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De un libro que llegará lejos

 

«Nada es más viejo que el fin del mundo»

 

¿Lejos? O no, pues nunca se puede menospreciar el alcance de la estulticia mundial. Y el Comité Invisible (A nuestros amigos, Pepitas de calabaza, 2015) es muy duro con nuestra idiotez global, incluido el conjunto del progresismo e incluso mucho de lo que solemos considerar su ultraizquierda. Es posible que con los que luchan en Oaxaca o Egipto sean más comprensivos. Con las mil insurrecciones occidentales en las que están insertos, el Comité Invisible es más bien intransigente. Casi podríamos decir que lo que otros llaman elitismo es una de sus mayores virtudes, pues se apartan de los límites de lo político y de la gestión radical que busca simplemente consumar otra hegemonía.

 

Antes y después de una crisis en 2001 de la que nada se sabe, Tiqqun y el Comité Invisible cuestionan radicalmente el monopolio académico del pensamiento con unos libros en los que aún sin retirásemos -por absurdo que fuese- esa subversiva carga política, quedarían como preciosos libros de filosofía, a la altura de lo mejor y más clásico del siglo XX. Combinando momentos teóricos de Deleuze y Benjamin, de Foucault, Agamben o Heidegger, más elaboraciones propias y otras de autores que nunca citan, Tiqqun y el Comité Invisible nos desafían desde hace años con un mapa bastante insólito de la dominación y de aquello que la desafía. De Teoría del Bloom a Llamamiento, deTeoría de la Jovencita a La insurrección que viene, pocos libros pueden alterarnos como estos, pocos pueden infiltrase así en nuestras vidas y cambiar nuestra percepción. No es sólo otra concepción de lo político, cargada con iluminaciones que algunos no han dudado en calificar de mesiánicas, sino también la propuesta de vivir de otro modo, de habitar de manera radicalmente distinta este mundo.

 

Habitar plenamente, he ahí todo lo que se puede oponer al paradigma del gobierno (p. 177). Claramente, ellos están muy lejos de lo que otros llaman hegemonía. «Quien tiene relaciones de mierda no puede sino llevar a cabo una política de mierda» (p. 179).

 

Pocos libros como Introducción a la guerra civil o éste que hoy tenemos en las manos, mucho más didáctico, podrían convencernos de que los estallidos en curso que el mundo ha conocido en los últimos veinte años caminan sigilosamente hacia una convergencia histórica. Aunque no se comparta ni una sola línea de estas 258 páginas -cosa más bien difícil, dada la densidad fulgurante de muchos de su fragmentos-, A nuestros amigos es un texto que, como otros anteriores de este no-grupo, no deja indiferente a nadie. Y además, a diferencia de tanta filosofía que anda por ahí, ésta se entiende, por más que a veces ponga nuestra capacidad de comprensión a prueba.

 

No es una ventaja menor de este libro, aunque desconfiemos de lo «mundial», que se recojan con precisión decenas de frases, perspectivas y fenómenos de casi todo el mundo, excepto de Rusia, China y algunos países musulmanes que no participan en el anillo de lo que podríamos considerar guerra en curso. El carácter anónimo, más bien invisible de este medio alude al punto de vista de una existencia cualquiera. El Comité Invisible intenta mirarlo todo, incluso los límites de lo político, con la generosidad -casi la beatitud- de un viejo sentido común desaparecido de este mundo.

 

Un espectro no recorre Europa, pero alienta en cualquier esquina donde algo durmiente quepa. Con una percepción ubicua estos amigos invisibles recogen tal cantidad de información, por hablar al modo usual, que nos sirven últimas formas de control policial y de resistencia escondidas en la neutralidad de las tecnologías; nuevas formas de vida insólitas; otras configuraciones de la clandestinidad, la indiferencia, lo impolítico y hasta lo estético. Ya sólo por todo esto, el libro se convierte en una formidable caja de herramientas, naturalmente, susceptible también de usos perversos. Más de un experto de Interior, más de una unidad militar de elite acabará estudiando A nuestros amigos para ponerse al día en cuanto a la era que viene. Estamos entonces ante una especie de Vademécum para cien situaciones de emergencia. Que vendrán, sin duda, cada día más mezcladas con la dulce inercia cotidiana.

 

Hay tal carga sensitiva y conceptual, en esta ofensiva para deshacer la madeja del presente, que seas quien seas siempre te ayudará a rehacer tu vida. Un poco, valga el símil, como esos cuadros clásicos que no dejan de mirarte, pues la ambigüedad real que han captado les arma para suscitar lo que queda en nosotros de existencia, por debajo de las habituales identificaciones. Poco más se puede decir a favor de un libro. No hace falta ningún acuerdo, basta con la duda radical que siembran en todo lo que dábamos por sabido.

