Estas cosas pasan mucho. Cogerle manía a alguien y no dejarlo vivir. En el Madrid como en Hollywood, ambos lugares parejos en leyenda e hipocresía. La leyenda la escriben los que triunfan, y lo otro los que sólo miran alrededor, como los jubilados las obras las mañanas de otoño, o como los mirones de verdad, las cotillas que pululan como las viejas de Misericordia.
Que los mirones decidan quién es Isco es para liarse a palos. Es como que los mirones decidan no dejarle hacer más películas a Woody Allen. Ese supuesto gesto de Isco es como ese supuesto abuso sexual de Allen. Son dos cosas distintas pero iguales en la reacción. El causante de su ostracismo. Los mirones triunfando. Los enemigos del talento y de la verdad. Sencillamente porque no lo tienen, el primero, ni tampoco deseos de no contar mentiras.
La verdad es Isco alejándose del área y chutando con curva al segundo palo. La verdad es que a Woody le pregunten si va al gimnasio y responda que no, que él prefiere atrofiarse. La verdad es que Isco le presente a un periodista delante de todo el mundo sus propias bajezas, o que Allen se enamore, incluido de una mamarracha que luego, muchos años después, lo acusa sin sentido y con vileza con el apoyo de la turba enloquecida.
A mí Isco me gusta de un modo muy parecido a cómo me gusta Woody Allen. Muchas veces al ver a quienes no les gustan ni Isco ni Allen me he hecho aún más isquista y allenista. Porque pitar a Isco o silenciar a Allen no puede obedecer más que a una consigna. Y la consigna es una cosa comunista, es un asunto de odio, es la orden de odiar. La orden automática, mecánica, maquinal, demencial. La ira del futbolero y del demócrata.
Es mover a la turba como quien aumenta el calor de un fuego moviendo la rueda con las manos. Ese rojo amenazador de la vitrocerámica o el azul tembloroso del gas es el que grita a Isco y enmudece a Allen. Yo el otro día en el Bernabéu vi a un neurótico genial amedrentado por una jauría, mientras en Manhattan estaba Isco enamorado de la nieta de Hemingway.
Me gusta imaginar a Isco en blanco y negro enamorado de la nieta de Hemingway. Hablándole en malagueño en la penumbra de un vigésimo séptimo piso de un edificio en Nueva York. Tiene todo el color de Woody Allen haciendo sonar los cascabeles en el círculo central de Chamartín mientras rabian los mirones de incomprensión, aturdidos por el arte y el ingenio espontáneos, no programáticos.
Humillados por el talento que se les escapa como un pez entre las manos, pescadores de domingo. Domingueros del fútbol. Envidiosos de las gradas. Viciosos de los micrófonos. Adúlteros de los periódicos. Comadres de Hollywood. Yo os miro desde el otro lado de la bahía de Long Island Sound con la fuerza del amor de un Gatsby transformado en indiferencia por aquellas que un día incluso se hicieron pasar por Daisy Buchanan.