1.Max Aub ocupa un lugar muy especial entre los exiliados españoles. Son pocos, en efecto, los que reflexionan sobre su experiencia de exiliados. La mayoría vive el exilio como una circunstancia sobrevenida carente de significación especial. Muchos intelectuales hubieran hecho lo mismo de no haber tenido que pasar por el exilio. Para Aub, por el contrario, el exilio se convierte en la experiencia central de su quehacer intelectual. En esto coincide con María Zambrano que pronto descubrió en el exilio la verdadera patria, a saber, ser exiliada, la diáspora. También con Jorge Semprún. Cuando le preguntaban quien era respondía que su verdadera identidad consistía en ser exdeportado, es decir, alguien que, aunque fue liberado del Lager de Buchnwald, nunca salió de él. No pudo ser un repatriado (porque no tenía patria a la que acogerse), tampoco un mero a-patrida (instalado en el cosmopolitismo), sino alguien obligado, impulsado a construirse un espacio personal y político desde su experiencia como deportado.
Caso parecido al de Semprún es el de Aub. Como Semprún, nunca salió del campo, de ahí que su gran obra esté marcada por ese término, Campo, que son seis: Campo cerrado, Campo de sangre, Campo abierto, Campo del moro, Campo francés, Campo de los almendros… Como Semprún el campo lo llevaba dentro y sólo podían liberarse de él en la medida en que creaban un nuevo espacio que no era sólo ausencia del anterior sino uno nuevo. La diferencia entre uno y otro es que, en el caso de Semprún, la luz venía de Buchenwald que fue campo nazi y soviético; en el de Aub, de su experiencia en la guerra y posguerra, pero filtrada por la cultura diaspórica (la experiencia judía del exilio).
La cultura de la diáspora es el santo y seña del pueblo judío. Aub echaba la culpa de su fracaso como escritor al hecho de no ser de ninguna parte: “¡qué daño me ha hecho en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte”. En ese lamento no hay referencia explícita a la verdadera causa de su desgracia: el ser judío. No lo reivindica expresamente, pero siempre está presente: en el término “campo”, en la imagen del San Juan, en su poesía con resabios psalmódicos.
Si queremos explicar qué conlleva la mirada diaspórica, habría que atender a estas señales: reconocer, en primer lugar, que el exilio no es una maldición sino una forma de existencia realmente humana; entender luego que la relación con la tierra no es de apropiación (un gesto típicamente identitario) sino que está regida por el principio hospitalidad; ver, en tercer lugar, en la memoria la fuerza de la innovación. La libertad, por ejemplo, es liberación porque brota de la experiencia de esclavitud. Finalmente, entender que el lenguaje no nos es dado sólo para comunicarnos sino también relacionarnos con Dios, es decir, para relacionar los deseos con su realización o, lo que es lo mismo, lo finito del deseo con la infinitud de su realización.
2.Lo que pretendo decir es que esta cultura diaspórica informa la obra de Max Aub. Aub hace con su vida lo mismo que Israel con la memoria del sufrimiento, de la esclavitud, a saber, transformarlo en combustible para la liberación y la creación. Su memoria dolorosa nutrirá la creación literaria y también su proyecto político. Eso le lleva a no aceptar estrategia intelectual alguna que pase por el olvido, pero tampoco convertirá la memoria en nostalgia, en pasaporte para la repetición del pasado.
