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Mientras tantoDe mi Diario : Semana 9ª / 2011

De mi Diario : Semana 9ª / 2011


Weiß/Colonia, 27.2., primeras horas de la noche

En el canal Arte un largo reportaje sobre Carlos Kleiber, que es para mí el otro director amado, junto a Sergiu Celibidache [Celibidache demostró que al igual que los chulos madrileños podían bailar un chotis sobre un adoquín, él podía bailar el “Bolero” de Ravel sin moverse del podio]. Alguien, no recuerdo ahora quién, dice en un momento determinado que Carlos era «el director mejor dotado para comunicar a Dios con los hombres en el mundo de la música». Casi a punto de comenzar el reportaje me llamó Rodrigo para avisarme del infarto cerebral de Gonzalo y de que se estaba yendo por dos semanas a Chillán. Ahora, antes de cerrar la compu después de mis últimos mails del día, escribo estas líneas y se me ocurre que Gonzalo es una de las personas mejor dotados para comunicar a los dioses con los hombres dentro del mundo de la poesía. ¡Tan buena gente este viejo! A Diny le va a costar un disgusto inmenso cuando se lo cuente, Gonzalo es una de mis pocas amistades literarias a las que le abrió su corazón. Y eso es una empresa harto difícil con ella, que mira desconfiada de sobra a la tribu plumífera en pleno.

 

Weiß/Colonia, 27.2. (2)

A mi tocayo, de vacaciones en Mar del Plata, me ha tocado corregirle una cita de JRJ que me incluía en su último mail («no la toquéis ya más, así es la rosa»), porque incurre en el mismo error que el 99% de quienes la hacen, algo que se nota enseguida a la vista del original :

                                            «EL POEMA

 

                                            ¡No le toques ya más,
                                            que así es la rosa!»

 

“Le” (=el poema) y no “la” (=la rosa). Y es que Juan Ramón nunca daba puntada sin hilo.

 

Weiß/Colonia, 27.2. (3)

Y mañana, Estocolmo.

 

Weiß/Colonia, 28.2. (2)

25 años se cumplen hoy del asesinato de Olof Palme. El diario le dedica una página entera a esta efeméride, la leo mientras desayuno. ¡Hay que ver qué día tan señalado para viajar a Estocolmo!

 

Estocolmo, 28.2. (3)

25 años del asesinato todavía impune de Palme, reflexiono en el avión. ¿Y qué hacía yo ese 28 de febrero?  Tendría que saber qué día de la semana fue, para tratar  de reconstruir mi jornada.

 

Entre los libros que llevo como lectura de viaje (sólo literatura sueca) encuentro el recorte de un artículo de Carmen Bravo-Villasante en La Nación, de Buenos Aires. Mi vieja manía de encartar recortes entre las páginas de los libros, me depara ahora el recuerdo de su hija Carmen, arabista de primera agua y tan amiga nuestra entretanto, con quien nos reunimos cada vez que viajamos a Madrid. Tengo que preguntarle si quiere que le mande este recorte.

 

Cuando el avión desciende y traspasa la capa de nubes, la tierra sueca se me aparece como un dibujo chino en blanco y negro:  nieve y bosques (unas manchas de tinta espesa que poco a poco van volviéndose verdes conforme el avión desciende). Así la vería Nils Holgersson, me digo.

 

En el camino del aeropuerto de Arlanda a Estocolmo descubro por las señales de tráfico que hay otro aeropuerto más, Bromma, del que luego sabré que está reservado a los vuelos domésticos, así como que también hay un tercer aeropuerto, para los vuelos a Londres. Y me digo que debe de haber una razón muy poderosa para que Arlanda esté a casi 40 km de Estocolmo. Otra cosa que descubro es que en el idioma sueco hay palabras (por ejemplo Säkerhetsavstånd) que son decididamente parientes de algunas alemanas: Sicherheitsabstand. Así, ya sé cómo se escribe en sueco “distancia [avstånd] de seguridad [Säkerhet]” entre los automóviles. Pero con ninguno de los varios descubrimientos que casi me obligo a hacer, con ninguno, consigo fumigar el acre olor a tigre del taxista. Por todos los dioses, ¿desde cuándo no se ha duchado este hombre?