 

Fijémonos por encima en algún momento. Una y otra vez, la tecnología aparecerá como dispositivo para el distanciamiento y la separación, no para el acercamiento. De qué manera las tecnologías nos desarraigan de la sustancia ética de las técnicas que ya estaban incorporadas a nuestro existir, aunque siempre a punto de ser expropiadas, es algo que ocupa páginas centrales. No hay naturaleza naturalista, insisten, sino siempre una elaboración técnica de las formas de vida (p. 133). En tal sentido, tecnófilos y tecnófobos dejan escapar esa naturaleza ética de cada técnica.

 

Ya solamente la analítica que se vierte sobre nuestro uso apocalíptico del fin occidental, como forma de distraernos de la catástrofe en marcha que somos nosotros (p. 30), no tiene precio. ¿Qué prueban tantaspantallas que hemos de poner entre nosotros y el mundo? Que la crisis actual es una crisis ante todo de la presencia. Así, algunas de las joyas de nuestra mercancía tecnológica -el iPhone o el Hummer- se presentan como equipamientos de la ausencia (p. 32). Inolvidable también la descripción del GPS for the Soul.

 

El  nuestro es un poder circulatorio que se basa en las rapidez de las infraestructuras. De ahí que los billetes de la UE hayan sustituido la figura de personajes históricos por las de puentes, acueductos y arcos (p. 89). El poder reside en la organización misma de este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Aquí radica el secreto, y es que no hay ninguno. «El poder se ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido con el decorado. Es a él a quien se llama defender en todos los llamamientos para ‘preservar el medio ambiente’ y no a los pececitos» (p. 93). El poder, ahora, es el orden  mismo de las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien la gestione. El nihilismo metropolitano (p. 95) es sólo una forma bravucona de no admitir esta evidencia. Que una fracción de los anarquistas se autoproclame nihilista es completamente lógico: el nihilismo es la impotencia para creer, en este caso, en la revolución. Por lo demás, no hay nihilistas, sólo hay impotentes (p. 157).

 

Con tal poder inmanente casa la idea de un Yo sin Yo, un selfless self emergente, climático, constituido por la exterioridad de sus relaciones. Es la concepción cibernética de un ser sin interioridad (p. 120). De ahí el éxito de las variantes zen de espiritualidad, aliadas a la fluidez empresarial: Buda es quien ha de estar de moda, no Descartes. Un sujeto que comparte todo al instante consigo mismo, también su recorrido a través de los campos y su ritmo cardiaco, no necesita nada parecido al alma: la encuentra en el equipamiento incorporado a los sensores del cuerpo. Coches, refrigeradores, aspiradores y consoladores directamente unidos entre sí y a Internet. El debilitamiento existencial es el fortalecimiento global. Así pues, llegamos a la religión por otros medios: «Gracias a las redes difusas de sensores, tendremos sobre nosotros mismos el punto de vista omnisciente de Dios» (p. 123), dice entusiasmado un profesor del MIT. Y además, un dios maravillosamente politeísta. Ningún pastor, un solo rebaño.

 

No pueden extrañar entonces las ironías sobre la ilusión de la democracia real a través de las redes (p. 61) y los procesos asamblearios, incluido el estilo amortiguadodel proceso español de las plazas (p. 67). Cuanto más fluido y ligero sea el ente, más democrático y capitalista (p. 74): el single metropolitano es más democrático que la pareja casada, que a su vez es más democrática que el clan familiar, que a su vez es más democrático que el barrio mafioso.

 

Estamos ante una forma de gobierno y control arraigada en la transparencia de la libertad individual, no en su represión. Quieren producirnos como sujeto político, como anarquistas, como Black Bloc o antisistema, no simplemente reprimirnos. Sería preciso renunciar a nuestra propia legitimidad (p. 81). La libertad y la vigilancia dependen del mismo paradigma de gobierno. La extensión infinita de procedimientos de control es históricamente el corolario de una forma de poder que se realiza a través de la libertad de los individuos (p. 137). Naturalmente sin citar a Jünger, recuerdan que a un ser auténticamente libre ni siquiera se le denomina libre: simplemente esexiste (p. 139). De ahí que el Comité Invisible, en una línea de pensamiento muy distinta a la habitual, insista en vincular libertad y arraigo. Soy libre porque estoy vinculado: la raíz indoeuropea de Freund y frei, de friend y free, es la misma. Necesariamente continuará, habrá que continuar con estas pistas.

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