Podemos ilustrar esta impronta diaspórica analizando su reacción a la propuesta que hace José Luis López Aranguren a los intelectuales del exilio. El filósofo abulense publica en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (febrero del 1953) un artículo titulado ‘La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración’. Utiliza el eufemismo “emigración” para hablar del exilio porque en aquella España franquista no se podían nombrar las cosas por su nombre. “La tesis de mi artículo”, dice Aranguren, “era que, aunque separados por la guerra civil, los intelectuales españoles continuábamos formando una única comunidad y no podíamos ignorarnos mutuamente ni perseverar en la incomunicación”. Aranguren propone la creación de una comunidad entre los de dentro y los de fuera. Eso es posible ahora y no lo era antes porque, según él, habían cambiado algunas cosas: los de fuera se habrían “ablandado” con la derrota, haciéndose más autocríticos y descubriendo aspectos del ser español que desconocían. Los de dentro también habrían hecho su camino: ahora los hay “liberales” o “de izquierdas”, críticos, con novedades que ofrecer. Es verdad que el régimen es una dictadura y que por tanto la comunidad intelectual que él propone se reducirá a compartir ideas. Habrá que dejar fuera la política española, es decir, la crítica de la dictadura, un asunto menor como diría Julián Marías, porque se puede ser libre en un régimen dictatorial. El artículo fue leído y mereció una respuesta colectiva, muy educada, firmada por media docena de exiliados, publicada en Cuadernos Americanos de México. La consideran “punto de partida fundamental”. Les agrada que Aranguren ubique el afán de los exiliados en “conjugar lo más entrañable del alma española con la preocupación por problemas generales humanos”. Pasan enseguida a valorar la situación española desde la perspectiva del “español peregrino” que ellos son. Reconocen que en España están pasando cosas, que hay vida, que retoñan y florecen idas y hechos, pero no pueden ignorar que todo ese se produce en un contexto político que impide fecundar la vida colectiva con esa nueva savia, “al nacer en un ambiente no propicio a la libertad del espíritu creador”. Esa relación de la vida espiritual con la política, que el escrito de Aranguren excluye de su consideración, “no puede ser eludida ni negada”. Y esa constatación les lleva a una primera conclusión: “en tanto no se modifique la situación política de España seguirá siendo tan imposible como deseado el diálogo entre intelectuales de fuera y de dentro”. Pero no se niegan a hablar, aunque no se den las condiciones para un diálogo. Max Aub no firmó este escrito (sí lo hicieron otros como Alejandro Casona o Claudio Sánchez Albornoz) pero estuvo al tanto. Tenía razones para no entrar en ese diálogo. Aprecia entre los de dentro y los de fuera una asimetría insalvable pues “ellos tienen tierra pero no libertad”. Los de fuera lucharon por la libertad, aunque perdieran, mientras que los de dentro, perdieron la libertad, aunque ganaran. Esto de la libertad no es un asunto menor si de lo que se trata es de crear una comunidad intelectual. La razón de su importancia estriba en el convencimiento filosófico de que sin libertad no hay verdad. Una libertad condicionada políticamente no será universal, sino interesada, sin olvidar que a lo que aspira un pensamiento libre es a fomentar un espacio público libre. La libertad es pues la condición de la verdad y su horizonte lógico. Max Aub tiene además otra reserva: no entiende la importancia estratégica que daba Aranguren al catolicismo. Si Aranguren magnifica su importancia –hasta el punto de colocarle como “l’ennemi à battre” que debería unir a los intelectuales, de dentro y de fuera– es porque le consideraba el soporte intelectual del franquismo, por eso acuñó él mismo la expresión de “nacionalcatolicismo”. Sin esa base el franquismo se disolvería como un azucarillo. Es un planteamiento muy discutible. Más bien parece que la Iglesia católica se echó en manos del franquismo pensando que sobreviviría mejor, pero la dictadura no necesitaba del catolicismo para existir. Al judío Max Aub tenía que resultarle extraño el sobrepeso estratégico que Aranguren asignaba a la religión como si un catolicismo liberal o de izquierdas pudiera acabar con la dictadura e inaugurar un tiempo de convivencia. Él bien sabía que el antisemitismo podría medrar entre católicos de derecha y de izquierda, sin olvidar que en un nuevo tiempo o en una nueva España tendrían que tener su lugar judíos y católicos, creyentes y ateos porque, se pregunta Aub, “los ateos, los blasfemos, los profanadores, ¿no son españoles?”.
