Weiß/Colonia, 11.9. (1)
De una organización de derechos humanos me enviaron una circular alertándome sobre el nuevo aniversario del 11S, y era evidente que se referían al de 2001 en Nueva York, y les contesté que mi 11S era el de 1973. Carlos, uno de los amigos chilenos a quienes les pasé copia de este e-mail mío, me escribió lo siguiente: «Si lo dices tal cual en Chile te calificarían de «autoflagelante». Este mote nació al comienzo del periodo de Ricardo Lagos, y nació en el Partido Socialista para reemplazar el de «persecuta» (perseguido). Lagos: No vamos a ser eternamente unos perseguidos, hay que olvidar. (Los ministros de Lagos sostuvieron cosas peores). A los «autoflagelantes» se oponen los «autocomplacientes». Todo esto es sólo en la Concertación. Frente a este tema el Pinochetismo toma palco. En otras palabras: recordar el 11S de 1973 es «autoflagelarse», y por extensión cualquier recuerdo de esa época». Y a semejantes dislates sólo puedo responderle: «Como comprenderás, mi estimado Carlos, el hecho de que ustedes mismos se tomen a broma (aunque sea por la vía del humor negro) algo tan serio, no habla precisamente en honor de una conciencia histórica arraigada, pero ese no es problema mío. Y por otra parte yo no niego la importancia histórica del 11S gringo, tan sólo digo que mi 11S es otro». Y añadiré que para mí el hijueputa de Henri Kissinger es como Osama bin Laden, pero santificado por la civilización cristiano occidental. Curioso, ¿no?, tan luego él, que tan poquito tiene de cristiano.
Weiß/Colonia, 11.9. (2)
Bárbara, la hija de mi buena amiga Pepa, y a quien su desalmada madre le ha contagiado la adicción a la badaína, me escribe desde Huelva y me pregunta, a propósito de la entrada del 7.9., segunda hora del día, sobre Mogambo: «¿La censura no hizo incestuosa la relación de Grace Kelly con su marido para evitar el adulterio?» Estoy por responderle que sí cuando caigo en la cuenta de que si me lo pregunta será por algo, y miro de nuevo en este diario, esa entrada, y me encuentro el domingosiete de que le he cargado el mochuelo del incesto a Ava Gardner y Clark Gable. Bueno, esto es algo de mear y no echar gota, para decirlo pronto y que se entienda. ¿Cómo es posible que se me haya ido el santo al cielo hasta el punto de inventarme semejante disparate? Lo único que tal vez me excuse es haberlo escrito pasadas las 2 a.m. tras un día agotador, pero si nos empezamos a escudar en excusas y subterfugios como estos dejaríamos sin trabajo al ínclito Dr. Alzheimer. Sólo me queda ya disculparme con los lectores y agradecerle a Bárbara su sagaz mirada. Y es lo que acabo de hacer.
Weiß/Colonia, 12.9. (1)
Una vez más regreso a la reflexión de Álvaro Mutis, hace años, cuando me confesó que casi no escribía cartas, que no podría mantener jamás el ritmo epistolar mío (y no sólo con él), porque eso le quitaría tiempo para su propia obra. «¿Pero quién te dice que “mi obra” no sean mis cartas, Álvaro?», le contesté. Hoy, por ejemplo, acabo de constatar que ya llevo contestados, en varios casos largo y tendido, 47 e-mails. No me arrepiento de uno solo de los minutos invertidos en la tarea. Ayer encontré un tuit precioso que viene al pelo («Mi mamá dice que siempre me la paso en la red. Atte. Una araña»), e inmediatamente lo incorporé a mi canon, feliz de ser arácnido.
Weiß/Colonia, 12.9. (2)
True Crime. Clint contra la pena de muerte, qué crack. Y a continuación un documental sobre Evita, del que no llego a ver sino el final, y otro en el que oigo la siguiente frase: «Los biólogos conocen con el nombre “Efecto Lázaro” el fenómeno de las especies que se creían extinguidas para siempre, pero reaparecen». Perfecto. Piñera y Chávez, chacun a sa façon, serían el “Efecto Lázaro” de la política latinoamericana. ¿O estoy viendo la peli equivocada?
Weiß/Colonia, 13.9., primera hora del día
Hay amigos empeñados en catequizarme para que entre en las redes sociales. Y dan mi nombre y las redes se comportan como el aprendiz de brujo fuera de control: aunque borro sus mensajes sin abrirlos, me los siguen enviando, tozudas. Hace un momento llegó otra vez una invitación a la membresía en una de ellas, a pedido de un amigo, y le escribo a este: «Maestro, usté sabe lo que pienso acerca de las redes sociales. ¿Quiere convencerme acaso por medio del acreditado sistema del tercer grado? Sépalo destinado al fracaso. Cuando trabajé como free lancer para el Servicio Secreto de Andorra, una vez caí en las manos del Vatican Intelligence Service, y me lo aplicaron en forma de audición de encíclicas papales con la voz aflautada de Ratzinger y su insufrible acento bávaro. Sobreviví. Me tuvieron que canjear por tres curas pedófilos mexicanos que mis colegas andorranos secuestraron como represalia. Perdón: retaliación». Estoy curioso por saber cómo reacciona mi amigo. Y cómo el Vaticano, siempre tenebroso en sus venganzas.