 

En el hotel o bien hablas sueco o bien hablas inglés o te atienes a las consecuencias. Tras cerciorarme de que en la recepción no hablan ni alemán ni neerlandés ni español ni portugués, me decido por el inglés que eventualmente hablarían los personajes aborígenes de El silencio, de Ingmar Bergman. Y tengo tal éxito que hasta llego a la habitación que me reservara el Centro Cervantes. Una media hora después me viene a buscar Oihana, la gestora cultural del CC, que sólo lleva dos semanas en Estocolmo pero ya sabe dónde se come una buena sopa de pescado. Es en el mercado central de Estocolmo, un prodigio de oferta alimentaria, y frente por frente al edificio donde cada 10 de diciembre se entregan los Premios Nobel. Estuve allí la mañana del 10.12.1982, durante el ensayo de la ceremonia, con los galardonados de córpore insepulto. Gabo, lo recuerdo, se divertía por dentro con lo del ensayo, seguramente porque se reservaba para la noche la sorpresa de su indumentaria, el famoso liqui-liqui impolutamente blanco.

 

Después del almuerzo acompaño a Oihana al CC, para conocerlo y conocer a quienes trabajan en él. Compruebo al hacerlo que las puertas suecas generalmente se abren de manera automática al acercarse uno a ellas, pero en el caso de tenerlas que abrir manualmente, nos hacen recordar de una manera harto dolorosa para nuestros músculos, que los antepasados de estos suecos fueron los robustos vikingos, todos ellos aplicados practicantes del Método Charles Atlas.

 

En el CC me siento como en casa. Hasta puedo abrir mi estafeta en una compu que me dejan en la biblioteca. Luego me traen el libro de visitas del Centro y me piden que deje allá mi autógrafo con algunas palabras alusivas o no a mi presencia allá. Dos páginas más atrás veo lo que dejó escrito Mario cuando los días de la entrega de su Nobel, y al fin me decido por un limerick, ya que tengo bastante entrenamiento cercano en la materia:

                                 Si me pongo a pensar en Estocolmo
                                 no me imagino un álamo ni un olmo;
                                 más bien una palmera
                                 (¡además, datilera!),
                                 y me digo: «¡Ricardo, esto es el colmo!» 

 

Eva, la secretaria factótum, me convida con un café y un bombón de chocolate, y conversamos de cine. Ella todavía no se había enterado de la lista de los Oscar, que mi tocayo Silva Romero, en Bogotá, acertó en sus previsiones casi al 100%, sólo falló en el del director [y él me explicará más tarde, ya de vuelta en Colonia: «Sí, tocayo, fallé el director. Y por pensar de más. Fue un error»]. Le hablo a Eva del 25° aniversario del asesinato de Olof Palme, y de que hay una peli sueca con Mikael Persbrandt (el protagonista de la peli danesa que ha ganado el Oscar a la mejor en idioma no inglés), donde se explica y documenta de manera clara y contundente por qué ese crimen sigue impune. No la conoce Eva, lo que me lleva a preguntarme si Sista kontraktet, así se titula esta peli en el original, habrá sido distribuida en la propia Suecia. Le comento que puedo enviarle el vídeo cuando regrese a Colonia, aun cuando sería en la versión doblada al alemán.

 

Por la tarde, con Joan, director del Centro, acudimos a la sala donde hablaré mañana y donde hoy se proyecta El telón de azúcar, un documental de Camila Guzmán Urzúa. Y la verdad es que siento que esta peli sea una decepción tan grande, y si lo siento es porque realmente me parece imperdonable que habiendo dispuesto la autora de un material en su mayoría tan bueno, lo haya dilapidado y estropeado con un montaje que le viene al material como las famosas tres pistolas al Cristo del proverbio. Supongo que ello puede deberse a una mentalidad parricida: hacerlo mejor que su padre. Pero para ser mejor documentalista que Patricio Guzmán se necesita algo más que el deseo de serlo, y en este caso ni siquiera el apellido ayuda. De todos modos, me quedé con una frase para el recuerdo, cuando uno de los entrevistados por Camila dice que la única ilusión que les queda a los cubanos, que tantas alimentaron de colegiales, «es encontrar al extranjero de tu vida» que los ayude a irse de la isla. ¡Salve, Coma Andante, los que te vamos a hacer el corte de mangas, para que te absorba la Historia, te saludamos!

