de gastar un par de millones en comprar un chafarrinón, a partir del momento mismo en que los paga (porque en materia de cumplir deberes patrióticos los millonarios gringos demuestran tener un alto sentido de la responsabilidad), ese chafarrinón pasa a valer ese par de millones, tal como está concebido hoy en día el mercado del Arte. Y así y no de otra manera es como se han cubierto de gloria, y millones, los Jackson Pollock y compañeros mártires. Hay en una novela de Alfred Andersch, Die Rote (La pelirroja), una observación muy sarcástica, camuflada de descubrimiento, que hace el pintor Bruno en una trattoría de la Giudecca veneciana: “Tome usted cualquier detalle de un Tintoretto y ahí tiene un cuadro de Jackson Pollock”. Y ojo, lo que he escrito más arriba de la CIA no es una fantasía calenturienta, ni ando con fiebre, ni la teoría de la conspiración ha sido nunca mi fuerte: la CIA ha invertido cantidades considerables en la cultura, justamente buscando establecer a los Estados Unidos como potencia cultural, para lavarle la cara como policía mundial. Y donde más ha invertido es en pintura, aunque también en literatura (hasta una revista en castellano de mucho vuelo intelectual financió en los Parises de la Francia durante los sesenta, con el inefable Emir Rodríguez Monegal como mascarón de proa).´Del museo, finalmente, lo que más me llamó la atención fue un ejemplar de Mardi, la novela de Melville, ilustrada por Max Ernst y Dorothee Tanning, y una frase de él que campeaba sobre el dintel de la puerta en una sala, y que traducida diría:«Si un día llego a un callejón sin salida en la pintura, me queda la escultura como posibilidad (…) En la escultura juegan un papel ambas manos, como en el amor». Y a propósito del amor, en una vitrina encontré el manuscrito de un poema también de Ernst:
«Wissen Sie was Liebe ist?
Sie ist schwer wie ein Gebet
Sie ist schlau wie eine Schlange
Sie ist leicht wie wandelnde»
[y al intentar transcribir el sustantivo no descifro mi letra, en la libretita donde lo anoté, pero no importa porque lo esencial ya está dicho: «¿Sabe usted lo que es el amor? / Es pesado como una oración / Es listo como una serpiente / Es liviano como etc.», es decir, que a la pregunta sobre qué sea el amor, Ernst carece de otra respuesta que no sea acudir al manido recurso de las comparaciones].
29.11.2006, Berlín
El día amaneció lluvioso, ideal para visitar museos. Nos decidimos por el de Pérgamo, que Willy no conoce.
El Museo de Pérgamo: Recuerdo aún cómo quedé de anonadado la primera vez que me encontré delante del altar de Pérgamo, su pieza central. Fue en 1964, con Isabel y Pablo González Boza, y con Paco Guerrero Cordón, que se hinchó de hacernos fotos en las gradas del altar y ante los frisos. Salimos de allí como en trance. Hoy lo contemplo con ojos ya no deslumbrados, pero igual de alucinados. Cuando termino de ascender las gradas y curioseo en los objetos expuestos arriba, me alegran la vista unos periquitos de un mosaico del siglo II a.d.C., que en alemán se llaman Alexandersittiche y hacen que me acuerde de sus congéneres del Stadtwald de Colonia, los que descubrí un día empujando el cochecito de mi nieto Vincent. Me sorprendió verlos volar en libertad por el cielo coloniense, hasta que una señora me explicó que hace décadas se escaparon un par de ellos del Zoológico y anidaron ahí, en el bosque municipal, y ahora hay ya bandadas de ellos: pensé en Darwin y en la supervivencia de las especies en condiciones por completo extrañas a su hábitat natural.
