El papel lo tengo delante ya arrugado, y se escribió a mediados de los noventa, o sea que tampoco tenía yo ocho años. Lo encontré como todo en la vida, revolviendo. Es bastante vergonzoso, pero yo he venido aquí a esto y además ando con prisa. Como decimos en mi tierra: “Marcho, que teño que marchar”.
“Estimada Editorial: Me dirigo a ustedes consciente de la importancia y del prestigio que poseen, y comprendo que pueda parecer osado el enviarles este poemario juvenil, adolescente (…) Tengo escritos breves relatos, novelas cortas que circulan entre la gente que me rodea, que nunca he enviado a las editoriales. Y no las he enviado por la simple razón de que no tengo máquina ni ordenador, y estos poemas se los he encargado a una mujer, después de ahorrar para poder pagarle”.
Todavía me acuerdo de esa mujer: pasaba manuscritos a máquina. Era el siglo pasado y yo era un poeta. Otros por ahí fueron terroristas y tienen calles, así que tampoco me señalen mucho. Eso de que tenía escrito no sé qué que “circulaba” entre la “gente que me rodea” es falso. No sé si al pasar la carta a limpio mantuve la ortografía quebrada de ese “dirigo” o añadí algo nuevo. Lo que hay entre paréntesis no lo quieran saber porque hasta en esta clase de suicidios hay un límite. Lo importante es que con la carta empecé a hacerme yo a empujones un hueco en la literatura: mi llegada atronadora sólo es comparable a la de Carmen Laforet. El silencio casi obsceno de la editorial se prolongó hasta hoy. Y todavía voy a veces a saludar a mis padres sólo por abrir ese buzón y asomar la mirada dentro, como quien se mira el pasado, que no sabemos si vuelve, pero siempre se le espera.