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De Pi a Rho

 

 

Conozco pocos libros tan fascinantes como la Historia de las letras de Gregorio Salvador y el llorado Juan Ramón Lodares, quien murió muy joven en un accidente de tráfico, una muerte que no era la suya. En ese libro ambos filólogos hacen una documentada y amenísima historia de todas las letras de nuestro alfabeto. Como todos ustedes saben, La Real Academia de la Lengua Española, el parnaso de nuestra lengua desde su fundación el 3 de octubre de 1714 dispone de 46 sillones para sus miembros de número, sillones que son denominados cada uno con una letra de nuestro alfabeto. No siempre fueron 46. Cuando fue fundada la docta casa, los 24 primeros sillones fueron nombrados con una letra mayúscula y con el paso de los años, resultado de sucesivas ampliaciones, se fue privilegiando a determinadas letras duplicando su sillón con otro que llevase la letra minúscula. Se da la circunstancia simbólica de que Gregorio Salvador es académico de la docta casa desde 1987 (actualmente es el 3º en el escalafón de antigüedad) y usufructuario del sillón “q” (“Q” minúscula).

 

Esta bitácora y sus artículos sólo pueden ser un pálido reflejo de los capítulos de ese libro, pero no por ello puedo dejar de reconocer lo que aprendí ―y disfruté― leyéndolo. Las actuales 27 letras (el número ha cambiado en varias ocasiones: tras la última reforma ortográfica no se cuentan ninguno de los cinco dígrafos: ch, ll, rr, gu y qu) del alfabeto común para los hablantes de español de todo el planeta proceden de una versión del alfabeto latino. Pero los romanos no inventaron el alfabeto; con la incorporación del alfabeto forjaron a partir de una lengua de labradores un artefacto de cultura y civilización impresionante y el  instrumento de gobierno de un imperio milenario, una lengua que junto con su abultada prole románica ha llegado hasta nuestros días.

 

Como su propio nombre indica, el alfabeto tiene procedencia helénica, tal vez a través de los etruscos como intermediarios, quienes debido al comercio que mantenían con las colonias griegas de la Magna Grecia se empaparon del alfabeto griego y lo llevaron a Roma. Los préstamos no se quedaron ahí: los etruscos aportaron la tecnología para desecar el marjal sobre el que se fundó Roma y construir sus primeras murallas. Sería muy difícil entender Roma sin la aportación de la civilización etrusca. Y como muestra, el botón del alfabeto que cedieron generosamente a los romanos.

 

Pero la historia, esta historia, no termina en Grecia, aunque la democracia y nuestra manera de entender el arte y la belleza sí comenzaran allí. Precisamente a través del comercio, los griegos entraron en contacto con los fenicios y se percataron de que usaban un sistema de representación gráfica de su lengua, que con las pertinentes adaptaciones fonéticas de modo que sirviera para escribir una lengua indoeuropea, muy diferente de la lengua semítica para la que fue ideado aquel alfabeto, o más bien sus antepasados, cananeos, sinaíticos y puede que egipcios, podría servir perfectamente para escribir su lengua, perdón: las diferentes variedades de su lengua (la dialectología helénica es como la astronomía: una disciplina inabarcable que conduce a la melancolía). Obviamente, la idea tuvo éxito y los pueblos helénicos se deshicieron de los complejísimos sistemas de escritura de los que disponían, el silabario conocido como Linear B utilizado para escribir el griego micénico, descendiente a su vez del Linear B del lenguaje minoico, complejísimo sistema de escritura, que del mismo modo que el Linear C del Chipro-Minoico, sigue esperando un genio que lo descifre.

 

Aunque la verdad es que los griegos después del colapso de la civilización micénica durante la Edad del Bronce pasaron unas décadas de decadencia conocidas como “la edad oscura”, un periodo de eclipse de su cultura del que sólo pudieron salir tras  los impulsos orientalizantes, ex Oriente lux, que llegaron desde las costas de Fenicia, a través, ya lo hemos dicho, del comercio, una herramienta extraordinaria de intercambio cultural y de civilización. Y al genio que se le ocurrió adaptar el alfabeto fenicio a las lenguas helénicas debemos el comienzo de nuestra literatura ―Homero― y de nuestra civilización.