 

Tras el acto, Joan me lleva a picar algo en el Barcelona Tapas Bar, cerca del CC y en la inmensa plaza donde se ubican edificios carismáticos de Estocolmo, amén de una estación del Metro que debe de ser acá el equivalente a la de Sol, en Madrid. Nos encontramos allá con Pablo Gan, que es el consejero cultural de la embajada y se sienta a nuestra mesa: también Ángela, granadina enamorada de Estocolmo, y que se sorprende al enterarse de que ya cuento 71 calendarios sobre mis espaldas. Resurge el tema de Olof Palme y tanto Pablo como Joan manifiestan no sé si tanta admiración como asombro de que siga vigente en este país. Les sugiero que la explicación quizás sea harto sencilla: «Es el primer santo (y además mártir) que tienen, desde la reina Cristina».

 

Antes de apoliyyyar, un trago adormidera: un botellín de whisky del armarito ad hoc en la habitación del hotel, mezclado con agua muy fría del grifo del lavabo (el agua potable en esta ciudad es casi tan buena, si no mejor, que la del canal de Lozoya en Madrid). Lo trasiego a pequeñas diócesis (¡oh manes del Espasa de La del manojo de rosas!) leyendo unas páginas de la autobiografía novelada de Eyvind Johnson, y encuentro esto: «Se cayó de la baranda del puente al agua [del río] y se preguntó si verdaderamente hay un Dios». Pienso en mi amigo Juan, las circunstancias de cuya muerte desconozco, pero intuyo un suicidio, y cierro el libro.

 

Estocolmo, 1°.3.

En el comedor del hotel gran presencia de niños, familias enteras parecen estar de vacaciones. Desayuno despacio y gozando este ambiente. Un panecillo de pan integral con carne de reno ahumada y una loncha de un queso cremoso, de textura completamente distinta a los que suelo comer más al sur; dos lonchitas de salmón marinado y un vaso de leche; y dos infusiones de manzanilla. Y poco a poco voy componiendo un nuevo limerick:

                               En  la ciudad hanseática de Bremen
                               son más libres las féminas que en Yemen:
                               después de una mamada,
                               con la boca cerrada,
                               van corriendo donde el banco de semen. 

 

Después del desayuno me tiendo en la cama, un descanso de tres horas, relajado al 100%.  A las 12.30 llega SariTica, por fin nos vemos además de lo mucho que ya nos leemos. Quiero invitarla a almorzar a base de tapas en el Barcelona, pero recién lo abren a las 3 p.m., así es que es ella quien decide ir a los antiguos baños de Estocolmo, también en la zona peatonal y cerca de mi hotel, y donde según ella hay un café muy lindo, pero están en obras. Buscando otro local descubro a Ángela caminando a un par de metros de nosotros, la llamo, me dice que se está despidiendo de su amada ciudad, le deseo suerte. Mi querida tica y yo recalamos al final en el Belmondo, Drottninggatan 71ª, y ella encarga un plato con mozzarella, tomate y aguacate, y yo le digo al mesero que quiero «One more Boros Kaka» [así dice el rótulo], sobreponiéndome al espanto de encargar caca en cualquier idioma que sea, pero evidentemente deseo una porción de tarta (en sueco: tårta) que supongo que debe ser de fresa o de frambuesa, hasta que mi amiga me dice: «¡Qué bien pronuncias el sueco!», y añade: «El queque de zanahoria es una especialidad sueca». Dios de dioses, aborrezco la zanahoria, así es que hago de tripas corazón, me como la tarta, y está rica: lo que son los prejuicios, me hubiese perdido una Delikatesse por mor de ellos. Pero lo que más me impresiona es que en el ticket de caja no veo incluido por ninguna parte el café que taza tras taza vamos llenando en un expendedor que hay al fondo. Esto sí es cultura: incluir el café en el precio del condumio.