Weiß/Colonia, 13.9.
Me escribe Javier pidiéndome un poco de orientación en materia de «novela negra, criminal, de detectives, o como se llame. Como soy un amateur en ese campo ¿igual me podrías decir unos autores que te gusten a ti?» Le respondo ipso fuckto: «Si tu pregunta es por contemporáneos y en ejercicio que a mí me gustan, la lista que te doy es la siguiente: P.D. James por sobre todos; y Ruth Rendell, Sue Grafton y Elizabeth George entre los anglosajones, en este caso, además, cuatro mujeres; y añádele en ese ámbito al chicano Rolando Hinojosa, que escribe sus Krimis en ambos idiomas. Luego, entre los escandinavos, Arnaldur Indriðasson, el islandés, por sobre todos, amén de Kjell Ola Dahl, Anne Holt y Karin Fossum; el griego Petros Markaris y los tanos Marco Vichi y Andrea Camilleri (éste pese a su admiración por Vázquez Montalbán, pero nadie es perfecto). Hay también una francesa, Fred Vargas, que dicen que es muy buena, pero sólo leí hasta ahora su primera novela y me pareció demasiado «construida», lo que en estos casos resulta artificial. De los autores en lengua española no he leído a la García Barlett, que me dicen que es buena; y particularmente me gustan mucho la tetralogía del cubano Leonardo Padura y la serie de la juez Mariana de Marco, de J.M. Guelbenzu (no confundir con José María Guelbenzu, de quien J.M. es un heterónimo). Y entre los argentinos hay alguna novela buena de a deveras como por ejemplo Ni el tiro del final de José Pablo Feinmann. Last but not least: al celebrado Paco Ignacio Taibo II no le des ni cinco de bolilla, es mucho ruido y demasiadas bellotas».
Weiß/Colonia, 14.9. (1)
Voy con la bici a la farmacia para que me sellen la receta de CoDiovan, que por fin llegó, pero no porque me la trajera el cartero ninguna de las dos veces que me la enviaron, sino una de las chicas de la consulta, que vive cerca y me la dejó anoche en el buzón. Y luego fui a comprar un par de pancitos a Pistono, la mejor panadería en varias millas a la redonda, con un horno propio, nada de productos industriales. Me valió para despedirme del Rhin desde el parapeto del dique al final del pueblo. Mi río querido, ya no te veré hasta el martes. Cuídate mucho, ¿sí?
Weiß/Colonia, 14.9. (2)
Decidí no acudir al entierro de Irureta. No conozco a nadie de su familia y es harto seguro que en el cementerio se habrán dado cita todos sus viejos compañeros de trabajo, entre ellos un par de personajes como de Murnau y a los que no quiero volver a ver ni en pesadillas. Diny tiene razón cuando arguye que dar el pésame a la familia es una cosa, y ver a esos espantapájaros, otra; pero lo malo es que tendría que ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto. Pello me entenderá y disculpará, dondequiera que esté, seguro que en el cielo, porque los vascos aseguran que los ángeles hablan en euskera. Y mañana, a la provincia, hasta el lunes al final de la tarde.
Aeropuerto de Colonia, 15.9.
Carlitos entendió mal la hora de salida de nuestro avión y pasó a recogernos a las 7.30 a.m., una hora antes de lo que le pedí, y cuando llegó yo todavía ni siquiera me había duchado, porque mi cálculo del tiempo es tan exacto como suele serlo el de un astrónomo y mi unidad de medida el segundo–luz. Al final salimos de casa a las 8.25, cinco minutos antes de lo que había previsto. En el aeropuerto pasamos sin problemas las esclusas de seguridad pero llegando a la conclusión de que se acerca el día en que tendremos que presentarnos allí desnudos, y vestirnos luego en la sala de espera. Después, ya a bordo del avión, y tras haber carreteado en busca de la pista de despegue, el comandante nos avisa que si miramos por las ventanillas de la derecha podemos contemplar el avión oficial del Gobierno federal, asimismo aprestándose a despegar; y añade que como ese avión tiene una prioridad absoluta, quizás saldremos con algunos minutos de retraso, por lo cual se excusa. Pero diez minutos más tarde escuchamos de nuevo su voz por los altoparlantes: «Parece ser que la señora Merkel llegará retrasada, así es que vamos a “decolar” antes que ella». Sólo nos reímos los pasajeros que nos damos cuenta de que es una broma.
