El terror ha fascinado al ser humano desde siempre. Quizá sea una condición propia de todo ser vivo. Consumir productos terroríficos en libros o pantallas, resulta terapéutico, porque nos desconecta automáticamente de la obsesiva problemática cotidiana. Ocupar el lugar del verdugo o la víctima, puede ser para muchos más interesante que el mismo sexo. El verdugo sigue un impulso relativamente razonable: o comes o eres comido. El que anhela vivir su destrucción por adelantado, es otro verdugo con más curiosidad que el primero, por eso se atreve a morir como experiencia de conocimiento. Puede hacerlo, porque sabe de antemano que está garantizado el regreso; al fin y al cabo se trata sólo de palabras, películas o puro teatro. Y no hay nada más falso que cualquier creación artística verdadera, aunque no por ello resulte menos fascinante.
La última noche del último fin de semana, andaba yo clavado en mi sofá, viendo uno de esos programas de misterio, que resultan tanto más sugestivos por su horario de emisión, que por el proceso de dramatización de sus relatos. Cuando todo es silencio, la casa está a oscuras, y de la cocina sólo nos llega la respiración eléctrica del frigorífico, cualquier cosa puede resultar posible en ese ámbito doméstico, tan sereno como desconocido.
En la pantalla de mi televisor un vampiro serbio atravesaba la península ibérica en diagonal, dentro de su ataúd, a bordo de un majestuoso coche fúnebre de caballos, sembrando el vampirismo a su paso por España…; cuando, de pronto, me pareció oír un grito desgarrador de mujer que venía de la calle. A continuación, resonó con gravedad la voz de un hombre.
– ¿Será un efecto sonoro cuadrafónico del programa de misterio?, me pregunté incrédulo.
Quité el sonido a mi televisor, y comprobé que en la cúpula de la noche sólo seguía reinando el silencio. Me mantuve alerta durante un minuto y medio, y al no oír nada nuevo, regresé con el vampiro serbio. Cuando el ataúd llegó a su destino en La Coruña, nadie lo reclamó, y por tanto los funcionarios de Correos decidieron devolverlo a su origen: el puerto de Cartagena, a dónde a su vez había llegado desde un puerto del Adriático…
Esta vez, el grito sonó más doloroso y largo que en la primera ocasión, como si acabaran de arrancarle el brazo a esa mujer que gritaba despavorida; y acto seguido, la voz de barítono del pérfido varón, rubricando su machuna hazaña. Ahora estaba seguro que no era cosa del vampiro. Esos gritos patéticos procedían del vecindario. Aunque el silencio volvió a extenderse lentamente como una alfombra negra.
A esas alturas, en el relato del Nosferatu serbio por Iberia, el ataúd ya había regresado a su origen, donde dicen que lo recogió un noble que se hacía pasar por veneciano; y al que sorprendieron más tarde, enterrando furtivamente el féretro del serbio en un pequeño cementerio de la provincia de Murcia. Según la leyenda, el ataúd iba vacío cuando el enterramiento y que…
Los gritos de la mujer volvieron a oírse, esta vez tan desesperados, que me erizaron todos los vellos del cuerpo. A pocos metros de mi casa podían estar matando a una mujer, mientras yo seguía viendo en la tele una de vampiros. Mi conciencia de buen ciudadano comenzó a aterrorizarme más que aquellos gritos. Habiéndolos oído por tres veces, ¿cómo no había llamado ya a la policía, para que vinieran a salvar a la pobre víctima?