 

Larga charla hasta las 4.30 con SariTica, de docenas de temas que van surgiendo por sí solos. Ella me ha traído un regalo muy inglés: Té negro de Fortnum&Mason, una exquisitez. Yo le regalo el último ejemplar que me queda de la antología que hice de Ana Istarú, y el cartel de una exposición de Amighetti en Bonn (que incluye una reproducción facsímil de uno de sus más hermosas xilografías en blanco y negro), y le presto Katrina, la novela de Sally Salminen, de la que no sé por qué estoy convencido de que le va a gustar. Y la conversación fluye a cada lado de la mesa como si fuésemos viejos amigos que se reencuentran y tienen mucho que contarse.

 

Luego voy al hotel, me cambio de camisa, pulóver y pantalones, y sigo hasta el Cervantes, para mi conferencia. No es mucho el público, cuento 10 personas (amén de los miembros del propio Centro), pero lo prefiero. Prefiero pocos oyentes atentos y que al final intervienen todos en el diálogo, a un público más numeroso pero mudo a la hora de conversar con el conferenciante. Después, con Oihana y Joan, cena en el restaurante “de los escritores”, atendidos por un camarero chileno que nos trae unos troncos de salmón a la parrilla de los que parecen estar gritando “comedme”. Y durante la cena, nos contamos nuestras batallitas. No en vano somos tres generaciones distintas y sucesivas, las que estamos representadas alrededor de la mesa.

 

Antes de irme a dormir, un whisky con agua, leyendo unas páginas de Eyvind Johnson y la sección de Delia Juárez en el # de febrero de Nexos, no me la pierdo nunca cuando aparece, y ahora me recompensa con esta frase de Baudelaire: «La inspiración es trabajar todos los días».

 

Estocolmo, 2.3. (1)

Mala noche, no consigo pegar ojo hasta pasadas las 3 a.m., y a las 6 se ilumina la pantalla del televisor y me anuncian en sueco y en inglés que es hora de levantarme. Toda la noche, hasta que logré aplacarlo con agua muy fría, estuve regurgitando el salmón, y me aterraba el recuerdo de la noche toledana en Madrid, cuando tuve la hemorragia estomacal. La próxima vez no me olvidaré de meter un par de botellitas de Underberg en la bolsa de aseo. Hago la maleta, me afeito, me ducho, salgo a desayunar. Dos minicruasanes con mermelada de naranja sevillana, un vaso de jugo de naranja y una infusión de manzanilla. Me siento mejor.

 

7.45. Bajo a la calle, me espera el taxi que me llevará al aeropuerto. Danjial Muhedinovic se llama el taxista. Es bosnio. Intercambiamos un par de frases en inglés, siempre soy yo quien toma la iniciativa, él se limita a responder. De repente veo un nombre en una de las salidas de la autopista, Solna, y exclamo: «¡Solna! Mil novecientos» «58» termina Danjial. Y yo: «¡Ah, esa final! 5:2, Brasil campeón mundial, y aquella delantera inolvidable: Garrincha, Didí, Vavá, Pelé y ZagalloPelé marcó dos goles, el segundo en el minuto 90». Y añado: «Pero usted todavía no había nacido, Mr. Muhedinovic, ¿cómo lo sabe?» «Fue un momento histórico para Suecia». Y sí, un ciudadano sueco tiene el deber de conocer la historia de su país.

