Dead Dean

Dean aparta cervezas y vasos manchados de whisky y se rinde sobre la barra del Mars Bar. Dean, como Dean Martin, me dice. El Mars es un garito histórico del Lower East Side, el único que resiste, me dice. Uno de esos donde uno sólo tiene que sentarse para que empiecen a pasar cosas, pienso. Cosas serias y cosas divertidas, como la vida misma o como conocer a Dean, Dead Dean o Dean El Muerto. Un nombre de pirata para su pañuelo en la cabeza y su bigote y su candado con cadena al cuello. Por el tamaño, efectivamente, es un collar.

 

Sobre la barra hay un cartel que explica la situación de la noche. Una situación neoyorquina. La camarera, una chica joven y guapa con un tatuaje que le cubre toda la espalda tuvo que llevar ayer a su gato al veterinario y la factura ascendió a 367 dólares. Necesita más que nunca el amor de los clientes, billetes y billetes de amor, botellas vacías, manos levantadas.

 

Dean y yo salimos afuera a fumar un cigarrillo. Tiene sangre portuguesa por parte de padre y sangre india –de los de aquí- por parte de madre. Le pregunto si su padre era de Lisboa. Pone cara de oír el nombre por primera vez en su vida. Mi padre murió hace mucho. A veces le echo de menos. Qué se le va a hacer.

 

Dean se tambalea y empieza a gritar contra un edificio de diseño que han plantado en una esquina de la Primera Avenida. Parece un caballero medieval reclamando a la princesa, a las puertas del castillo del malvado de turno. Antes había un jardín aquí. Cuando era pequeño yo jugaba en él. Dean parece un hombre atrapado. La huella genética de una raza casi extinguida en su doble hélice y, ahora, él mismo diluyéndose en el torbellino inmobiliario de la capital del mundo. Un torbellino inmisericorde como hordas de cowboys borrachos a la caza de pieles rojas.

 

Dean, a pesar de las apariencias, es un hombre muy besucón, que abraza mucho y al que, sin conocerle apenas, uno intuye que es mejor no llevar la contraria.

 

A su lado, de vuelta en el Mars, la voluptuosa y rotunda Verónica, su pareja, habla con mi amiga Carolina. Le dije que el bar era interesante, pero no esperaba tanto. Verónica, una especie de cancerbera rocker a las puertas de un taller de los ángeles del infierno, es tataranieta de un matrimonio de santanderinos que emigró a México para comprar una plantación de café con la que hicieron una fortuna ingente, puntualmente despilfarrada hasta el último céntimo para que Verónica llegara a este mundo en la pobreza más solemne y mexicana. Verónica tiene cara de ser la persona más buena al norte de Houston Street.

 

Habla todo el tiempo de su hijo, también muy bueno. Demasiado bueno, según ella. Le encantan los canales de ciencia. Quizás es superdotado, digo yo. ¿Sabes? En el colegio los otros niños se meten con él, porque él es demasiado bueno. Quizás es superdotado, repito. Un niño que, en este país, ve canales de ciencia y es maltratado en el colegio tiene unas altísimas probabilidades de ser superdotado.

 

Una vez que Verónica se puso malísima y pasó ocho días en el hospital, Dean cuidó al niño. Desde entonces, y ya hace ocho años, Verónica no se separa de Dean.

 

La noche transcurre. Las propinas van llenando los bolsillos de la bella camarera tatuada. Carolina y Verónica siguen a lo suyo. Dean también porque no para de abrazarme y de chocarme esas cinco y de darme besos como si yo fuera Frank Sinatra y él Dean Martin y estuviéramos en Las Vegas rodeados de mafiosos con caspa.

 

Pago la cuenta justo en el momento en el que Dead Dean se enzarza en una discusión absurda con un tipo rubio bastante alto. Dean coge una silla y la levanta en el aire. Se forma un gran revuelo y salgo corriendo a coger del brazo a Carolina. Es el momento perfecto para huir de nuestros efusivos amigos. La pelea ya sólo son algunos insultos y algunas palmadas en la espalda. Nos largamos. En la calle, hago cuentas con el cambio. No recordaba que el Mars, con sus grafittis, sus lavabos infectos, su olor a bodega portuguesa y sus parroquianos tan duros por fuera y tan derrotados por dentro, fuera tan caro. Debe ser la noche de los gatos.

 

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