En ese instante recordé cierto anuncio de la tele: “Saca tarjeta roja al maltrato”. “Denuncia. Si no, serás cómplice”. “Ella seguiría viva, si tú hubieras reaccionado a tiempo”…
A punto estaba ya de salir del fondo de mi sofá, para buscar el teléfono y llamar antes de que fuera demasiado tarde; cuando la cercanía y la intensidad de los repetidos gritos femeninos, vinieron a confirmarme que el sonido no procedía de la calle, sino de alguno de los pisos de enfrente. ¿Tendríamos tan cerca -sin saberlo- vecinos sicópatas, o peor aún despiadados torturadores, dispuestos a acabar en una noche con sus santas esposas, y madres de sus hijos? Pensé en la agresividad de los alcohólicos y la metamorfosis de los cocainómanos. La violencia se desata en el hemisferio derecho del cerebro, cuando las drogas desactivan el izquierdo, dando el mando a los más puros instintos. Debía tratarse de eso. Aunque cuando se cruzó la palabra instinto en el discurso del buen ciudadano a punto de llamar a la Policía, me hice la pregunta inevitable:
– ¿Y no será que le están echando un buen polvo a la vecina, de ésos que hacen época?
Al fin y al cabo, los gritos llevaban oyéndose -intermitentemente- desde hacía más de un cuarto de hora. Un asesinato no se prolonga por tanto tiempo. ¿Y si, en realidad, mi vecina estaba gozando más que nunca, y de ahí esos aullidos de perra en celo? ¿Qué proporción de animalismo nos compone, cuando estamos entregados al paroxismo del dolor o al placer extremo? ¿También van a juzgarnos por eso? En realidad, ¿para qué usamos el sexo?, ¿sólo para reproducirnos?; o, ¿tal vez, para desahogar el exceso de tensión que nos produce la decente vida cotidiana; arrojando el lastre de lo razonable, para recargar nuestros pulmones con unas buenas bocanadas de instintivo oxígeno?
¿Estamos obligados a dejarnos influir por agresivas campañas televisivas (supuestamente igualitarias) denunciando a nuestros vecinos, porque desaten sus tensiones con un saludable combate sexual, del que nos lleguen sus ecos, en forma de gritos? ¿Tendré que denunciar también a mi vecina de ojo patio -con la que comparto tabique- porque todas las noches le echa una bronca a su marido casi centenario, siendo además bastante sordo el anciano?
Entre que el relato del vampiro serbio ya había concluido, y que no se habían vuelto a escuchar los gritos, me levanté del sofá para encaminarme hacia un sueño tan merecido como tranquilo. Al pasar junto al cristal de mi balcón, descubrí luces encendidas en las ventanas de enfrente, y me percaté de que una de ellas estaba entreabierta. Ahora estaba seguro. De ahí procedían las voces. Por eso sonaban tan cerca.
Lo más curioso del caso es que por esa casa no pasa nunca ninguna mujer, como no sea la de la limpieza. En ella habita desde hace años un vecino homosexual, que cambia de amante según las tendencias. A su último fichaje, yo lo había escuchado y descubierto un par de tardes antes, asomado a la ventana, charlando por teléfono con tanto desparpajo, como si fuera la reina de la calle. Por supuesto, hablaba de ropa, y soltaba tanta pluma el jovencito, que parecía talmente una nenaza con voz de vedette.
O sea, que los gritos que me habían tenido tan preocupado esa noche, no eran de hembra, sino de mariquita loca, ruidosa y desinhibida. ¡Qué fiasco!, pensé. En qué ridículo más espantoso y comprometido nos hubiera puesto a todos, si llego a llamar a la Policía, denunciando como maltrato, lo que no era otra cosa que un furioso polvazo entre dos machos.
Aunque pensándolo bien, ¿no debería haber cursado la denuncia ahora, por haberme preocupado con sus gritos, mis vecinos?
O pensándolo aún mejor, ¿será que sólo debemos denunciar, si son mujeres las que se encuentran en peligro?
O, ¿será que no tienen derecho los maricones a ser defendidos por sus vecinos, denunciando a sus agresores?
¿Será que ellos se lo merecen todo, por ser esclavos de sus vicios?
¿Será también eso, lo que nos cuenta subliminalmente el dichoso anuncio de la tarjeta roja, que pretende convertirnos a todos, en «honestos» confidentes gratuitos de las llamadas Fuerzas del Orden?
Si al menos pagasen, podría pensarse.