Viajo por el cine de noche, a oscuras. Estoy en una gran sala de pantalla pequeña. Acompaño a actores, actrices, directores, épocas, temas, lo que surja. Sigo una línea con recovecos, desvíos, costumbres. Hago mis propias series de películas. Me siento (de sentir y sentarse) junto a ellos y todo lo que ocurra.
Ahora no recuerdo cómo llegué a Jeff Bridges, quizás desde la serie que hice con las películas de John Carpenter, porque una, Starman, la protagonizaba él. Le recuerdo junto a Karen Allen huyendo en coche por las carreteras de Estados Unidos, desde Wisconsin hasta Arizona. Gran actor.
Luego descubriría que también era el gran Lebowski con los Coen en 1998.
En otro momento quizás escriba de algunas películas de J. Carpenter.
O sobre las carreteras, gasolineras y moteles amarillos. Nueva York en llamas.
Pero en este texto quiero centrarme en una historia breve (un relato corto) que aparece en Los fabulosos Baker Boys (Steve Kloves, 1989). JB toca el piano de cola junto a su hermano, contratan a una cantante para mejorar el espectáculo, hay amor, discusiones, año nuevo, etcétera.
Pero cuando el pianista protagonista vuelve a casa, en Seattle, a veces hay una niña. Ella vive encima con su madre, quien no la hace mucho caso y de la que nada sabemos. Así que Nina entra por la ventana que Jeff deja abierta por si es necesario. Nina sale a la calle y pasea con el perro de JB, charlan, se cuentan los días, los conciertos y las clases. Son amigos.
Me gustan ellos. Una niña y un pianista de hoteles que apenas tiene hogar.
Me recuerda a Amélie Poulain, que se fijaba en el insecto de la película. El breve relato de fijarse en ese bichejo. Nina, al crecer, habría sido Amely en Seattle.
No me interesaba mucho la historia de los hermanos pianistas y Michelle Pfeiffer. Esperaba con ilusión a que él volviera a casa y estuviera su amiga. Aguardaba.
Descentraba la atención.
Y veía a la niña pasear al perro de Jeff, caminar por las calles de la ciudad. O volver del colegio para salir por la ventana y entrar por otra ventana, darle agua a Luc, tumbarse con el labrador en el sofá, ver una peli en la tele, abrir una bolsa de totopos de maíz sin sal, estar a solas un rato, lejos.
Y al final entraría el prota de Los fabulosos Baker Boys.
—¿Otra vez problemas en casa?
—Mi madre no quiere ver a nadie, ni a mí. Empezó a gritar por teléfono. No sé con quién habla.
—Aquí te puedes quedar, venir cuando quieras. Ya lo sabes. La ventana está abierta.
—Gracias.
—¿Paseaste a Luc?
— Sí. Ladró a las palomas y avistó un pigargo americano en el cielo.
—¿Subimos a la azotea a ver la ciudad? Atardece. Me tienes que contar qué tal en clase. ¿Cómo te fue el examen de matemáticas?
—Vale. Cogí zumos.
—¿De qué?
—Manzana y arándanos.
—Me pido el de arándanos.
Suben las escaleras y se sientan juntos en el alféizar.
Acaba la película.