Berlín, 15.9.
Con mi aterrizaje en Schönefeld me convierto en uno de los pocos visitantes de Berlín que han desfilado por sus cuatro aeropuertos: Tempelhof (en los tiempos heroicos, tomando tierra en el centro de la ciudad), Tegel (el que más he frecuentado), Gatow (el aeródromo militar inglés, del que despegamos un día de niebla impenetrable en Tegel; nos llevaron hasta allí escoltados con jeeps británicos porque el camino más directo era siguiendo la Potsdamer Chaussee, con el muro directamente a la derecha de la calzada); y ahora Schönefeld, el antiguo aeropuerto de la RDA, que Diny sí conoce, dos veces ya, de cuando sus viajes de solidaridad a la Nicaragua sandinista. Acá todavía se reconoce, casi en el aire que se respira, que estamos en aquello que los berlineses viejos, como Dieter, llaman “la Zona” [de ocupación soviética]. No es un mero prejuicio, es algo perceptible, palpable, olfateable, al menos por quienes la conocimos.
Dieter salió a recogernos en la parada Heidelberger Platz del tren elevado, nos lleva al apto. que hemos alquilado, y después de unos tragos de bienvenida quedamos citados para cenar en el chino de su esquina. Diny y yo nos vamos al centro, y en el camino, que hacemos en el piso de arriba de los autobuses, como siempre que estamos en Berlín, descubro una brasería en cuyo rótulo reza: JOE BEAU LAIS. Me digo que qué raro hasta que caigo en la cuenta de que es un cambalache con la palabra francesa Beaujolais. Y me acuerdo –¡una vez más!– de una noche en París, cenando con María Cristina, Fernando y una joven pareja de alemán/brasileña, cuando al encargar el vino MC dijo que lo que correspondía era un Beaujolais primeur, a lo cual Fernando le replicó en voz lo bastante alta como para que se oyera en todo el local: «Pero bueno, ¿tú no sabes que Francia exporta a los Estados Unidos muchos más hectólitros de Beaujolais primeur que el total del que se cosecha en todo el país?, ¿cuál es el que quieres encargar aquí ahora?»
En la gigantesca KaDeWe, uno de los mayores grandes almacenes del mundo, busco en vano, en la sección de vinos, un Misiones de Rengo, Carménère 2004, un vino chileno que me obsede. No lo tienen, ni tampoco un St.Joder, suizo: quería llevárselo mañana a mi deuda estherna, que nos tiene invitados a cenar. El St.Joder es bueno, pero además siempre lo regalo para que guarden la etiqueta: que eso de que un santo se llame Joder, no es poco mérito. Ahí mismo, en la KaDeWe [=Kaufhaus des Westens, o sea, Grandes Almacenes del Oeste], repaso el prospecto con la lista ordenada alfabéticamente de su amplísima oferta, y descubro esta sección: «Todo para el Artista». ¿Si será que en la KaDeWe incluso venden talento?
Estamos alojados en un piso de dos habitaciones y baño, en el complejo habitacional donde vive Dieter, y a la noche, con whisky yo y vino blanco Diny, vemos en la tele un programa dedicado a Jurij Koch, un autor de Lusacia, que escribe en su idioma, el sorbio, y se traduce él mismo al alemán. Poca gente sabe que en Alemania hay toda una región con otro idioma, e incluso pocos alemanes están enterados de la existencia de esa lengua. Me interesa mucho este Koch, anoto el nombre para buscar algún libro suyo en la biblioteca de Rodenkirchen, al volver a Colonia.
Berlín, 16.9.
Tras el desayuno vamos con el Metro derechos a La Muela Picada (como los berlineses llaman a la ruina de la iglesia votiva del káiser Guillermo) y allí nos montamos al bus de dos pisos de la línea 100, que es la mejor manera y más barata de hacer un recorrido por el centro de la ciudad. Después, con uno de los viejos tranvías reciclados, desde la torre de TV de la Alexanderplatz a la Rosenthaler Straße, adonde siempre peregrinamos en Berlín; al pequeño museo en que han convertido el taller de Erich Weidt, quien salvó muchas vidas de judíos y otros perseguidos por los nazis, escondiéndolos en una habitación ciega y camuflada, al final del taller. Conozco el lugar casi desde que fue descubierto por unos estudiantes de Historia, a poco de caer el muro. La primera vez que lo visitamos aún no estaba habilitado, recién empezaban a acondicionarlo y faltaba toda la estructura museal. Había sólo un estudiante, clasificando material. Le expliqué que era periodista y le pedí, por favor, que nos encerrase a Diny y a mí, en la habitación ciega. Se avino a ello, y no pasamos dentro más de cinco minutos, pero deben contarse entre los más claustrofóbicos que hemos vivido nunca. Y eso sin la Gestapo al otro lado del falso armario.