 

Weiß/Colonia, 2.3. (2)

Acudo al funeral por Juan. Casi cien personas. Al verme llegar y sentarme, Juan José se me acerca y me pregunta si quiero recitar al final un poema de Alberti. Querría, sí, pero de haberlo sabido previamente; vengo sin ninguna preparación mental para ser intérprete del acto, además de que se me rompería la voz. Porque ahora ya sé con certeza que Juan murió a consecuencia de un intento de suicidio: se arrojó al Rhin desde el puente Sur, y alguien lo vio y avisó enseguida a la policía, pero cuando lograron ubicarlo desde un helicóptero y rescatarlo de la corriente, ya era muy tarde. Paso todo el funeral con la cabeza baja y varias veces con los ojos húmedos. No es justo que a un hombre bueno le envíen semejantes pruebas, unas depresiones tan insufribles que conducen a un acto como este. Al final un largo abrazo con Marisa, que está muy entera, me dice al oído que nunca sospechó el bien que puede hacer y el consuelo que puede significar una amistad como la que está sintiendo desde que Juan falta. «Cuando se encuentra un amigo, / es que Dios hace un regalo», dijo el poeta Eloy Vaquero. Y cuando se pierde un amigo, se puede blasfemar, impunemente, le repliqué yo cuando se suicidó Nicasio.

 

Weiß/Colonia, 2.3. (3)

Termino el día en casa y a la vez en Suecia, en Gotemburgo con una policial de la comisaria Irene Huss. A esta serie sólo le sacaría una cierta insistencia en las conflictivas relaciones de la comisaria con sus dos hijas a punto de entrar en edad de merecer. No le añaden nada sustancial a las tramas, y es harto lo que a veces distraen de las mismas. Además, se respira en el fondo del tratamiento del tema algo así como el perfume a bolas de alcanfor de la bendita moralina.

 

Weiß/Colonia, 3.3.

Jueves de Comadres. Varias veces me han dicho que qué linda es esa denominación coloniense para el jueves que inicia la semana del carnaval, hasta el Miércoles de Ceniza. Pero no se trata de ninguna D.O.C, como las del vino, es una que me inventé allá por 1970, en la emisora, cuando tuve que traducir Weiberfastnacht, el nombre oficial del día en el calendario carnavalero, el día en que las mujeres toman simbólicamente el mando de la ciudad. Y como traducir Weiber al pie de la letra (=hembras) me pareció feo, y Las alegres comadres de Windsor se titulan en alemán Die lustige Weiber von Windsor, me inventé esa trujamanería, y hasta hoy, donde ya se la usa como si fuera de origen popular. Sea como fuere, para mí es hoy un Jueves de Oskar, que ha venido a quedarse con nosotros hasta el martes, los dioses lo bendigan. Y a las manos de Diny, que han preparado hoy unos canelones de lujo. Le pregunto que de dónde sacó la receta y me dice que del Volkskrant (Diario Popular), el periódico neerlandés que le programé en la lista de Favoritos de su compu portátil. Al parecer, tienen una sección donde las amas de casa publican sus mejores recetas. Ah, qué bueno, mi regalo/inversión empieza a rendir beneficios.

 

Weiß/Colonia, 4.3.

Día tranquilo, pero en el cual, entre bromas y veras, se me plantea el problema de cómo decirle a un joven aprendiz de escritor, y que confía en mi criterio, que a mí no me importa un comino de la literatura. Nuestro diálogo virtual transcurre en un tira y afloja, hasta que, creo, mi pobre corresponsal termina tirando la esponja, y la toalla, y si no se tira también él mismo debe de ser porque lo salva su instinto de conservación. Transcribo el diálogo :

«Querido Ricardo, ojeando la revista Quimera he observado que en las portadas de las dos últimas publicaciones aparecen Thomas Pynchon y Agustín Fernandez Mallo. Ambos usan conceptos básicos de física para enriquecer sus trabajos. Me pregunté: ¿qué pensaría Ricardo Bada de ellos? Me gustaría saber su opinión». 

«No sé quién es Fernández Mallo, y en cuanto a Pynchon, lo interesante es cómo se puede convertir en literatura un tema que a primera vista no lo es. Quizás no lo parezca, pero el tema fundamental subyacente de El perfume es la química. Y sin la física, la mitad de las novelas de Julio Verne no se habría escrito. Vale».