Lo más reseñable de las reacciones al escrito de Aranguren es una idea muy cara a Max Aub: que al recordar no se persigue repetir el ayer sino crear un nuevo tiempo. No es cierto, como dice Aranguren, que Aub rechazara la propuesta por resentimiento. Si da tanta importancia a la memoria no es por nostalgia, sino para superar el pasado. Aunque en esa memoria la República ocupe un espacio singular, no está señalando a la República que existió, sino a lo que pudo ser. Aquel momento alumbró una síntesis de libertad e igualdad, de cultura y justicia, de arte y trabajo que… no tuvieron lugar pero que pudieron ser, convirtiéndose así la República en un símbolo de lo que puede ser la convivencia política.
3.Puede ser de utilidad recurrir a su irónico texto Manuscrito cuervo. Historia de Jacobo para encontrar concreciones de ese ideal buscado. Estamos ante un texto irónico en el que un cuervo informa críticamente sobre el destino de los humanos. El recurso recuerda a Kafka aunque con sus diferencias: Kafka animaliza al ser humano (recordemos al Samsa de La metamorfosis convertido en un “bicho”) para dar a entender la deshumanización del sujeto moderno; Aub, por el contrario, humaniza al cuervo para ofrecer vuelo a un humano decaído, necesitado de horizontes de superación. Por eso empieza el cuervo reivindicándose como interlocutor válido. Sabe del poco aprecio que le tienen los humanos, por eso les recuerda que fue un cuervo el primer mensajero que lanzó Noé tras el diluvio para informase de cómo estaban las cosas (Gn, 8,6-7); y también fueron cuervos los que mantuvieron vivo a Elías llevándole pan y carne al desierto (1 Reyes 17,2-26). Pide, pues, respeto y que prestemos atención a la información que nos suministra sobre la condición humana. Le sorprende, de entrada, el lugar que ocupa el nacimiento, es decir, la sangre, la tierra, la familia. Hasta los derechos más nobles van a depender de la cuna. El ser humano está atado a las raíces, incapaz de volar y de transcenderse. Debido a esa fijación al lugar, sobrevaloran las fronteras, las identidades, las razas, los nombres, hasta el punto de que sin documentación en orden no eres nadie. “Los hombres”, dice, “para andar por el mundo necesitan llevar papeles”. Son críticas de gran calado pues afectan a un modelo político que subordina la humanidad al nacimiento, es decir, a la nacionalidad.
Como no está hablando en abstracto, también aterriza en la historia española. Le obsesiona el frentismo, la división entre las dos Españas o, dicho de otra manera, la tendencia de cada España a excluir a la otra. El Manuscrito cuervo se emplea a fondo para desactivar el frentismo que en su tiempo toma forma de enfrentamiento total entre quienes luchan por y contra el fascismo. Marx Aub pinta la cara a unos y otros: si los fascistas son racistas, los antifascistas no permiten que los negros coman con los blancos; si los fascistas meten a los antifascistas en campos de concentración, los antifascistas hacen lo mismo; si los fascistas no toleran huelgas, los antifascistas acaban a tiros con ellas. Por eso acaba su informe diciendo “debe haber algo más”, un suspiro que recuerda el desencanto del loco de Nietzsche, en La gaya ciencia, cuando tira la lámpara diciendo “he llegado demasiado pronto”. Aub no está por la repetición del pasado, ni siquiera del propio, sino por algo nuevo.
4.Hay razones para pensar que Max Aub es de actualidad. Ante la ruidosa polarización que vive el país, avivada por los actos conmemorativos de los cincuenta años de la muerte del dictador, Francisco Franco, la figura y obra de Max Aub pueden ser de ayuda. Este combatiente que nunca dejó de denunciar el golpismo de los vencedores de la Guerra Civil, ni aceptó el precio del olvido para la convivencia, jamás utilizó la memoria para repetir la historia, ni ignoró las responsabilidades de los suyos. La mirada al pasado debía servir para crear condiciones en vista a un futuro que no fuera más de lo mismo. Esta idea animó su obra literaria, verdaderamente creativa, pero también una forma nueva de entender la convivencia entre españoles que dejara atrás la malvivencia que le tocó sufrir. Pudo decir “debe haber algo más” porque algo de ese algo él ya lo había encontrado, a saber, la vocación crítica y conciliadora de la memoria.