En el mismo # 39 de la Rosenthaler Straße, a la entrada, han inaugurado un nuevo pequeño museo, dedicado a los Héroes Silenciosos. Los alemanes que con riesgo de sus propias vidas, y en algunos casos pagando con ellas, salvaron o intentaron salvar a perseguidos por la Gestapo y el resto de la jauría nazi. Son dos espacios casi desnudos, pero lo poco que se expone, y cómo se expone, ya basta. Y basta escuchar una sola de las historias en los audífonos incorporados a cada columna biográfica de la exposición, para sentirse humano, demasiado humano, tanto para el bien como para el mal. Cosa bien jodida. Al salir, en la pared y exactamente frente a la puerta, leo un graffiti en español: «Este verano te mato». Quod erat demonstrandum.
Del centro viajamos con el elevado hasta Wannsee, para mi segunda peregrinación habitual en Berlín: la tumba de von Kleist, en el lugar exacto donde se suicidó junto con Henriette Vogel, a la orilla del lago pequeño de ese nombre. Tenemos que regresar con las manos vacías. Están remodelando el sitio, de cara al segundo centenario de su muerte, el 21.11. Me temo lo peor: el lugar era bello y se conservaba tal cual. A saber en qué carajo consistirá esa “remodelación”.
Cena en casa de Esther. Reencuentro con ella, Ana Laura Raquel y Hannes. Pero también con Charo y Luis Fayad, tan queridos, y su hijo Diego (a quien no hemos vuelto a ver desde que era un crío); y con Luis Tovar, recién llegado de México, y que vino acompañado por una pareja de cineastas italianos. Once personas, siete nacionalidades: se diría la alineación de un equipo de fútbol de estos tiempos en la vieja Europa. La conversación es de lo más vivo, pero me temo que acaparé demasiado show. De todos modos, cuando se inicia la desbandada, Aelerre no quiere que nos vayamos, nos vemos demasiado poco. Tenemos que prometer volver pasado mañana. Me llevo un libro editado por la UNAM cuando le concedieron el premio Príncipe de Asturias, y que me ha traido de regalo Luis Tovar. Y también otro que me regala Esther, un libro bilingüe sobre las relaciones entre la Staatsoper de Berlín y el Teatro Colón de Buenos Aires. Coautora del libro: Cecilia Scalisi, de quien conservo en mi biblioteca su poemario Celeste aquí, con estas palabras autógrafas: «Será porque nací en otoño que me está vedada la virtud de [la] expresión. Simplemente “dedicado” a este señor que quiero tanto. Para Ricardo con un beso de Cecilia S. / Köln, 25.6.99». Pero desde que se fue de la Deutsche Welle, a fines de aquel año, nunca se ha dignado responder ni uno solo de los e-mails que le he escrito. Misterio.
Berlín, 17.9.
Desayunamos en el apto. y salimos rumbo al centro, Diny quiere fisgonear en el mercado de arte de la Unter der Linden, cerca de la isla de los museos. Termina comprándose unos pendientes, y el vendedor la reconoce de su viaje anterior, donde también le compró alguna cosa, de manera que le hace un descuento. Yo sólo compro una postal de Berlín con una cápsula que incluye una esquirla del muro. Y cuando intentamos entrar a la cafetería del Museo Histórico Municipal, los camareros están haciendo pausa de mediodía. Lo dicho: aún es “la Zona”. Así es que nos vamos en el bus 100 rumbo al centro del ex Berlín West y la Fasanen Straße, para almorzar en la LiteraturHaus; sólo que tiene que ser adentro, no hay mesas libres en el jardín, allí donde comimos el 19.6.2007 con Daniela y Héctor. Entonces, como hoy, pedí un gintonic de aperitivo, y Héctor se añadió: «¡Qué buen trago es éste!», dijo después del primer sorbo. Las mismas palabras que un año después, el 3.7.2008 en el restaurante del Botánico de Medellín, cuando yo pedí uno y él volvió a sumarse a la lista. ¿Sí será que sólo se acuerda de lo buen trago que es cuando lo pide otro? No creo que sea tan desmemoriado.
