A veces escribo sobre viajar.
Digo, por ejemplo, que viajar es probarse otras vidas.
Esta me queda bien. Esta me viene grande. Esta no me entra.
Digo también que viajar es asomarse a la ventanilla de un avión para ver lo pequeños e insignificantes que somos de lejos.
Las cosas hay que mirarlas con perspectiva.
Digo que viajar, el verdadero viaje, es probarse los zapatos de otro y andar con ellos.
Me duelen. Son duros. Parecían cómodos.
Pero detengámonos en esto de andar. Porque viajar es andar habiéndose olvidado del mapa.
Viajarás para perderte. Para que te pasen las cosas que ocurren fuera del mapa.
Digo también que viajando uno entiende que las respuestas están siempre dentro pero que en ocasiones hay que buscarlas fuera.
A veces escribo sobre viajar. O viajo para escribir, quién sabe, pero sé que cuando estoy a punto de volver siempre me planteo lo mismo. Que regresar es irse porque los lugares, aunque cambien, siguen ahí. Nosotros, sin embargo, ya nunca somos los mismos.
Hace años leí El mundo de Sofía pero no lo entendí. Pero recuerdo lo del río de Heráclito.
Nunca te bañarás en el mismo río.
Me lo explicaron: «El río cambia constantemente, se convierte en lo que ya está siendo».
Ahora pienso que el río somos nosotros. Lo decía Kirmen Uribe en un poema:
En cada uno de nosotros hay un río a punto de desbordarse.
A veces escribo sobre viajar. Y viajo. Pero se acaban los viajes, como se terminan también los veranos, los sábados o los días de fiesta. Y la vida vuelve y hay que deshacer las maletas. Entonces llega el otoño, el trabajo y hay que forrar los libros del colegio de los niños.
A veces viajo para probarme zapatos que sé que nunca me compraré. Para compararlos con los que tengo.
Viajo para estar siempre viajando. Porque el viaje es una manera de vivir pero también la ilusión de poder parar el tiempo. De irnos a otro tiempo.
En realidad, viajo para volver. Aunque el regreso sea la parte más difícil del viaje.