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Mientras tantoDe sectarios y de flâneurs

De sectarios y de flâneurs


 

Las ciudades tendrían que ser creadas en función del paseante. Ya hemos comentado sobre el mayor experimento ecológico del mundo: Nueva York ¿Dónde hay otra ciudad de 8 millones de habitantes con ingresos, en la que más de la mitad de sus habitantes no tienen (ni necesitan) un automóvil? Quedan pocos dameros transitables. Pocas son las ciudades antiguas reconstruidas pensando en el placer de los peatones reconociéndose en las esquinas. Manhattan es una de ellas.

 

Así que por allí iban los sectarios una noche. Frescos tras las vacaciones de enero. Grupo de amigos reconociéndose otra vez, haciendo suyas –de nuevo– las veredas, las esquinas de su historia: el lugar frente al cine donde se encontraron para ver una película de Zizec, la entrada del metro donde se han despedido tantas veces antes de clases, las fachadas de las tiendas frente a las cuales han caminado ignorándolas, conversando de vidas que transcurren entre Europa y América, entre pueblos y grandes aeropuertos, de libros por leer (y por publicar), de cronogramas de entrega de trabajos, la cafetería de dos pisos con el café tan malo donde se tomaron su primer vaso de pisco, el frente del edificio con vista al Empire State, convertido en centro de estudios en la Quinta Avenida, donde antes de la medianoche un catalán se despidió con aplausos ebrios y vivas multitudinarios, en un taxi amarillo, tomando de la mano a una brasilera avergonzada.

 

El subterráneo con sus señales ya lo consideran suyo. Uptown y Downtown es parte de la maleta. Hablan muy alto, comparten un castellano de acentos distintos que vociferan frente a los pasajeros, como prueba de su pura alegría. Su tránsito por Greenwich Village es desordenado, cruzan las calles como las pueden cruzar quienes comparten ciertos hábitos aprendidos en esta ciudad. Son hijos de ingenieros, de músicos, poetas, amantes de poetas, novelistas, nacionalistas, cosmopolitas, matriculados en gimnasios, creyentes, ateos, hambrientos, confiados, amantes del sol, compradores compulsivos, ahorradores, callados, vociferantes, amigos de las pistas de hielo y de las arenas de playa. Si armaran una película con las imágenes que sus ojos han visto, abarcarían las posibilidades del cine moderno. Han cumplido el rito de revisar el menú, de escoger una comida, una bebida, de dar un nombre en otro idioma por el cual se identifica una orden. («Iron Man your order is ready», grita por el parlante el jefe de meseros). Ellos se sienten neoyorquinos, sabiendo que son hormigas de paso, que la ciudad seguirá allí  cuando lleguen los nuevos sectarios, cuando los sonidos de la Tierra se mezclen en un nuevo ciclo y sus zapatos se vayan para otros lados.

 

Hace frío. Sin embargo, por razones que nadie entiende, lo que llega esa noche a casa son las imágenes del calor y del ruido, las conversaciones, las risas, los comentarios subidos de tono, las miradas coquetas después de clase, las terribles parodias, los gestos de vergüenza. Tal vez porque la amistad tiñe el recorrido, porque los ojos que se encuentran buscan en conjunto y así la búsqueda es más placentera.

 

Podría hablarles –otra vez– de calles y de eventos. Quisiera más bien que se lleven de este texto nuestra experiencia como colectivo: un episodio de humanidad en estas calles donde es posible convivir abrazados, siendo distintos.

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