Larga siesta, y a las 7 p.m. comienza la fiesta del 70° cumpleaños de Dieter. 35 invitados entre familia y amigos, de los que doce hemos venido desde Hamburgo, Darmstadt, Bonn, Múnich y Colonia. El buffet lo ha preparado la propia Nathi, es comida tailandesa auténtica, sin trampa ni cartón. Dieter dice sus palabras, muy medidas, pero harto evocadoras cuando presenta a tres de los amigos presentes con quienes se conoce desde hace cincuenta años, y aún más. Alex modera después el turno de intervenciones: Edith (la hermana mayor de Dieter y que, según la gráfica definición de Diny, sólo sonríe en el sótano), Manfred, Ralf, Gerd, Matthias (yerno de Dieter), el otro Gerd con Daggi, y hasta yo debo contribuir a la tanda de discursos. Le recuerdo nuestro primer regalo de cumpleaños: el 15.9.76 fuimos él y Karin (entonces aún pareja), y Diny y yo, a la Beethoven Halle de Bonn, para asistir a un concierto de la orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Ese fue el regalo que le hicimos. Lo que nos sorprendió al llegar, fue la cantidad de espectadores de etiqueta y espectadoras de gran gala, así como una densa presencia de policía. Ya en la sala, de repente se corrió una voz y todo el mundo volvió la cabeza hacia el anfiteatro, en el momento que aparecían allí la princesa Beatriz de los Países Bajos y su marido (de visita oficial en Bonn), con el presidente federal y su esposa. Hubo un aplauso reservado, cortés, y cuando ellos se sentaron todos devolvimos la vista al escenario donde al aparecer Bernhard Haitink el público se puso en pie como un solo hombre y aplaudió enardecido. A mí me pareció una lección de la sociedad civil a “los de arriba”. Sólo que Haitink se limitó a inclinarse, encaró la orquesta y alzó los brazos, así es que nos tuvimos que sentar sin apelación… para volvernos a levantar sin solución de continuidad, porque cuando Haitink bajó los brazos, lo que sonó fue el himno nacional alemán: «Y en verdad en verdad os digo que escucharlo interpretado por la orquesta del Concertgebouw es algo que pone la carne de gallina. Para Dieter debió de ser como para el futbolista debutante en la selección nacional, la primera vez que lo oye, alineado frente a la tribuna en un estadio lleno. Estoy seguro, Dieter», terminé diciendo, «que aquella ha sido la única vez en tu vida en que ese himno te ha tocado una fibra muy, muy escondida de tu alma».
Berlín, 18.9.
Nos invitó Dieter a un desayuno opíparo, a las cinco parejas que vinimos de lejos a su fiesta. Como no tengo hambre, me limito a un cruasán, una rodaja de piña y un par de tazas de café. Diny, en cambio, come con un apetito envidiable. Y todos los demás. Está lloviendo, con lo que me gustaría estar sentado en la terraza, debajo del letrero auténtico de la Sredzkistraße, la calle donde nació Dieter. Un letrero que Matthias y Alex desatornillaron cierta noche del 2001, del poste de una esquina del barrio proletario que vio la niñez de Dieter, para podérselo regalar en su 60° cumpleaños. La fiesta fue aquella vez en la comuna de Alex, que cumple años el mismo día que su padre. Era la noche del 15.9.2001 y la música estaba a toda pastilla, es más, el gran espectáculo de la fiesta fue una danza del vientre, también con los altoparlantes a tope, así es que estando tan reciente el atentado a las Twin Towers yo me pasé la noche convencido de que en cualquier momento llegaría la policía para detenernos por simpatizantes con el terrorismo.
Tras la siesta vamos a casa de Esher a tomar café. Está también Luis Tovar y ¡oh sorpresa! está Margrit, mi gentil anfitriona una larga decena de años durante la feria del libro de Fráncfort. Y cuando Luis se marcha a correr durante una hora (entrenándose para la maratón de Berlín del próximo domingo) y las mujeres se meten a la cocina para preparar una cena, le pido permiso a Esther para revisar mi correo en su compu e ir borrando toda la basura que pueda de lo que se haya acumulado en estos cuatro días.
Es ya de sobremesa cuando hablo del poema de Christian Morgenstern “Proposición de nuevas formas a la Naturaleza” y de que tengo que encontrar los dibujos que hizo Helen Escobedo para ilustrar algunas de las creaciones que hube de inventar en castellano al trasvasar a nuestro idioma las del alemán: por ejemplo la mariprosa, el eMefante, la sardina mensajera… «Pienso», le digo a Luis, «que podría ser algo lindo para La Jornada Semanal, una obra gráfica inédita de Helen, con ese poema». Luis está de acuerdo y Esther pregunta si recordamos cuándo murió Helen. Cada cual aventura sus plazos y yo decido buscar la fecha exacta en mi estafeta, porque conservé el mail que me envió su viudo y me llegó al día siguiente de su muerte, ese mail redactado por ella misma y donde se despedía de sus amigos, en español y en inglés. Acudo al cuarto de trabajo de Esther, abro mi correo, busco ese mail, lo encuentro: «A todos mis amigos y conocidos les informo que ayer comencé mi viaje sin equipaje, es maravilloso viajar ligero. Me hubiera gustado terminar personalmente mis proyectos pendientes. Agradezco su amistad y cariño. Helen». Me impresiona de nuevo como el día que lo recibí. El día que lo recibí… Miro el cabezal del mail y se me eriza la piel: 18.9.2010. Hoy hace exactamente un año. Imprimo el mail y lo llevo a la sala y creo que todos sentimos lo mismo, el aleteo de un pájaro invisible.