Cuando estás delante del altar puedes optar por seguir el recorrido a la derecha (sección donde se encuentran las culturas primeras, Nínive, Babilonia), o por la izquierda (Grecia, Roma). Sea como fuere, al final hay que regresar al altar para pasar al otro lado. Inicio pues el recorrido de un modo digamos cronológico, por los asirios, y ya en él atisbo a mi izquierda la escalera de acceso a las salas del arte islámico, pero las dejo para después de los grecorromanos. Regreso delante del altar, breve descanso, y ataco el universo mediterráneo, anhelando rever la escultura prodigiosa del niño sacándose una espina del pie: pero está en São Paulo, en una exposición dedicada a los dioses griegos. Ahora bien, deambulando por esas salas encuentro la escalera de acceso a las salas de exposiciones monográficas y temporales. Esta vez es una dedicada a Heinz Mack y a sus cuadros e instalaciones donde juega con la luz, y rotulada OCCIDENTE SE ENCUENTRA CON ORIENTE: TRÁNSITO, lo que me induce a pensar que subiendo por aquí pasaré sin transición a las salas del arte islámico y mataré de un solo tiro los dos pájaros del piso superior. Craso error. Crasísimo error. Debería haber contado con las leyes en materia de seguros y con la impenetrabilidad de la bur[r]ocracia. Subí las escaleras, visité la exposición de Mack y, al llegar a su término, cuando lógicamente debía efectuar el tránsito de Occidente a Oriente que me prometía el título de la muestra… no, imposible, te jodiste, lógico cartesiano, acá monsier Descartes es papel higiénico, mon cher, tienes que recorrer de regreso, íntegra, toda la exposición de Mack, bajar la escalera, regresar delante del altar, pasar de nuevo al sector asirobabilónico, subir la otra escalera y entrar en el mundo islámico. Summa summarum algo así como un kilómetro. La pregunta que se plantea es, naturalmente, si los responsables, tanto del museo como de la exposición, tienen conciencia de lo peligrosamente simbólico de su [des]organización, que hace buenos los versos de Kipling que aquí cito de memoria: “Occidente es Occidente, y Oriente es Oriente, y no se encontrarán jamás”.
[Al llegar a casa advierto que el billete de entrada en el Pérgamo es válido para prácticamente todos los museos de Berlín durante el día en que se compra, pero la empleada no debió sentir el deseo de tomarse la molestia de explicárnoslo, por si acaso fuésemos analfabetos y no podíamos leer lo que decía al dorso. Deben de ser empleados heredados de la RDA].
1.12.2006, Berlín
Después de desayunar vamos a visitar el museo de Die Brücke, recoleto y extraordinario, una joya casi clandestina entre los tesoros que hospeda Berlín. Vine acá la primera vez en 1982 acompañado por aquella musa nadaísta con la que viví in illo tempore un idilio incendiario, y he vuelto unos diez años después, como cicerone de Gonzalo Rojas, cuando el gran viejo gozaba de la misma beca que disfruta ahora Héctor Abad y nos alojó en su apartamento durante una semana a Diny y a mí. Vengo pues por tercera vez, y casi con la morbosa intención de ver qué hay en el hueco que ha dejado la escena callejera de Kirchner subastada en Nueva York el 8 de noviembre pasado, tras el juicio por el que fue restituida a la familia de sus propietarios judíos despojados por el nazismo. En el hueco, ahora, un cartel enmarcado de una exposición habida en este mismo museo y que reproduce ese óleo, con la indicación expresa de que el original estuvo aquí colgado hasta el 1° de agosto.
2.12.2006, Berlín
Esther y Hannes llegan puntuales, y un error mío imperdonable hace que nos pongamos en camino a la tumba de Kleist por la orilla del Wannsee Grande, con lo que a pesar de mi error llegamos al menos hasta la Villa Liebermann, a 300 m de la cual se encuentra el ominoso edificio donde se fraguó la “solución final” del problema judío. No deja de ser paradójica la cercanía de la dacha veraniega del pintor, judío de pura cepa, pero pienso que en último término la paradoja sucede a posteriori, porque fue la vesania nazi lo que pervirtió las relaciones humanas, la urdimbre social que existía en este país antes de ellos.
La Villa Liebermann me encantó, la recorrí en todos sus rincones de dentro y de afuera, quiero volver a ella en verano y quedarme largo rato sentado al final del jardín, a la orilla del Wannsee, con las piernas colgando a un palmo de las aguas, la mirada perdida en la lejana ribera opuesta, sin pensar en nada ni en nadie, olvidado hasta de mí. Sé que suena como literario, y lo peor de todo es que lo siento directamente así, sabiendo cómo suena. Así que una vez más regreso a lo de siempre: que estoy podrido por la literatura.
