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De nuevo, la pesadilla en la madrugada

Ayer bien avanzada la noche, en realidad era casi el alba pues clareaba un poco y se vislumbraba el mar, reaparecieron en mis sueños, en esa realidad irreal que vivo desde hace semanas, esos tres tipos que habían penetrado en mi piso 48 horas antes sin que yo sepa cómo lo hicieron. Por la terraza, imposible. No había la más mínima huella de escalera de bomberos o de cuerda marinera. En ese caso debieron entrar por la puerta principal. Pero, ¿cómo rayos se colaron? ¿Eran materia o más bien espíritu? Cualquier cosa podían ser visto lo visto, puesto que libro, libramos una guerra desesperada contra el enemigo invisible y la afronto, afrontamos con escasos y caóticos recursos y con los cotidianos aplausos de rigor.

Como en el ambiente reina supuestamente la unidad, la solidaridad y el patriotismo me suelo meter en la cama a eso de la medianoche con el martilleo en los oídos del lema diario: juntos podemos y de ésta salimos. En fin, un día menos. Para más de diez mil compatriotas ya no habrá más días y la parca haciendo entretanto estragos en los centros de mayores con ese cruel darwinismo de siglo XXI.

La escena fue muy parecida a la de hacía dos noches. Ruidos externos, despertar, párpados abiertos, palpitaciones incontroladas, temblor de piernas y, ¡otra vez!, líquido caliente deslizándose entre los muslos. Va a ser cosa de ponerme un pañal para no hacer más el ridículo, porque el de la abundante cabellera atada en una gruesa y larga coleta cual noble de la época del Rey Sol, enfundado en su traje espacial, se rió sin piedad al ver mojado el pantalón de mi pijama de cuadros: Tío, además de escoria, eres una rata meona. Cámbiate, hombre, que das vergüenza. Cumplí sus órdenes.

Junto a él estaba el triste de gafas, un poco más relegado el de la barbita y sonrisita artificial, y más atrás otro nuevo, un individuo pequeño y regordete, a quien me pareció llamaban Bailarín. Y en verdad hacía honor al nombre pues movía los pies con estilo y frenesí mientras canturreaba, creo, ese rock de la cárcel de Elvis Presley. Muy oportuno, pensé, puesto que en cautiverio estoy y estamos todos y la música nos salva y apacigua la fiera que llevamos dentro. A unos más que a otros, naturalmente.

No sé bien por qué se presentaron el primer día, más allá de los insultos que me profirió el de la coleta. Cuál era el motivo de repetir la escena otra noche y si se trataba de volver a insultarme con epítetos como escoria, rata cobarde y asocial. Esto último no estoy seguro de considerarlo como insulto.

Te preguntarás nuestro retorno, mequetrefe. Es porque éste, dijo el líder apuntando al triste de las gafas, te birló la primera vez un librito de Montaigne que tenías en la mesilla de noche. Somos gente de ley en contra de lo que piensa Risitas y tanta calaña como él. Poco gastado me pareció que lo tenías. Yo subrayo hasta la lista de la compra por si se me olvida algo y luego compruebo dos veces. Conservo todo. Hasta los cromos del bollicao.

Esta declaración de intenciones la pronunció lentamente pero sin pausas. Ahora bien, observé que de nuevo el entrecejo lo tenía fruncido como si estuviera enfadado con toda la humanidad. Seguramente estoy equivocado y no querría llevarme por los prejuicios de pequeñoburgués, me dije a mí mismo.

Vicepresidente, vámonos ya, una vez que hemos repuesto en la biblioteca de este caballero los ensayos de Montaigne. Muchas gracias, señor ciudadano, apuntó mirándome con sus ojos miopes. No lo terminé pero me sirvió de gran auxilio para calmarme y frenar la marabunta parlamentaria y a la canalla. Perdón, he querido decir los representantes de los medios de comunicación que tan digno trabajo realizan.