Berlín, 19.9.
Berlín aplasta, es una plasta. Decidí que ya tenía más que suficiente de Berlín y me quedé en el apto. que alquilamos para estos cinco días. Estamos citados con Dieter y Nathi para invitarlos a almorzar, a la 1.30 p.m. (del restaurante, Dieter nos llevará ya derechos al aeropuerto), y Diny decidió salir a pasear por el centro. Yo me quedé remoloneando en la cama, semidormido, a pesar del café del desayuno. Y toda la puta mañana estuvo machacando mi soñarrera el martillo pilón de una construcción cercana que golpea y golpea a intervalos regulares de un modo que repercute en las paredes del edificio y el interior de mi cabeza; sintomáticamente se calla con la vuelta de Diny, pero eso también significa que ya es mediodía y que Dieter estará al llegar. Como un reloj.
Almorzamos en Steglitz, el barrio donde vive Dieter, en una plaza tranquila y en un lugar que han elegido él y Nathi, clientes habituales. Es una steakería, mezcla de pizzería y parrillada. La carne es buena, mi pescado delicioso, el vino en orden, y estamos en la terraza, sin sol (bajo los árboles) pero sin frío. Una despedida perfecta. Luego, Dieter nos acerca a Schönefeld y sólo se baja del auto para darnos un abrazo y salir rajando inmediatamente de vuelta a la civilización, desde “la Zona”. Y en el aeropuerto nos toca ir al mostrador de Germanwings en la Terminal D pero la sala de espera es la A 11. Dieter tiene razón: seguirá siendo “la Zona” por mucho tiempo; no se sacuden de encima, tan fácilmente, cuarentitantos años de socialismo real.
Durante la larga hora de espera, y después el vuelo, prosigo la lectura (=tortura) del libraco de Carlos Fuentes que debo reseñar para Revista de Libros. Por todos los dioses aztecas y toltecas, qué pena de bosque talado para imprimirlo. Y al cabo de 55 minutos de sobrevolar Alemania, y después de que con el auto de Carlitos salimos del aeropuerto de Colonia, en diez minutos llegamos al puente de Rodenkirchen, lo cruzamos y hemos regresado a la orilla buena, estamos en casa. De regreso de la provincia. De “la Zona”. De Siberia, que ya empieza en la otra orilla.
Weiß/Colonia, 19.9.
Me cago en la remilputa madre que la remilparió. Volví de Berlín para encontrarme con la desagradable sorpresa de que al reconectar la comPUTAdora a la red parece que se fundió algo en ella, porque funciona el monitor pero ella no. Inmediatamente llamo a Jorge Luis, y mañana a mediodía vendrá a reparármela este buen amigo cubano (yo diría que más bien samaritano), pero al menos hasta mañana por la tarde no podré reanudar una actividad virtual normal. Así es que escribo en la portátil de Diny, lo que para mí es un martirio porque está programada de modo distinto a mi comPUTA, y su teclado y el mío no tienen nada que ver, de modo y manera que cada operación me cuesta un vencimiento digital y visual. Me cago en la remilputa madre que la remilparió, también a ella.
Weiß/Colonia, 20.9. (1)
La signora Giuseppina ha regresado de sus vacaciones, y los espaguettis con marisco de nuestros martes en La Modicana vuelven a ser lo que siempre fueron. ¡Aleluya!
Weiß/Colonia, 20.9. (2)
Un corresponsal de los que recibieron ayer mi circular explicando el desastre con mi compu, me manda este mail: «Una pregunta inocente, señor Bada: ¿Cuántos años tiene su compu? Sólo por curiosidad. Un saludo y suerte con el «arreglo»». Hoy puedo contestarle: «Amigo Ospina, los freaks cubanos en materia de compus son los mejores del mundo: por evidentes razones de carencias que deben sustituir con grandes dosis de creatividad, se ven obligados a improvisar compus con llantas de automóviles y válvulas de viejos aparatos de radio, que suelen funcionar mejor que las IBM último modelo, desechables a los dos años. La mía, creada ex profeso para mí en el 2002 por un freak egipcio, y mantenida en marcha por uno cubano, sólo me ha fallado alguna vez como esta, por un cable mal enchufado. Y según mi freak le quedan aún al menos tres años de vida útil. Así es que mi consejo resulta obvio: para cualquier clase de problemas con su compu, trate de encontrar un freak cubano, y si no, egipcio. ¡Muera el consumismo!»
