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Mientras tantoDe milagros y patitos (Glyndebourne)

De milagros y patitos (Glyndebourne)


 

Una vez me dijeron que un teatro es como un barco: igual de peligroso, igual de comprometido y, por lo tanto, necesitado de una jerarquía (más o menos) igual de rígida, para que nadie se haga daño y todo salga como debe: Regiduría, iluminación, maquinaria, dirección artística, dirección de escena, dirección técnica, utilería. Dramaturgia. Luego veo pasar al público por los nombres y cargos del programa de mano de una ópera y los veo confusos, con un dedo hincado detrás de la oreja rascándose la pregunta: un barco, quizás, pero ¿se hundiría realmente si faltase alguno de estos cargos? Por Dios, ¿qué hace cada cual aquí?

 

Es obvio que las dimensiones son las dimensiones, y que no por superfluos –más bien al contrario: nunca lo son– hay muchos de todos estos puestos de los que se prescinde con demasiada frecuencia: director de movimiento, o coreógrafo; ayudante de dirección (¡de la casa!)… o dramaturgo.

 

Hay muchos templos, muchos ejércitos repartidos por el globo, pero uno de los que mejor fama tienen es el festival de Glyndebourne, que se celebra en Sussex, en una señora casa de 600 años. Mariame Clément acaba de reponer allí su Don Pasquale, como colofón a su ajetreada temporada: «Un sueño. Todo el mundo es amable, competente y eficaz». Y británico hasta el tuétano. Pero lo primero es lo primero: óperas. Ahora vamos con las pajaritas, picnics y climas amenazantes.

 

Este año, Glyndebourne ha colgado en internet, gratis hasta el 31 de agosto, funciones de todas las óperas de esta temporada, y que pueden verse aquí. Está el Don Pasquale de Clément; un Ariadne auf Naxos, de Strauss, que nadie debería saltarse; Billy Budd, otro operón marinero de Benjamin Britten; Falstaff, piedra de toque de Verdi; las Bodas de Figaro en toda su inmensidad; y, en un acto de osadía con pocos precedentes, Hippolyte et Aricie, barroco de Rameau donde los haya, metido en una nevera (literalmente).

 

Todas las producciones de Glyndebourne tienen varias cosas en común: la primera un señor, que se llama David Pickard, y que aparece muy sonriente y con un acento británico, supongo, marcadísimo, enfundado en su esmoquin y celebrando con todos los espectadores el espléndido espectáculo que estamos a punto de presenciar. Estos vídeos introductorios están recubiertos de planos generales de lugares de ensueño: estanques con patitos y salas de ensayo enormes de ladrillo visto; tradicionales tentempiés antes de meterse un bocado de Donizetti entre pecho y espalda y la afirmación, también, de que los equipos creativos tienen todo el tiempo y recursos del mundo para fraguar su idea. Todo en Glyndebourne es el idilio: desde los praos hasta su propio ejército. En el cual hay un teniente coronel, por supuesto, que le pone la salsa a todo este despliegue: el dramaturgo.

 

Dicho a secas, e imbuidos por el espíritu de la campiña, es de suponer que el dramaturgo de Glyndebourne es un señor mayor, con barba blanca espesa, huraño y muy fumador. Envuelto en tweed y siempre con fardos de papeles amarillentos bajo el brazo. Pero no.

 

El teniente coronel es una mujer y se llama Cori Ellison. ¿Qué hace? Ordenar, vertebrar, estructurar, darle una pátina a todo lo que uno puede ver en Glyndebourne a lo largo de la temporada. Lograr el más difícil todavía: meter 400 años de música y propuestas de su padre y de su madre bajo un solo paraguas.

 

Ellison escribió sobre este asunto en The Guardian el otro día, en una pieza titulada La notable alquimia de la ópera, donde desvela parte de sus cometidos y la siempre complicada relación con los libretos. Escribe: «Durante los últimos cuatro siglos, las cosas han cambiado tanto que un reciente benefactor declaró en cierta ocasión: “¿A quién le importa quién escribió el libreto? A mí me importa quién escribió el cheque”».

 

Razón no le falta. Igual que (alg)una ópera en versión concierto puede tener consecuencias catastróficas, calculo que (alg)uno de los libretos que copan los teatros, leído, puede convertirse en una tortura china. Pero Ellison no obvia algo esencial: gracias a textos como el de Don Pasquale («Que no ganaría un Nobel») la cabeza del compositor puede dispararse. Y, con sus ideas, las del director de escena, y las de los cantantes, y las del director musical. Y con eso empieza a rodar todo el engranaje, todo ese ejército opaco, multitudinario y vital que desemboca en milagros como el de Glyndebourne.

 

Mientras sostenía una partitura, la de Death in Venice, entre las manos, alguien me dijo el otro día: «Me fascina que alguien pueda pensar así». Pasaba los dedos por los pentagramas amontonados, pulcros, sobre las palabras escritas con tiento. «El problema», respondí, «es que nadie piensa así». La cuestión, pues, no es desvelar el organigrama: el patito, el picnic, la pajarita, el Donizetti. La cuestión es dónde, cómo y cuándo se disparó la chispa que lo puso todo a rodar. Y ese sitio, ese general, está en otro lugar. ¿Dónde? He ahí el misterio. Y, por ello, el milagro.

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