 

 

 

 

La fortuna del alfabeto griego es tan grande como la descendencia de Abraham. Es el origen del alfabeto etrusco, del latino y, a través del impulso de Cirilo y Metodio desde Tesalónica para evangelizar a los pueblos eslavos, de los alfabetos cirílicos, nombrados así en honor de su creador. Incluso el obispo visigodo Ulfilas durante su estancia en Constantinopla se inspiró en el alfabeto griego para crear un sistema de escritura apto para las lenguas germánicas que desplazase al sistema rúnico, pero no tuvo mucho éxito.

 

Si pensamos en la parte oriental del Mediterráneo, del alfabeto fenicio acabaron surgiendo el hebreo, el arameo, el siríaco, el árabe e, incluso, la devanagari, la escritura sagrada de las lenguas de la India, entre las que destaca por encima de todas el sánscrito, que algunos estudiosos consideran una adaptación de los caracteres del arameo imperial, la lengua que se utilizaba en el Imperio Aqueménida como lingua franca de la administración de tan colosal estructura política.

 

Me voy por las ramas pero siempre acabo volviendo al tronco, al título de este breve pecio: de Pi a Rho, las iniciales de las dos personas con las que trabajo día a día desde hace años y a las que prometí en un momento de imprudencia (no era consciente de la osadía de mi empeño) escribir un artículo sobre el origen de las iniciales de sus nombres. La “P” y la “R” de ambas iniciales proceden de la “pi” (π) y la “ro” (ρ) del alfabeto griego, lo cual no supuso darle muchas vueltas al magín.

 

Pero claro, tras el preámbulo de este artículo, creo que ha quedado claro que la cosa no termina ahí. Un alfabeto es la representación gráfica de una serie de fonemas, con cuya combinación se forman las sílabas. Pues bien,  ambas letras del alfabeto griego proceden del alfabeto fenicio (nunca he estado de acuerdo en que se utilice el término “fenicio” como derogatorio, precisamente por ser sinónimo de comerciante, pues Occidente debe mucho al empeño y la tenacidad de aquellos navegantes que viajaron por todos los mares y llegaron a las Islas Británicas y puede que hasta Islandia). Y ahí es donde la cosa se complica. El genio del alfabeto fenicio reside en que se creó como un alfabeto pero partiendo de otro tipo de sistemas de escritura ideográficos: los jeroglíficos, y por esta razón las representaciones de cada fonema proceden de un ideograma concreto.

 

¿Y cuál es el de Pi (π)? Pues una boca. Sí, podríamos decir con propiedad que lo teníamos en la punta de la lengua. Pe es una letra del alefato  hebreo, que toma a su vez nombre de aleph (qué borgesiano, que no borgiano, es todo esto…), su 1ª letra, cuyo origen podría ser un jeroglífico egipcio, un ideograma que representa a la cabeza de un buey. La pe hebrea como la pi o pei  griegas proceden pues del fenicio *, “boca”, la 17º letra del alefato fenicio. Por tanto, en toda p, en toda Pi, siempre, siempre, hay una boca como telón de fondo, un fondo, está claro, de elocuencia, pues para eso se utiliza principalmente la boca, para hablar, para comunicarnos y para crear belleza con las palabras.

 

¿Y cuál es el ideograma del que procede Rho (ρ)? Pues de  la raíz semítica *r’s, de donde viene *ra’š, “cabeza” (Rais en árabe es “líder” y Ras-el-Hanout, es “la reina de las especies”), y a partir de ahí de *rōš, “cabeza”, nombre de la 20ª letra del alefato fenicio. De modo análogo, en toda R, en toda Rho, hay siempre un trasfondo capital, es decir: hay una cabeza. Para usarla con inteligencia, con elegancia, con determinación. Con lealtad.

 

De Pi a Rho, por orden alfabético, o, ideográficamente, de la boca a la cabeza. De Pilar a Rocío, mis compañeras de trabajo pero sobre todo mis amigas. A ellas va dedicado este fragmento melancólico.

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