Qué diferencia en el verbo y en la compostura del que llevaba la voz cantante sin poder refrenar sus ganas de liderar la situación, pensé. Sentí ganas de abrazarlo, de decirle que lo compadecía  y que se cuidara ese tic nervioso en el ojo como de fastidio y hastío. Continuó su discurso: Eché un vistazo a su librería. Tiene mucha novela pero poca filosofía. Mi libro de cabecera sigue siendo Crítica de la razón, pero lo alterno con Lacan, Derrida, Foucault… ¿Ha leído a Glucksmann, señor?, me preguntó. Creo que sí, respondí, pero no me acuerdo más que de haber asistido a una conferencia suya en Venecia en el siglo pasado y de su larga melena.

El de la coleta comenzó entonces a impacientarse como si, en tono profesoral, debiera tener que impartir doctrina política y monopolizar la conversación: Mira, rataza, yo siempre he sido un letraherido. Viene de mi padre. Me apasiona leer. Me gusta la literatura latinoamericana, pero también Saramago y Salinger. Me di cuenta el otro día que tenías El guardián del centeno. Lo he leído doce veces y dos de ellas en inglés. No abuses tanto de Marías, un burguesito refunfuñón como tú, afirmó poniéndome en el pecho un dedo enfundado en un guante de látex..

Y prosiguió, lanzado, con tono sumarial: He observado que hay muchas lagunas en tu biblioteca. Poca ideología. Sí, mucho China y mucho Mao. Me lo temía. Tú debías de ser un niñito bien que jugaba a ser maoísta y a leer el Libro Rojo sin entender una palabra. Yo sigo creyendo válidas las ideas de Marx y Lenin, adaptadas, por supuesto, al mundo moderno, al populismo transversal. Para eso, te recomiendo que te empapes de Laclau. Al Niño le entusiasma, aunque ahora ya no estoy muy seguro desde que rompió conmigo el muy traidor.

¿Tienes algo de Maquiavelo?, me preguntó. Me enloquece. Leo y releo todas las noches El Príncipe. Se lo he recomendado al conducator, pero el pobre llega a la cama roto. Tengo miedo de que no resista. Pero no hay problema. Allí estaré yo para sacar el país del marasmo.

Entretanto, el de la barbita y gesto cosmético buscaba y rebuscaba entre los estantes: Donde esté Galdós y sus Episodios Nacionales que se quite Valle Inclán y demás patulea. Por cierto, viendo que te gusta la novela romántica te voy a traer la próxima vez la que acaba de publicar uno de mis colegas, Preciosa y valiente.

¿Pero es que habría una próxima vez? No quise preguntarle cuál era el nombre del autor al que se refería, aunque sospeché de quién se trataba. Volvió a acercarse a la puerta acristalada que daba a la terraza. Ay, granuja, yo aquí me quedaba un año de confinamiento, exclamó. No se lo dije, pero cuánto me irritaba escuchar lo de granuja o granujilla. Me retrotraía a la condescendencia con que me trataba el director espiritual en el colegio de los jesuitas.

Si no entendí ni el motivo de la primera visita ni menos el de la segunda, la presencia del pequeño regordete aún me desconcertaba más. Mostraba una sonrisa risueña más auténtica que el de la barbita bien cuidada. Parecía feliz canturreando y moviendo sus piececillos. Ahora había escogido una de Celentano. Un poco inconsciente su conducta, pensé, como si fuera ajeno de la catástrofe que nos invadía.

¡¡Qué maravilla, tienes a Tintín!!, gritó. Te cambió sus obras completas por el dietario de Plá. agregó con entusiasmo. Porque vendremos otra vez, ¿verdad, vice?, suplicó con una voz melosa.

Y así terminó la fiesta. Una vez más desaparecieron sin descubrir cómo lo hicieron. Y de nuevo, por la mañana desperté, pero esta vez en mi cama. El pijama estaba seco. Sobre la colcha había un pañal cubierto por un plástico transparente y encima una breve nota escrita a mano que rezaba: «No te mees tanto, guarrete». Sonreí con el texto y sobre todo con el diminutivo que me pareció afectuoso. Algo habíamos progresado. Y hasta me ilusioné creyendo que podía ser el principio de una amistad más allá de discrepancias de lecturas.

 

 

 

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