«Sí, lo que dice es muy cierto. Pero con estos escritores mencionados encuentro una diferencia, Pynchon, por ejemplo, se detiene casi todo un capítulo para explicar el concepto de entropía. Aunque luego uno se da cuenta de que la intención suya era embellecer un par de párrafos, p.ej. en la subasta del lote 49. Con Fernández Mallo es similar, se sale de la ficción para explicar el funcionamiento de una máquina térmica, y luego vuelve a usar esa explicación en una anécdota que le pasó en Las Vegas. Pero no van más allá, como Verne o Süskind».

«Verne y Süskind tal vez sean mejores escritores que Pynchon y el señor Fernández Mallo, eso explicaría la diferencia. Pero acuérdese de Melville y los capítulos de Moby Dick dedicados a los cetáceos y a la caza de la ballena. Vale».

«Sí, o Steinbeck describiendo las partes mecánicas de un camión. Entonces pregunto: ¿cree usted que vale la pena que un físico intente acercarnos a los nuevos conceptos, no los del siglo pasado, como la entropía, sino aquellos de nuestra época, esas novedades de la física?  Tampoco me refiero a la ciencia ficción, me refiero a recrear nuestra realidad desde un punto de vista más matemático».

«Su pregunta debe hacérsela mejor a alguien a quien la literatura le interese de otro modo que como ganapán. Perdóneme pero yo no suelo perder mi tiempo con estas sutilezas, y en lo que se refiere a hacer uso de los conocimientos científicos que se tengan (o los que se adquieran) para implementarlos en un texto narrativo, ellos, esto es: los narradores, sabrán por qué lo hacenDigo yo. En cualquier caso, a mí sólo me interesa su prosa. Vale».

«Bueno, querido Ricardo. Le deseo un buen fin de semana. Cordialmente, Orlando»

¡Pobre Orlando, me da tanta pena de él!  ¡Pero joder, hay que ver a quién fue a preguntarle semejantes cosas, a alguien a quien la literatura le importa un reverendo carajo!

 

Weiß/Colonia, 5.3. (1)