Weiß/Colonia, 21.9. (1)
Diny, la enamorada de Henri, regresa por la noche de la casa de Montserrat, donde ha estado cuidándolo desde las 2 p.m., y me cuenta : Andaba atareada en el guardarropa cuando allá se le apareció Henri con una naranja en una mano y un cuchillo en la otra (menos mal que los dioses velan por los inocentes, ¡¿pero quién deja cuchillos a su alcance, carajo?!), de modo que fueron a la cocina y Diny agarró la naranja y empuñó el cuchillo como para pelarla, a lo que Henri gritó algo así como «¡¡Rrruuuuummmm sssshhhhh fffffzzzz rrruuuuummmm sssshhhhh fffffzzzz!!», que Diny, inmediatamente, supo interpretar (el día menos pensado me la contratan en la Unión Europea): Henri quería que se la exprimiese para hacerle un vaso de jugo. Qué crío divino…
Weiß/Colonia, 21.9. (2)
Me escribió Julieta que aún no entiende porque no tengo Twitter o Facebook y le contesto que Scarfacebook ni lo miro, y en Twitter sólo entro para ordeñar la vaca; que si no estoy en ninguna red social, es porque soy mi propia araña, y añado: «Por cierto, “Si aún no entiendes por qué no estoy en ninguna red, es porque todavía no sabes que soy mi propia araña (Ricardo Bada)”, este es un buen tuit, te lo regalo. Avísame si lo usas, para si no regalárselo a otro twittero».
Weiß/Colonia, 22.9., primera hora del día (1)
Es tarde en la noche cuando Willy llama a Diny para contarle que él y los dos traductores al neerlandés de la poesía completa de Borges han pasado casi una hora con Máxima, la argentina casada con el heredero del trono, y a quien fueron a entregarle un ejemplar del mamotreto (son 1.247 páginas, en edición bilingüe). Willy ha dirigido como editor la empresa y creo que ha sido una de sus mejores prestaciones: la he acompañado de cerca porque he tenido los volúmenes de la poesía completa de JLB a la mano durante meses, para evacuar las consultas que Willy me ha hecho, y en algunos casos logré evitar despistes de bulto. Mientras habla con Diny nos envía una foto donde posan los cuatro en el palacio de Eikenhorst [sólo que la prensa publica hoy una en la que nada más se ve a la compatriota de Borges, con el libro en sus manos. Aún hay clases].
Weiß/Colonia, 22.9. primera hora del día (2)
Volví a ver La vuelta al mundo de la señorita Stinnes, el apasionante relato fílmico de ese viaje en un auto Adler Standard 6 especialmente construido para ella, Clärenore Stinnes, una joven de 26 años, acompañada tan sólo por un camarógrafo sueco, y dos mecánicos alemanes en un camión pequeño con el bastimento de la expedición. Fueron las primeras personas que dieron la vuelta al mundo en auto, entre 1927 y 1929, y lo fascinante de esta peli es el ensamblaje con el material auténtico filmado por Carl-Axel Söderström durante los casi 47.000 km y 25 meses que duró la odisea, atravesando los Balcanes, la Siberia de Stalin, el desierto de Gobi, los Andes, la Pampa, América del Norte desde Vancouver a Nueva York… A ver si el sábado la compro en Saturn; aunque sé que se puede “bajar” gratis en pantalla, siempre prefiero el DVD y la otra pantalla, la del televisor. La única peli que he visto en esta es, curiosamente, La virgen de los sicarios, porque me regalaron una versión incompatible con DVD-Players.
Weiß/Colonia, 22.9.
Oskar en casa. La abuela le prepara su buen filete con papas fritas, y a él le pido permiso para comer una o dos. Me autoriza. Le digo que se las pido porque la abuela no me las fríe nunca. La abuela arguye que no son buenas para mi salud. «¿Y sí para la de Oskar?» Al final le arranco la promesa de que podré volver a comerlas de vez en cuando. Y por la tarde, cuando se va a sus sesiones de gimnasia, estoy como siempre junto a la ventana, para despedirla desde ella cuando llegue a la calle y se dé vuelta, y Oskar se pone a mi lado, porque conoce el rito, para también despedirla. «¿Sabes qué es la muerte, Oskar?» Me mira algo desconcertado. «La muerte es cuando tu abuela llegue a la calle, se dé vuelta hacia esta ventana, y no estoy para despedirla. O al revés, cuando soy yo el que llegue allí, y me doy vuelta y ella no está». Creo que lo ha entendido.