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El Museo de los Epitafios
Mi amigo Werner Bünger, a quien conocí durante el viaje que hicimos el 2001 entre Alemania en Alemania, y Buenos Aires, en un país tan convencido de ser todo él de plata que se llamaba (y hasta creo que se sigue llamando) Argentina… un viaje de 22 días en un barco carguero de contenedores, quedó profundamente impresionado por mi afición a los cementerios, las lápidas y los mausoleos. Tanto es así que me envió fotocopiado el recorte de un diario leído en la Selva Negra, y en el cual se daba noticia de la existencia de un museo de los epitafios, en un pueblito llamado Kramsach, del Tirol austríaco, y que se debe a una iniciativa privada del forjador Hans Guggenberger. «Estoy seguro de que te vas a divertir mucho al leerlo», me dice Werner. Y en efecto, así ha sido. Y como el calendario señala noviembre, el mes de los muertos, de qué tema ocuparse más congruentemente que de este de los epitafios.
El señor Guggenberger descubrió en los cementerios aldeanos de su Tirol natal que muchas de las tumbas ostentaban epitafios forjados en hierro donde lucían resúmenes vitales de lo más sabrosos. Algunos casi parecen poemas de la insuperable Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters… sólo que reflejados en un espejo cóncavo que los deforma.
Sin ir más lejos, uno que no tiene desperdicio: «El juez de paz Ezequiel / pesaba 200 kilos: / nada más sabemos de él».
Otro más o menos contundente es aquél que dice: «Aquí yace Adam Lentsch, quien vivió 27 años como persona y 37 como marido».
Y no es menos contundente, bien que paradójico, un tercer epitafio tirolés donde puede leerse lo que sigue: «Aquí descansa la honrada y virtuosa soltera Genoveva Voggenhubber, llorada por su único hijo».
Algo irónicamente, hay uno que resalta la imposibilidad de que a su epitafiada la llorase un fruto de sus entrañas, y es el que reza así, por un total olvido machista (o una pudorosa piedad amnésico-paternal) de los dulcísimos placeres de la masturbación: «Aquí reposa la honrada doncella Nothburga Nindl: falleció a los diecisiete / sin gozar de su juguete».
Como es lógico y ya se nota en un par de casos, las joyas del museo son aquellos epitafios donde los deudos del difunto hicieron gala de sus capacidades para el verso. Por ejemplo, este: “Aquí la tierra es hamaca / de uno al que aplastó su vaca / Bastante curioso es ver / de qué modo se puede perecer». Y la verdad es que creo que sí, que eso de morir aplastado por una vaca, aunque sea la propia, resulta bastante curioso.
Casi tanto como fallecer del modo que declara este otro epitafio: «Cristiano, detente y reza, / que aquí reposa Xavier, / el cual murió de beber, / mucho, su propia cerveza». El buen Xavier era, evidentemente, un mártir del empirismo aplicado a la ciencia etílica.
Pero veamos ahora lo que un viudo hizo forjar en hierro sobre la tumba de su extinta media naranja: «Aquí reposa mi esposa, / mujer bastante furiosa. / Caminante, no se excite, / pues temo que resucite».
Pondré un último ejemplo más, del ejemplar museo de Kramsach, y es uno que nos propone una adivinanza metafísica. Dice así: «El camino a la Eternidad no es muy largo. Él partió a las 7, y a las 10 ya estaba allí». O sea que, al menos en el Tirol, la distancia de la vida a la eternidad puede cifrarse en tres horas de camino.
A esta altura del partido es lícito preguntarse a qué viene esta afición mía por los cementerios, y no puedo explicarla de un modo más racional que el filatelista o el numismático puedan explicar sus respectivas aficiones por las estampillas y las monedas. Sea como fuere, lo cierto es que soy un cementeriófilo convicto y confeso.
Hay algo en los camposantos que me seduce de un modo irresistible. Pensándolo bien, más que una afición o una atracción, creo que es una tentación. Lo que ocurre es que me tienta pasear por encima del pasado, de lo que no tiene vuelta de hoja, mientras alrededor bulle el presente y espera agazapado el irremediable porvenir.
Y el copete de nata del pastel: debo confesar que el epitafio que prefiero, con mucho, de entre todos los que conozco, es aquél que adorna y define la tumba del mayor y mejor de todos los marxistas, el genial humorista Groucho Marx. Quien hizo grabar en su lápida la más cortés de todas las excusas: «Discúlpeme si no me levanto para saludarle».
