“Solo es posible vivir la más plena vida cuando estamos en armonía
con estos símbolos; la sabiduría es el retorno a ellos”.
Carl Gustav Jung.
(Has vuelto al viejo diccionario de Cirlot. ¿Buscando qué? Ya sabes cuáles son los tuyos).
Tuve la intuición repentina —y difusa, como en sueños— de una cosa que había perdido. No me acordaba. (Pero sí me acordaba). Y acudí a la caja donde estaba lo mío. ¿Me atrevería a abrirla? Dentro de la caja, una llave.
Esa llave de plata, yo sé bien qué puerta abría. Era una plata dudosa, y la puerta parecía cerrada desde siempre. Tras ella, quizá, el acceso al bosque.
El bosque escondía la promesa de la vida. Pero la voz que me llamaba desde allí no era solo la de los árboles: era también la llamada de la tierra, y ante ella solo podía humillarme. ‘Bosque’ era otro nombre del laberinto.
(Sabes, o intuyes, que hay cosas que no entiendes. No todo va a estar siempre claro).
El laberinto era invisible. A tientas por sus pasillos, encontré un espejo, una espada y un tesoro. El espejo copió la imagen de un niño que sonreía; la espada ofrecía una promesa y una amenaza; el tesoro eran tres cofres: monedas en el primero; no quise abrir el segundo; en el tercero, un puñado de piedras extraídas de la montaña.
La montaña siempre me esperó. Yo desoí mucho tiempo su lejana voz azul («ven…»), hasta que un día desperté. Lo importante —claro— era subirla, pero también la tentación de saber lo que había al otro lado: a mis pies se tendía el dominio de la niebla.
La niebla me envolvió con su perfume de jara fría. ¿Ver? ¿Para qué? Me bastaba seguir la línea de un caminito blanco, daba igual dónde llevara. A lo lejos, de repente, el sonido de una flauta.
(Los vas desplegando en la página como viejos cromos queridos. O naipes de una baraja con la que has hecho muchos solitarios. Y muchas trampas, también a ti mismo).
La flauta, no hacía falta que me lo dijera Cirlot: ya en el fondo yo intuía que el aliento que la hacía sonar no era solo un aliento de vida. Buscando la música, llegué a la orilla del río.
El río parecía pintado más que de verdad. Reían sus aguas claras o tal vez callara su plata quieta. Y no lo decidí: supe que había que cruzarlo. Al otro lado me esperaba de nuevo el bosque.
¿Era yo un héroe que no temía arrostrar sus peligros, o más bien una de sus criaturas tenebrosas? La vocación de emboscarme, ¿qué quería decir? Tal vez presentía que entre los árboles, en los dominios del jabalí, nadie podría hacerme daño. O que al fin encontraría la llave perdida: y recuperaría lo mío.
(Vuelves a barajar, no tienes más remedio. Ni cartas distintas. La llave y el laberinto, el río y la linterna, la moneda y el espejo. La incierta espada, el caballo, la caja que dudas si abrir… Tendrás que volver a mirarlos, encontrarte con lo tuyo. ¿Y es que acaso hay algo aquí que no hable de la muerte?).
NOTA: La ilustración de este texto en el índice de «Gazeta de la melancolía» es la de la cubierta del «Diccionario de símbolos» de Juan Eduardo Cirlot, en la edición de la editorial Labor.