Weiß/Colonia, 23.9., primera hora del día
La nana. Sé que posiblemente no habrá muchas personas que compartan mi opinión, pero esta es una de las mejores pelis de terror que se filmaron en los últimos años. Aquí el zombi va, como la procesión, por dentro del personaje. Cómo se deshace de Lima, la gatita, por ejemplo, es algo que pone los pelos de punta, aunque sepamos que del otro lado de la tapia habrá una manta de bomberos para recoger a Lima en su caída. El final, si bien hermoso, no le hace justicia al resto de la peli, le falta mordiente. De todas maneras, pensar que La nana no compitió al Oscar a la mejor peli extranjera por culpa del sobrevalorado flatus vocis de Miguel Littín, es algo que me sigue sublevando todavía. Antes de La nana, en el Canal 3sat, Prénom Carmen. ¡Ay dios… quitando À bout de souffle (guión de Truffaut, por cierto), qué mal envejece el cine de Godard! De esta peli, para mí, sólo se salva el espectacular monte de Venus de Maruschka Detmers. Exagero, claro, pero al cabo de 10’ estás harto de la peli. A mí con Godard me pasa lo mismo que con Proust, que mi disco duro no es compatible con los suyos.
Weiß/Colonia, 23.9. (1)
Desayuno leyendo el diario y teniendo como música de fondo algunas improvisaciones al piano del tico Manuel Obregón; no siempre ha de ser Keith Jarrett, y Obregón, además, toca de lo más lindo. Después, como es el cumpleaños del Fantasmita, llamo a Carlitos para asegurarme de que no se olvidó de su regalo. Se lo compró, menos mal. Una botella de vino achampañado de jugo de abedul, una Delikatesse sueca. Siempre ha habido ricos y pobres, pero ojalá Carlitos no haya tenido que pignorar alguno de los cuadros o grabados de su ya inabarcable colección, para darse el lujo de hacer ese regalo. Champán de abedul… Poesía en estado puro, al menos al nombrarlo.
Weiß/Colonia, 23.9. (2)
Salgo con la bici, por el bosque, para llevar al supermercado una tonelada de botellas retornables y hacer unas compras. Hoy es el primer día del otoño, según el calendario, y se lo siente llegar al bosque, aunque no haya empezado todavía la caída de las hojas. Los colores, los juegos de luz, el aire, sí, son ya los del otoño, sólo que el sol se apaga más lentamente esta vez. [Ay el idioma… El idioma es tremendo. Al releer esta entrada antes de archivarla me quedo pensando y penando delante de la frase «y se lo siente llegar al bosque». ¿Es eso lo que quise escribir, o quise escribir «y se lo siente al llegar al bosque» y pergeñé una frase distinta porque me “comí” un “al”?, ¿ah? Pero si ni quisiera yo mismo puedo responder a esa pregunta, hágalo pues el subconsciente].
Weiß/Colonia, 24.9., primera hora de la noche
Este es el momento del día en que más o menos borracho según la cantidad de whisky y el cada vez más acentuado desgaste del cuerpo, una vez apagado el televisor y a solas conmigo y con mi pantalla, encaro el último trago del día y me digo que ojalá mañana no despierte. Lo malo es que ese mañana ya es hoy. Tendré que adelantar la ceremonia a un poco antes de la medianoche.
Weiß/Colonia, 24.9. (1)
Juan Carlos me manda como cosa chistosa un archivo que rueda hace tiempo por la red, con las respuestas de las candidatas a Miss Perú en diálogos de este jaez: «– ¿Qué opina usted del tsunami? – Es muy bueno, pero a mí me gusta más el tiramisú». Le contesto a JC ipso fuckto: «A mí esas pobres chicas lo que me dan es mucha pena, Juan Carlos, y por encima de esa pena está la bronca hacia mis «colegas» que les hacen tales preguntas con la peor intención del mundo. A mí me gustaría un día agarrarlos a todos y tenerlos con la cámara transmitiendo delante y hacerles una media docena de preguntas, sólo una media docena, que los iban a dejar sin más ganas de poner en ridículo a las pobres muchachas. Cabrones de mierda, analfabetos ellos mismos, que creen que Leonardo DiCaprio pintó la Gioconda, como los desenmascaró un día Luis H. Aristizábal. Perdona el exabrupto, pero me sulfuro cada vez que suceden estas cosas». (Menos mal que todavía sé indignarme, don Miguel).
Weiß/Colonia, 24.9. (2)
Al levantarme de la siesta encuentro un escueto mail de Leo comunicándome que ayer murió José Miguel Varas. Fue un amigo generoso y leal, y el primero y el único en publicarme en Chile, en aquella quijotesca aventura de la revista Rocinante. Tengo una docena larga de libros suyos, leídos todos, todos subrayados, muchos de ellos con dedicatorias inmerecidas pero que siempre agradecí y que me estimularon a llegar a merecerlas. De uno de ellos, Las pantuflas de Stalin, dejé dicho y publicado que debiera ser de lectura obligatoria en todas las escuelas de periodismo del mundo, junto con Hiroshima de John Hersey y El emperador de Ryszard Kapuściński. Cada uno de sus mails era un mensaje de sabiduría y fraternidad, que me hicieron mucho bien. Aunque nunca nos llegamos a ver, me va a faltar. Descanse en paz el hermano lejano.
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