Recibí un mensaje a las 7:38. «¡Felicidades, tocayo!», fueron las palabras de un antiguo compañero, con quien llevaba años sin hablar. Comprobé que, efectivamente, era mi santo, y entonces contesté: «Igualmente». Segundos después, el teléfono volvió a vibrar: «¡Un abrazo!». Ante lo que, empujado por su efusividad, respondí: «¡Otro!», y brindé con el móvil.
Hay personas que hacen estas cosas: revisan su agenda en busca de tocayos y, salvo enemistad manifiesta —imagino—, los felicitan. ¿Qué mueve a alguien a actuar de este modo? ¿Lo hacen por los demás? ¿Lo hacen por ellos? ¿Lo hacen por ambos? No lo sé. ¿Podría considerarse una conducta socialmente habilidosa, o todo lo contrario? ¿Lo hacen porque les apetece utilizar el término «onomástica»? Tampoco lo sé. Lo único que tengo claro es que afrontan las relaciones sociales desde la estrategia, no desde la naturalidad.
Supongo que se esfuerzan por mantener vínculos por si les son de utilidad en un futuro. Pero no lo tengo claro, por eso no le contesté indicándole que lo único que puedo proporcionar yo es mala suerte. Y tampoco le dije que me parece ridículo felicitar a la gente a lo loco, sobre todo porque pensé que no había mala intención por su parte y que más ridícula podría ser mi hurañía.
¿Son mejores personas las que están pendientes de los santos y los cumpleaños de los demás? ¿Es ingrato y egoísta desdeñarlos? Estuve dándole vueltas al asunto hasta que reparé en el dato más revelador de todos, en el que restaba importancia a los demás: me había enviado el mensaje a las 7:38, y hay que ser muy hijo de puta para felicitar a alguien con quien no tienes relación a esa hora.
¿De qué sirve el fondo sin la forma? Salvo que se hubiese tratado de un asunto de vital importancia, no tiene perdón de Dios molestar a nadie al amanecer. Una de las cosas más importantes en esta vida es saber diferenciar si son horas o no para hacer algo. De hecho, no descarto que la deriva apocalíptica de nuestra civilicación esté relacionada con esta cuestión. Pero ese es otro asunto. El caso es que, de los hechos arriba citados solo cabe concluir lo siguiente: mi tocayo, sin duda, ha perdido el juicio. ¿Quedará algo de humano en él?