Me escribe Ana Nuño copiándome lo que escribió cuando le dieron el Nobel a Vargas Llosa y que publicó el Papel Literario de El Nacional (Venezuela)*. Termina allí diciendo que es mucho lo que nos ufanamos de nuestros Nobel de Literatura, pero que si un día alguien despertara al cabo de muchas décadas, de un sueño cataléptico, como un personaje de Wells, y se enterase de que le habían concedido a un hispanoamericano el Nobel de Física o de Química, «sabría que nuestros países han salido, definitivamente, de su eterno subdesarrollo». Compartiría mucho su secuencia final –le contesto– si no me lo impidieran dos consideraciones. La primera es que son ya varios los nombres hispanoamericanos inscritos en el palmarés físicoquímicobiológico del Nobel (Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Bernardo Alberto Houssay, Luis Federico Leloir, César Milstein, Baruj Benacerref y Mario J. Molina), y que, con el mismo criterio que ella invoca, también habría que reclamar el mismo número de Nobel de la Paz, pero también se da la curiosa circunstancia de que hay algunos latinoamericanos en ese palmarés, y uno de ellos es el que fue canciller argentino, Carlos Saavedra Lamas, un testaferro de los intereses británicos en el Río de la Plata y uno de los principales responsables del explolio bélico del Paraguay y Bolivia en la guerra del Chaco, recibiendo paradójicamente el Nobel por la paz que puso fin a aquella guerra. Ana, a su vez, me contesta dándome la razón, «pero subsiste el problema que intento plantear: ¿por qué no nos damos por enterados, por poner un ejemplo, de que Bernardo Alberto Houssay fue el primer latinoamericano nobelado en Medicina? Y por cierto, te ha faltado mencionar a Adolfo Pérez Esquivel. Pero es cierto que yo también procuraría esquivar tan engorrosa referencia. El caso es que la coda a mi artículo pretendía levantar precisamente esa roncha. Porque no se trata de cuántos Nóbeles de Ciencias hayan recibido los hispanos (aunque, si nos ponemos, es fácil demostrar que estadísticamente la proporción es ridícula, comparada con los titulares anglosajones), sino de algo más sutil y pernicioso: de esta idea, que todos hemos acabado aceptando, de que la excelencia hispana tiene que ver sobre todo con el cultivo de las artes y las letras, y muy poco o casi nada, en cambio, con la ciencia. Para decirlo rectamente: mi coda no es un reproche, es una queja y un dolor velados. Porque veo, cada vez que le dan a uno de los nuestros el Nobel de Literatura, esa cohetería que nadie dispara cuando «uno de los nuestros» recibe el mismo reconocimiento por su labor científica. En suma, lo que digo es que ya está bien de aquel nefasto resumen de nuestra cultura, que dieron Unamuno y Cía: «¡Que inventen ellos!»» Y ahora le respondo: «Ana querida, tienes más razón que un santo. Déjame decirte además algo sobre los Nobel del 82. Ese año fueron dos latinoamericanos, el colombiano García Márquez y el mexicano García Robles (Nobel de la Paz). Pero lo curioso es que hubieran podido ser tres, porque el de Biología se le otorgó al jefe del laboratorio donde Salvador Moncada, un microbiólogo hondureño de bien justificada fama internacional, había hecho el descubrimiento de la prostaciclina, que fue el objeto expreso de la premiación. Yo recuerdo lo mucho que Gabo estuvo agasajando a sus compañeros de Premio, invitándolos a la continua fiesta en el salón alquilado en el Grand Hotel para albergar la euforia de aquella embajada cultural colombiana enviada por Belisario Betancur, que fue masiva, Y lo recuerdo, sobre todo, en alegre dicharacho con el biólogo británico John Robert Vane, que le arrebató el Nobel a Moncada, y no quise decirle nada para no aguarle la sana alegría de compartir la suya con otro premiado. Pero ¿cómo crees que hubiese reaccionado, de saber que hubiera podido estar compartiendo esa alegría con un centroamericano en vez de con un inglés?  Dicho sea de paso, esa fue sólo la primera vez que a Moncada le quitaron el premio de las manos; hubo otra después, en 1998. Por otra parte, no me olvidé de Pérez Esquivel, quien por cierto quizá sea el mejor Nobel latinoamericano de la Paz, no en vano se enfrentó a una dictadura, como Rigoberta Menchú también. Pero del resto, Saavedra Lamas ya te dije la opinión que me merece, García Robles fue una solución medio de compromiso –porque el hombre no tenía la estatura que requiere ese premio–, y a Oscar Arias es mejor olvidarlo. Por lo demás, y en líneas generales, completamente de acuerdo, aunque lo del «¡Que inventen ellos!» no hay que tomárselo al pie de la letra, y al menos debe leerse en el contexto en que lo escribió Unamuno; pero sea, no nos vamos a pelear por ello: el daño quedó hecho».

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*   Imposible encontrar en internet un enlace con el texto, para implementar un hipervínculo, El Universal parece cuidar sus archivos como si fueran el Santo Grial.

 

Weiß/Colonia, 5.3. (2)

Hoy es el corso del carnaval en  Weiß, llama Chico y nos anuncia que va a pasar por acá con Vincent para ir juntos a ponerse roncos pidiendo caramelos a gritos, a los carnavaleros que desfilan olímpicos en sus carrozas. Sólo que Vincent, apenas llega, arma el tablero de ajedrez para jugar conmigo. Tres ignominiosas derrotas lo convencen de que es mejor irse con Oskar, su abuela y su padre, así es que se va con ellos. 36 años de vivir acá, y ni uno solo de ellos he ido a ver el desfile de carnaval, excepto en 1976, el primer año: es decir, eso creo, ni siquiera estoy seguro. Y desde luego que luego, ya, nunca más. Una y no más, Santo Tomás, como decía mi abuela Remedios, que era una sabia.

 

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