A estas alturas, no formulamos nuestros propósitos sin acompañarlos de una gracieta autoirónica. Los hemos visto naufragar cada año y no nos fiamos de nosotros mismos. Pero lo cierto es que el propósito es útil. Lo llevemos o no a cabo, funciona al menos como detector de carencias. En el listado anual figuran siempre los de hacer dieta, practicar deporte y aprender inglés. Nos reímos, pero la verdad es que comemos demasiado, estamos hechos una piltrafa y nuestro inglés es una birria.
En año nuevo, junto con los propósitos, se formulan las predicciones. Ambos muestran el eje de nuestra relación con el tiempo, con el mundo (hecho de masa y tiempo). Con la predicción tratamos de atisbar la ola que se nos viene encima. Con el propósito, nos ponemos una tabla de surf para intentar sortearla. En el fondo se trata de la división de Maquiavelo entre la virtud (el desempeño propio) y la fortuna (que es ajena). El fracaso de la voluntad es el pasmo ante la ola. Los años van acumulándose hasta constituir un tsunami que nos traga del todo.
Otra metáfora es la del boxeador grogui. Cada 31 de diciembre es un puñetazo en la mandíbula. El 1 de enero adviene un atisbo de conciencia: “debería hacer algo”. Ejecutamos algún amago para salir de la situación; pero entonces nos llega un puñetazo en la otra mandíbula: es, de nuevo, el 31 de diciembre. Del boxeo está sacada precisamente la expresión “tirar la toalla”. El DRAE da dos definiciones, que son la misma. La directa: “Dicho del cuidador de un púgil: Lanzarla a la vista del árbitro del combate para, dada la inferioridad de su pupilo, dar por terminada la pelea”. Y la metafórica: “Darse por vencido, desistir de un empeño”. La formulación del propósito, aunque nos exponga a las carcajadas (sobre todo a las amargas y sarcásticas de nosotros mismos), tiene también ese significado, para que lo sepan los demás y para hacérnoslo saber a nosotros mismos: no, aún no tiramos la toalla.
El problema está en salvar esa brecha entre el propósito y la acción. Entre las confesiones de propósitos con los amigos, que es uno de los hobbies de estas jornadas, me he quedado pensando en el de Hervás: “ser verdaderamenteegoísta”. Quizá sea ésa la almendra de todo propósito: ser egoísta y serlo verdaderamente; es decir, actuar según lo que de verdad nos conviene. Me he acordado de lo que decía Fernando Savater en su Ética como amor propio:
Podría definirse el ideal del amor propio como el trato que el yo quiere para sí mismo. […] Como todo ideal, es algo que reclamamos y algo que nos reclama, no simplemente algo que asumimos tal como se nos da. En cuanto que es algo que reclamamos, nunca puede ser identificado con nuestro yo actual, tal como sucede en la perversión maníaca; en cuanto que nos reclama, debe concedernos la posibilidad de avanzar hacia él y no la simple aniquilación de lo que ya somos, como sucede en el padecimiento melancólico. El ideal del amor propio es el trato que yo quiero para mí mismo, como se ha dicho, no el culto que yo me rindo a mí mismo ni la inmolación a la omnipotencia de lo real que me ha derrocado de mi trono infantil.
Ahí me parece que está la clave: en acercar la voluntad a la realidad, y alejarla del delirio maníaco-depresivo. La pregunta, claro, es cómo. Para cumplir el propósito no se requiere sólo decisión: también inteligencia; inteligencia práctica.