He leído a trompicones porque entre medias se han cruzado otras cosas Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff, y lo que he encontrado más interesante es cómo describe ese salto de los alegres años veinte a la tragedia del III Reich. Ese viaje paulatino desde la frivolidad, la despreocupación, el descreímiento, el no puede ser, el no será para tanto, a la persecución, la muerte y el exilio. También, esa transición de la negación de la identidad étnica, de la pertenencia a un pueblo, -o sino a la renuncia, sí a la difuminación, al paso a un segundo plano de determinadas facetas de nuestro DNI íntimo, porque en la sociedad llegan a ser irrelevantes-, a ese no tener más remedio que recuperarlas por deber ético, moral. Aunque en realidad las respuestas humanas al desastre siempre son múltiples, como lo son las de los personajes de la novela: desde la voluntaria lucha en el frente hasta la identificación con el enemigo porque a todas luces parece que va a ganar.
La Historia con mayúsculas que recorre la novela, de la alegría y la prosperidad a la miseria y la guerra, es paralela a la vida de una mujer de la juventud a una vejez prematura y enferma provocada seguro que en gran medida por el sufrimiento que impone el contexto histórico: la escasez material, la mala alimentación, la tensión continua, el sufrimiento por los hijos en el frente o por las hijas que van teniendo sus hijos en unas condiciones en las que nadie debería nacer.
La protagonista, por boca de su hija, que es quien escribe el libro, reflexiona sobre su vida y se arrepiente de su despreocupación primera, de la vanidad que siempre acompaña a la juventud, de unos primeros años casi sin conciencia más allá de lo que sucedía en su propio ombligo. Se da cuenta porque la juventud de sus hijos está siendo muy diferente y en ocasiones no afrontan las circunstancias con la debida serenidad (como si esto fuera fácil) o las canalizan con una rebeldía irracional y nihilista. La autora, Angelika Schrobsdorff, recupera la lección que le dio su madre en forma de carta:
«Afanémonos, atormentémonos, seamos infelices, pero guardemos la compostura. La recompensa llegará sin falta. Cuanto más esfuerzo pongamos, más nos ayudará Dios. Cuando yo sólo pensaba en mí, me abandonó; ahora que comprendo mis errores e insuficiencias y trato de cambiar, me ayuda. Vivir es difícil. Que tú lo tengas que aprender a temprana edad no ha de causarte perjuicio sino sólo provecho. Reflexiona y confía en mí y en tu padre. Sobreponte y camina junto a nosotros. Schiller dijo: ‘Vencerse a sí mismo es la victoria más bella’. Es lo que debes hacer. Combatir y vencer todo lo malo que hay en ti».
Pero Schrobsdorff recorre casi el mismo camino de su madre: cae en la cuenta más tarde de que la vida iba en serio. Tú no eres como otras madres es una novela casi biológica. La existencia determina la conciencia, decía el clásico. Y quizás uno de los elementos de esa existencia que muchas veces pasamos por alto es la edad. Según cuál tengas, así piensas, así votas, así te comportas. Por eso, Jaime Gil de Biedma:
«Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra».
Cierro Tú no eres como otras madres y abro Clavícula, de Marta Sanz, y tengo la impresión de que se parecen. Ambas destilan una angustia y un miedo con los que me identifico. Ambas también tienen eso que casi nunca me gusta: la primera persona, la literatura como desahogo, como terapia, como manera de darse demasiada importancia a uno mismo. Quizás conecto con ambas, pese a todo y más con Clavícula, porque siento los padecimientos que destilan y porque posiblemente aún no he superado la fase de concentración en mi propio ombligo, de hecho esto lo estoy escribiendo en primera persona, manifiesto mi estado de ánimo, muestro que leo, lo que leo, y que intento reflexionar sobre ello, como si todo esto le importara a alguien. Yo sigo siendo la persona más importante para mí misma, quizás porque, como dice en algún momento Sanz en su libro, no tengo hijos y concentro en mí preocupaciones que, de tenerlos, les corresponderían a ellos.
Clavícula me ha perturbado más porque habla del aquí y del ahora, de las patologías de la sociedad capitalista que no nos gusta, pero a la que no ponemos remedio. Ya había sentido (o había tenido la intuición) que el trabajo, el estrés, la preocupación por las condiciones materiales de la existencia presentes y futuras… enferman. Primero la mente y luego el cuerpo, o viceversa, o los dos a la vez.
Lo peor es no saber identificar si esa desazón, ese malestar, ese fallo en las fuerzas que uno detecta y contra los que uno lucha a veces sin conseguir nada es por causas físicas o psicológicas. Y se toman vitaminas y somníferos para el cuerpo, para que recupere su vitalidad, pero da miedo ir un paso más allá:
«Yo no quiero hablar con un psicólogo porque ningún psicólogo puede ser más listo que yo. La vida es dura y se hace más dura a medida que pasa el tiempo».
Hay un punto biológico, expreso en el caso de las mujeres, pero sobre todo social, socio-económico, político. Esta ansiedad no sólo no va a desaparecer nunca, sino que va a ir a más a medida que pasen los años. Sobre todo si la política económica no da un vuelco. Si el trabajo se convierte (ya lo es) en un bien cada vez más escaso especialmente si se busca en él la garantía de una renta suficiente para una vida digna. O si no hay alternativas a la desaparición del trabajo como lo conocemos, es decir, como instrumento de inclusión para gentes de todas las clases sociales o, más estrictamente, como herramienta que estratifica la sociedad. A partir de ahora el trabajo como bien escaso puede comenzar a determinar quién está fuera y quién está dentro, quien está incluido y quién está excluido. Y esta situación, proyectada hacia el futuro, hace pensar en pocas vejeces cómodas y en muchas miserables. Y, en el más inmediato presente, en infancias pobres condenadas a no prosperar.
Hay puntos intermedios, los de la inclusión precaria, los trabajos mal pagados, temporales, los de la nueva economía ‘low cost’… Sí. Pero sus consecuencias inmediatas y futuras no difieren mucho de la ausencia de empleo.
Quizás el problema de fondo de nuestro tiempo es que hemos dejado que se reduzca el valor del trabajo y, por tanto, su precio. Ello no sólo tiene como consecuencia que los sueldos sean bajos, sino también que se contrate a menos gente de la necesaria para hacerlo y la sensación de prescindibilidad que se cierne sobre todos nosotros. La preocupación porque lo que hacemos no se adecúe a la demanda del mercado, a que nos flaqueen las fuerzas o el intelecto, a perder la salud y los ingresos. Ésa es la gran enfermedad que somatizamos, sufrimos, padecemos los trabajadores, ese estar constantemente sobre el alambre, al borde del precipicio, del abismo.
La existencia determina la conciencia y también el estado de salud.
Sígueme en twitter: @acvallejo