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El Museo de los Avisos Clasificados
La oferta de museos curiosos, por lo menos en Alemania, es cualquier cosa menos escasa. Me bastará con citar el extraordinario Museo del Naufragio, en Cuxhaven, el pequeño puerto de la desembocadura del Elba, a muy poca distancia de Hamburgo. Se trata de uno de los más bellos y conmovedores museos del mundo, con sus restos de naufragios marítimos: timones, lanchas, mascarones de proa, camarotes de barco reconstruidos, salvavidas que nunca salvaron a nadie, anclas, y ¡¡¡hasta un submarino de bolsillo!!! en el jardín que rodea el edificio.
Este es mi museo predilecto y se lo recomiendo fervorosamente a todos los turistas que vayan alguna vez a Hamburgo: escápense por un par de horas de la ciudad hanseática y acérquense a Cuxhaven, me lo agradecerán.
Pero en esa lista de museos curiosos que pudiera hacerse, y que ocuparía toda esta página (y créanme que no exagero, pues esa lista abarca desde las suntuosas pinacotecas de renombre mundial hasta el establecimiento museal dedicado a la historia de las trampas para ratones), en esa lista, digo, echo de menos la existencia de un Museo de los Anuncios Clasificados, para el cual me parece que cualquiera de nosotros podría aportar al menos una docena de muestras.
Sólo de la prensa alemana yo mismo dispongo de una colección sabrosísima. Por ejemplo el del pobre dueño de un magnífico perro boxer, de 23 meses, muy lindo y cariñoso, y cuyo amo no dispone de tiempo para atenderlo como debiera. De manera que lo ofrecía en venta en un diario local. Y aunque ya sabemos que el alemán es el mejor amigo del perro (del que a su vez se dice que es el mejor amigo del hombre), al menos a mí me resulta algo así como desproporcionado que el anuncio haya aparecido entre los de ofertas y solicitudes matrimoniales. ¿O no?
¿Y qué me dicen de éste?: «Se necesita actor masculino para interpretar el papel de Beethoven en un cortometraje televisivo». ¿Había que hacer hincapié en el sexo del intérprete? ¿O es que Lucho perdón: quiero decir Herr Ludwig, ha sido en algún momento sospechoso de pertenecer a la colectividad gay?
Tampoco tiene desperdicio aquél anuncio en el que un campesino algo mayor de edad, viudo, pensando en un futuro matrimonio, solicitaba entablar relaciones con una campesina de la misma o parecida edad, y que a ser posible fuese propietaria de un tractor. El aviso concluía pidiendo: «Por favor, incluyan foto del tractor».
Hay también, desde luego, algún que otro anuncio que no es real sino al que claramente se le nota la infatigable invención humana, y de ese género, si bien no son específicos de este país en el que sobrevivo, les ofrezco los siguientes botones de muestra:
«Psicópata asesino busca chica para relación corta».
«Cambio moto medio acordeonada por silla de ruedas».
«Si su suegra es una joya, le ofrecemos el mejor estuche: Funeraria La Paz».
«Viejito con Parkinson se ofrece para tocar maracas en conjunto musical cubano».
«Vndo máquina d scribir qu l falta una tcla».
«Hombre invisible busca mujer transparente para hacer cosas nunca vistas».
Para terminar quisiera traducirles uno que parece salido de entre las páginas de Las mil y una noches… ya saben, ese libro árabe que tuvo la suerte de ser escrito antes de los ayatolas, porque si no les hubiesen extirpado quirúrgicamente alguna parte vital de su organismo reproductor a los heréticos autores. El aviso de marras apareció en un semanario alemán y dice así (y juro por todos los dioses que no me lo invento):
«Muchacha joven, bella como una pintura, morena, 20 años, 1.70 m., de regreso en Sri Lanka después de haber realizado estudios de Hostelería en Baviera. Sus padres poseen un buen hotel y unas plantaciones de té en la preciosa isla. La muchacha habla varios idiomas, es lista, buena negociante y muy comprensiva. Desea encontrar un hombre fiel y trabajador con quien luego dirigir el hotel y las plantaciones de sus padres. Pero ¿quién querría venir a este país tan lejano?»
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Nota de la redacción: Esta nota de nuestro colaborador Ricardo Bada, escritor y periodista español residente en Alemania, nos ha llegado vía e-mail remitida desde un cibercafé del aeropuerto de Atenas, con una frase final del autor que dice así: «Ya les enviaré una postal desde Sri Lanka. Abrazos, Bada».
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