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¿De qué otra cosa podemos hablar? De la muerte, del periodismo, de México. De otra cosa

 

La mañana del domingo 9 de agosto me llamó C, reportero, colega del mismo medio.  

 

—Mataron a Miguel Ángel.

 

Miguel Ángel Jiménez, líder de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, fue uno de los fundadores de la policía comunitaria de Xaltianguis que defendía a su comunidad del narcotráfico, y quien lideraba la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Una labor alterna y opuesta (y por lo tanto, incómoda) de la que realizaban las autoridades. C lo había entrevistado en diversas ocasiones. Lo había acompañado a buscar restos humanos en fosas clandestinas.

 

—¿Cómo estás?

—Encabronado.

 

Silencio. Furia. La voz quebrada de C:

 

—Pinche país.

—Pinche país.

 

Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve una conversación sin que la muerte se colara en la charla. No se puede hablar de otra cosa.

 

Enciendo la radio. El locutor del noticiario realiza enlaces con reporteros de cada estado del país: homicidios en el Estado de México, Distrito Federal, Michoacán. Desapariciones en Guerrero. Un secuestro en Tamaulipas. Feminicidio en Cuernavaca. Después de diez minutos, cambio de estación. El cerebro está incapacitado para retener tanta información que, a fin de cuentas, se sintetiza en una única, monstruosa realidad: en México, las causas de muerte no son naturales. A menos que lo natural sea que te rompan la madre. Te quiten la piel del rostro. Te saquen los ojos. Te decapiten. Te torturen. Te violen. Te incrusten una bala. A menos que lo natural sea morir en pánico.

 

—¿Cómo estás?

—Muy triste.

 

Era el miércoles cinco. Hablaba por teléfono con M, periodista nahua, poeta, actor. Han pasado apenas unos días del asesinato de Nadia Vera, Alejandra Negrete, Yesenia Quiroz, Mile Virginia Martín y Rubén Espinosa. Yo tenía más de un año de no conversar con M. De súbito tuve la urgencia de saber que estaba bien.

 

—Yo conocí a Rubén –me dijo.

 

Silencio.

 

En cambio, yo no conocí a Rubén sino hasta el sábado 1 de agosto. Iba en un camión rumbo a casa. En Twitter, su cara se multiplicaba: Era fotógrafo. Había sido amenazado en Veracruz, el estado donde matan periodistas con la misma facilidad con que su gobernador afirma que en ese estado no hay riesgo para la libertad de expresión y que los mayores crímenes son el robo de comida chatarra como “frutsis y gansitos”. Rubén vino al DF. Estaba aterrado. Se lo dijo a muchos. Lo mataron. Tenía mi edad. ¿De qué otra cosa vamos a hablar?

 

Las flores. M tiene en su estudio un jarrón con flores blancas, frescas. El aroma se expande. Rubén estuvo en ese departamento. En ese estudio. Frente a ese jarrón decorado con otras flores que ya estarán secas. Rubén le dijo que tenía miedo. M respondió:

 

—Tranquilo. Mira: las flores.

 

¿Siempre habrá flores? ¿Hay cabida para la belleza en el horror? ¿Se puede hablar de flores?

 

M me dice que hay que hacer poesía. Escucho su voz recitando:

 

¿Cuánto pesa un muerto?

¿Ha sentido que se le sube el muerto alguna vez?

De ser así, le vuelvo a preguntar:

¿Cuánto pesa un muerto?

¿Se puede imaginar esa sensación de terror, de inmovilidad?

Si lo pudo imaginar, se lo vuelvo a preguntar:

¿Cuánto pesan noventa mil muertos?

 

No hay flores que alcancen para tantas tumbas.

 

—¿Cómo estás?

 

La pregunta es idiota. La formulo para esconder el pánico. El whatsapp abierto en la conversación con B. Ella redacta una respuesta:

 

—Estoy tranquila.

 

Yo fui la última persona en enterarme del secuestro de B. Mi hermana por decisión y no por parentesco. Yo estaba fuera del país cuando ocurrió. En un mensaje me dio la noticia a golpe de tecladazos: “Pues no sé cómo decirle esto, pero ahí va: me secuestraron diez días”.

 

Meses después de su liberación, B me escribió para decir que secuestraron a un adolescente de su barrio. Durante días nos comunicamos por whatsapp. La pregunta es la misma: “¿Ya apareció?”, hasta que una tarde me escribe:

 

“Lo mataron”.  

 

Desde entonces, procuro abrazar a mis amigos con toda fuerza, rogando porque no me los quiten.

 

—¿Cómo estás?

—Destrozado.

 

A y yo hemos coincidió en una celebración de M, porque hay que recordarnos que estamos vivos y podemos abrazarnos. La sonrisa de A es una mueca dolorosa, los ojos están hinchados y enrojecidos. Era amigo de Rubén.

 

—Estoy tan encabronado.

 

Asiento en silencio. No. Yo no conocí a Rubén. Ni a Alejandra, Nadia, Yesenia, Mile. Pero el sábado 1, cuando nadie podía hablar de otra cosa que no fuera lo que ocurrió en la Narvarte, ese sábado, cuando la Procuraduría General de Justicia del DF se apresuró a decir que el crimen no tenía qué ver con las amenazas que habían recibido Nadia y Rubén desde Veracruz; ese día sentí encabronamiento: una opresión pectoral, una tensión de los músculos, una bola de agua que, aunque uno así lo desea, no llega a liberarse en llanto: Puta madre, otra vez. Otro más. ¿Cuántos más? 

 

Los amigos de A están preocupados por él. Se lo digo. Niega con la cabeza. “Ná. No me va a pasar nada”, sonríe con la cabeza ladeada, los labios apretados, como si en ese gesto quisiera demostrar que no se doblega. Puede mantenerse así por dos segundos, antes de que el cuerpo se doble, como si le hubieran clavado un picahielos en el corazón, o como si una carga insoportable le quebrara las rodillas:

 

—Me lo arrebataron.

 

Lo dice sin aire. Apenas puedo escucharlo cuando agrega:

 

—No voy a permitir que me arrebaten nada más.

 

Lo abrazo. Me llega el rumor de una conversación ajena:

 

—¿Te das cuenta de la chingadera? Los mataron aquí cerca. La pinche muerte, goei, está a tan solo dos estaciones del metrobús.

 

La muerte está en todos lados. Te portes bien o mal. Seas estudiante o trabajadora de maquiladora. Seas periodista. Y cuando llegue, ahí estarán las instituciones de Estado para aclarar que lo que ocurrió fue mala suerte. Porque en este país hay garantías. Para la prensa. Para los normalistas. Para los opositores. Para las mujeres. Desde el presidente hasta los jueces corearán que hay que ver hacia delante. Que las cosas no están tan mal. Se quejarán de que las víctimas no son los asesinados, ni los desaparecidos, ni los deudos. No. Las víctimas son el Estado, los militares, la policía municipal y el señor gobernador a los cuales la ciudadanía señala con el dedo. No es cierto. Ellos están para protegernos. Basta. Dejen de lincharlos.

 

Y ya. Hablen de otra cosa.

 

 

 

 

Tatiana Maillard (Ciudad de México, 1983) es periodista. Ex editora de Emeequis y reportera, ha colaborado para revistas como Forbes, Expansión, Obras, Dónde ir y La Mosca. En FronteraD ha publicado Mozart. En Twitter: @MadameMaillard

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